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Los verdaderos programas

España se acerca a unas nuevas elecciones, las primeras después de la Constitución, por tanto, «normales», políticas en sentido estricto. Ya no se trata de establecer o constituir la estructura política de España; el pueblo español ha decidido democráticamente que España es un reino, que la soberanía de la nación española permite un sistema de autonomías solidarias, que se garantizan las libertades y los derechos humanos y políticos, se reconoce el pluralismo, la economía de mercado, etcétera. Ha establecido también el sistema de instituciones de gobierno, las normas para determinar la constitucionalidad de leyes, decretos o actos públicos, los requisitos para una posible reforma constitucional. En una palabra, ahora se trata de desarrollar la Constitución mediante las leyes orgánicas y los estatutos autonómicos, de legislar y gobernar, de enfrentarse con los problemas concretos, en suma, de hacer una política.¿Cuál? Esto es lo que va a decidir el pueblo español a comienzos de marzo. Va a elegir a diputados y senadores, los cuales condicionarán con su mayoría quién va a ser titular del poder ejecutivo, quién va a gobernar y va a desarrollar, con las Cortes, la futura política. Ante los electores se presentan listas electorales de los diversos partidos, o nombres de candidatos al Senado, que normalmente pertenecen a ellos. ¿Cuántos y cuáles? En junio de 1977 el número de partidos era simplemente ridículo; los votantes, con mayor inteligencia política que los partidos mismos, los redujeron a cuatro efectivos, algunos flecos insignificantes y los partidos regionales (coordinados aproximadamente con los cuatro nacionales más importantes). Era de esperar que los partidos aprendiesen la lección y se reagrupasen adecuadamente, para intentar acercarse a la realidad, a la España real. No ha sido así, y hay que hacerlo constar: la ridiculez de la propuesta electoral de marzo de 1979 es aún mayor: por el número y por las denominaciones de innumerables partidos.

¿Qué se proponen los infra-partidos que aspiran a ser votados por los españoles? ¿Qué significan? ¿Tratan simplemente de tener acceso a la televisión y proporcionar así una multiplicación injusta a la propaganda de sus «afines» o «similares»? ¿Se proponen participar en las subvenciones que el Estado concede? ¿Buscan satisfacer algunas vanidades y deseos de popularidad? ¿Quieren, sencillamente, confundir las cosas? ¿O tal vez, con la ridiculez que ese hecho implica, desprestigiar a la democracia, provocar el escepticismo y la incredulidad en los electores, inducir a la abstención?

Es importante que los españoles se den cuenta de que las elecciones son una cosa sería e interesante, en la que se ventila lo que va a ser nuestra vida colectiva en los próximos años. Es menester que vean claramente que la democracia es un método inteligente de plantear los problemas y buscarles solución y que basta con volver la espalda a los que quieren desprestigiarla para que su acción sea inoperante. Es suficiente no tomar en cuenta -¡es tan fácil!- las propuestas electorales que carecen de sentido. Con ello se despeja automáticamente el horizonte y quedan ante el elector los partidos que significan algo real: entre ellos tiene que decidir.

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¿Cómo? Naturalmente -se dirá-, considerando sus programas. Pero aquí empieza la dificultad. Todos los programas públicos de los partidos se parecen demasiado. La razón es que, con pocas excepciones, no son programas, sino catálogos de deseos, todos proponen, por supuesto, democracia -aun en los casos en que su estirpe ideológica la excluye-, prosperidad económica, aumento de salarios, eliminación del paro, supresión de la inflación, multiplicación de subsidios y seguros sociales (todo ello junto, sin demasiada preocupación por ver si es posible), evitación de la polución, «calidad de vida», y, por supuesto, desaparición del terrorismo sin nada que huela a represión.

Con meros deseos no se hace una política. Esta tiene que habérselas con la realidad, que tiene su estructura, sus condiciones, sus limitaciones, sus exclusiones. El nivel de vida no puede mejorar si no aumenta la riqueza; el aumento de ésta no es posible sin un incremento del trabajo, la gestión inteligente y las inversiones; sin estos tres elementos es imposible un aumento de salarios que no se anule por la inflación; si las inversiones se retraen -por justificada desconfianza o con un propósito político adverso-, la economía no prospera; con huelgas constantes no se puede pedir un incremento de la inversión; la evasión de capitales es una pérdida económica muy grave; las huelgas, igualmente, representan una pérdida elevadísima (que en esta época de estadísticas nadie quiere cuantificar), con la agravante de que es irreversible, pura pérdida, además de un deterioro de la estabilidad social y la elonvivencia. Si una empresa irresponsable lanza sus residuos a la atmósfera o a un río, se produce una lamentable polución; si no se recogen las basuras, ocurre lo mismo, y hay que extraer de ello la misma consecuencia: insolidaridad. Lo mismo significa el desprecio del poder central por las regiones, o el egoísmo de las regiones ante otras o España en su conjunto.

