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"Viridiana"

Fernando Savater

Kant dejó establecido que en este mundo no hay nada realmente bueno salvo la buena voluntad. En cambio, Hegel consideraba que éste era un punto de vista unilateral que trata de exhibirse como posesor de validez universal: «El esfuerzo de justificación por la recta intención es el aislamiento de un lado particular que se afirma como esencia subjetiva de la acción.» En la espléndida película de Luis Buñuel Viridiana encontramos una inolvidable ilustración de ambas posturas, con decantamiento final, más o menos irónico, hacia la opinión hegeliana. La subjetividad «buena», la consciente de haber huido al fin de los malos ejemplos de nuestros mayores y de las torpes pasiones de quienes nos rodean, la voluntad acrisolada en puro deber y respeto a lo más elevado tropieza con las restantes subjetividades «viciadas», volcadas a lo disgregador y lo destructivo. La buena voluntad sabe que es buena porque convierte en malas a todas las otras a su alrededor. Con el pretexto que da su rectitud y su respeto universal, se desata la orgía de la transgresión, la embriaguez, la violación, el crimen... La buena voluntad afloja las ataduras y brinda su ejemplo impecable, con lo que no consigue más que exasperar a los malintencionados. Entonces, melancólica pero firmemente, el kantiano da suelta al hegeliano que todos llevamos dentro. Pasamos de la moral subjetiva a la ética objetivada estatalmente, de la buena fe al peso de la ley, del penal abierto a las alambradas. Pese a todo, la buena intención permanece buena y a salvo, justificando moralmente todas las medidas tomadas para sofocar la rebelión del mal. Como ya nos advirtió Hegel, «la historia universal no es en modo alguno el lugar de la felicidad».El kantiano que ocupa puestos políticos suele ser un hegeliano que se ignora o se descubre a sí mismo demasiado tarde. Puede llegar a ser el hombre público más peligroso: ¡Dios nos libre de los césares de buena voluntad! Cuando el kantiano llega a desempeñar un cargo de mando traslada inmediatamente todo el peso de su recta intención al puesto que ocupa. En virtud de la buena intención de quien lo asume, el cargo debe hacerse respetable y bueno a su vez. Pues si algo había de malo en dicho cargo, qué otra cosa podía ser sino precisamente la mala voluntad de quienes lo ocupaban? La buena voluntad sólo reconoce como enemigo a la mala voluntad, no a un cargo, un papel jerárquico o una estructura de poder. La combinación perfecta para el mantenimiento del orden será lograr que funcionarios kantianos ocupen los puestos del Estado hegeliano. Una vez beatificada así la estructura de poder por la indudable recta intención de los que hoy la ocupan -tan distinta de las pasiones inconfesables y antidemocráticas que animaban a sus predecesores-, la violencia y el descontento deberían desaparecer de inmediato. Pero no es así. Al contrario, el horror se hace más intenso y multiplica sus desmanes. Es preciso buscar la causa de esto, que no puede residir más que en alguna mala voluntad, en tal caso en la de los súbditos. Efectivamente, a éstos se les concede autonomía y exigen independencia; se les comienza a reformar las cárceles para humanizarlas y ellos siguen obcecados en la amnistía... El funcionario kantiano descubre entonces que trata con desalmados. Y es que ino todo el mundo puede permitirse tener un alma, pues es ésta una exquisitez más fácil de paladear en el despacho de un ministerio que en la celda de una prisión. Rodeado y acosado por los desalmados, al kantiano sólo le queda el refugio de la estructura hegeliana que le sustenta: allí encontrará las armas adecuadas para imponer la buena voluntad, si no subjetiva, al menos objetivamente. Y comienza a sospechar el funcionario kantiano que quizá sus predecesores tampoco tuvieron realmente mala voluntad; quizá, como en su propio caso, hubieron de habérselas sencillamente con la perversa intención de los desalmados...

Malos, lo que se dice malos, siguen siendo los de siempre, lo mismo que en aquel célebre chiste de Mingote: al cielo, lo que se dice al cielo, sólo van a ir los de toda la vida. El fugaz espejismo de que la cárcel estaba llena. de infelices víctimas de la explotación capitalista o de esa nueva clase revolucionaria que tanto se echa en falta, ha dado paso a la cruel certidumbre de que en la cárcel lo que hay son criminales y sinvergüenzas, como siempre temimos: por eso la buena intención no basta y hacen falta penales de máxima seguridad, celdas, de castigo y batallones. antidisturbios. Tras el ilusorio cromo progre de un pueblo vasco con su peculiaridad injustamente pisoteada por el franquismo y resistiendo heroicamente en la guerrilla con las armas en la mano, surge la lúgubre realidad de virulentos separatistas antiespañoles entregados cerrilmente a la violencia desestabilizadora: se acabó, pues, la buena voluntad y quizá a Franco no le faltara del todo razón... Imagino el diálogo mudo que tendrá lugar dentro del funcionario-Viridiana cuando esté tomándose un güisqui en el bar de su ministerio: el hegeliano que se agazapa en el salón de mandos de su cabeza susurrará sarcásticamente al decaído kantiano que hay en su corazón: «¿Qué hace una buena voluntad como tú en un mundo como éste?» Y el resto es silencio.

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