¿Qué puede hacer el elector perplejo? Intentar descubrir, por debajo de la propaganda vaga, desiderativa, ilusoria e irresponsable, los verdaderos programas de los diferentes partidos. Algunos criterios pueden resultar orientadores. Voy a enumerar brevemente algunos.

1) La coherencia. Algunos partidos -o sus directivos- dicen lo mismo -al menos aproximadamente- en todas las circunstancias. Otros dicen cosas enteramente distintas cuando se dirigen a la opinión nacional entera, por ejemplo, mediante la televisión, o cuando hablan a sus partidarios, en un mitin o un congreso. Algunos dirigentes hacen declaraciones parecidas en España y en el extranjero; otros se expresan de manera tan distinta, que cuesta trabajo identificarlos. En los primeros casos, el voto es claro; en los otros resulta forzosamente ambiguo.

2) El respeto a la realidad. Cuando un programa tiene en cuenta las cosas, sus relaciones mutuas, sus limitaciones, se lo puede tomar en serio, es decir, como un programa. Cuando se reduce a la repetición de frases que «suenan bien» o prometen lo agradable, sin mostrar que es posible, y más aún, cómo puede conseguirse, es demasiado pedir que se lo tome como un programa político, cuando no pasa de un intento de seducción.

3) La prueba de la imaginación. Ante un programa, el elector debería imaginar el triunfo del partido que lo propone, y tratar de anticipar cómo estaría España unos meses o un par de años después. Si el resultado es positivo, es razonable votar a ese partido; si lo que se logra es que los pelos se pongan de punta o se produzca el bostezo (o la náusea), más vale volver los ojos en otra dirección.

4) Los modelos. Los partidos españoles se parecen a otros extranjeros que han hecho sus pruebas en otros países o las están haciendo. Tienen la misma ideología, forman parte de agrupaciones internacionales, en muchos casos reciben apoyo moral -y sustancialmente económico- de los partidos «homólogos» extranjeros. El elector puede ver en qué medida esos modelos ya realizados le parecen atractivos. Por ejemplo, a cuáles de esos países se iría a vivir, transitoria o permanentemente. Esta reflexión puede llevar a una todavía más eficaz e interesante: cómo se siente el elector ante la perspectiva de que uno de esos países venga hasta él, es decir, se instale en España un sistema análogo.

5) La historia. No todos los partidos son nuevos; al contrario, muchos de ellos -con el mismo nombre o con otro- han existido y actuado en España en el pasado; algunos se jactan de su antigüedad. ¿Cuál es su hoja de servicios? ¿Qué han hecho cuando han tenido el Poder? ¿En qué medida han contribuido a la concordia, la prosperidad, la libertad, la justicia?

6) Las personas. La política no debe ser «personalista», no debe reducirse a la secuacidad de un conductor o jefe, caudillo, duce, führer, «benefactor», «gran timonel» o simple cacique. Lo que debe ser espersonal, realizada por personas y para personas, no abstracta, La calidad personal de los representantes de un partido tiene que ser un elemento capital para decidirse. ¿Se siente esimación, admiración, confianza? ¿Está cada uno de nosotros dispuesto a poner en las manos de un grupo de personas individuales la gestión de los asuntos públicos, la proyección política, la administración del país, el destino de España, en suma? ¿Qué efecto produce imaginar la lista de ministros de un posible Gobierno de cada uno de los partidos que solicitan nuestro voto?

Pero -se dirá- los partidos llevan ya actuando bastante tiempo. Desde las elecciones de junio de 1977 han estado legislando; han elaborado nada menos que la Constitución. ¿No basta con esto para saber a qué atenerse, para formar una opinión fundada sobre ellos y sus propuestas?

No; porque la labor de las Cortes ha estado enmascarada por eso que se llama el «consenso». Los partidos principales han tratado constantemente de llegar a acuerdos que se pudieran tomar por amplia mayoría, de manera que la Constitución representase una vasta zona de coincidencia de grandes porciones del país. Lo que cada partido es queda desdibujado. ¿No puede superarse esta dificultad? Creo que sí, y para ello hay que apoyarse en lo mismo que suscita el problema: hay que investigar la génesis del consenso.

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