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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Juan Pablo II, antes Wojtyla

«La vitalidad de la Iglesia, su imaginación creadora, la solidez de sus instituciones parecen indiscutibles.» Así resumía su posición el periódico más laico de Europa, Le Monde, de París, en un editorial publicado en primera página a las pocas horas de ser elegido Papa el cardenal Wojtyla. No menos distante de la Iglesia romana, el New York Times llegaba a una declaración editorial sin precedentes: «Nos parece pasmosa la capacidad de la Iglesia católica para encontrar su renovación.» Y el Times de Londres, defensor secular del anglicanismo irreconciliable, escribía: «Cuanto más consideramos lo ocurrido mayor nos parece la dimensión del acontecimiento.»Las reacciones de una prensa tan alejada de toda confesionalidad contrastan con la avalancha de lugares comunes y mala información con que se ha explicado por estas latitudes la llegada al pontificado del cardenal polaco.

En muchos casos todo se ha reducido a especular sobre si el nuevo Papa seria de izquierdas o de derechas, si iría más o menos lejos en el entendimiento con los partidos comunistas y cuál sería su actitud ante los problemas del matrimonio y de la vida sexual.

Este planteamiento simplificador contrasta con el de los analistas que entraron en seguida en las cuestiones de fondo: el nuevo despliegue de la Iglesia, planeado en los últimos diez años, con un triple frente en Africa, China y Europa del Este; la coherencia doctrinal de una comunidad de setecientos millones de creyentes; la defensa de los perseguidos y los desposeídos, frente a un catolicismo aliado en ocasiones al poder; la influencia de la acción no religiosa que la Iglesia vaya a desarrollar (derechos humanos, mediaciones de paz) en un fin de siglo tan fluido como el que va a coincidir, presumiblemente, con el pontificado de Juan Pablo Il. Etcétera.

El desarrollo del cónclave

Cinco cardenales alemanes y nueve norteamericanos podrían estar en el origen de la elección del arzobispo de Cracovia. La elección de un Papa no italiano, y por añadidura polaco, se puede plantear gracias al breve interregno de Luciani. El cónclave anterior es la ruptura de un sistema de consenso arraigado a lo largo de casi todo el siglo. Contra lo que algunos han pretendido, Luciani representaba la zona más renovadora del Vaticano (no de la Iglesia, ni de la curia, sino del Vaticano). Luciani es el candidato de un hombre clave, el cardenal Benelli. De un lado, Benelli es quien controla una gran parte de la maquinaria romana; de otra, es el debelador de la burocracia y de la rutina curial. Benelli, que no acepta el lema «ante todo la seguridad», es uno de los estrategas del despliegue hacia Africa y el mundo comunista. ¿Hay en el horizonte, de aquí al año 2000, una confrontación definitiva de lo que se ha llamado «las dos multinacionales del planeta»? Nadie podría asegurarlo. Lo que sí está claro es el propósito de la Iglesia de recuperar la iniciativa y volverla las fuentes. Para ello hay que volver al rigor evangélico, única fuerza que ha respondido a Roma a lo largo de los siglos. Pero hay que hacerlo, según los partidarios de Benelli, sin romper el tejido, tan delicado e indispensable, que la Iglesia extiende en más de medio mundo. La muerte súbita de Juan Pablo I corta el arranque de la nueva etapa. En las primeras votaciones del cónclave, Benelli reserva sus votos, más o menos veinticuatro, que aparecen en orden disperso. Pero cuando los alemanes y norteamericanos proponen la candidatura del cardenal de Cracovia, los votos de Benelli se lanzan en tromba y deciden la elección.

Por qué Polonia, por qué Wojtyla

El elegido tiene sólo 58 años. Sin antecedentes de enfermedad conocidos. Extravertido de carácter. No fumador, desinteresado por la gastronomía y el alcohol. Acostumbrado a una vida rigurosa (infancia pobre, seis años de resistencia activa contra los nazis), habitual del esquí y del remo. En el cónclave sí han contado esta vez los historiales médicos.

La segunda condición de los alemanes son los idiomas. Wojtyla habla seis, tres como el propio. Es necesario, además, abarcar un gran horizonte cultural. Se ha llegado a escribir que Wojtyla es un existencialista, probablemente sin conocer el alcance del término. La verdad es que Wojtyla se formó en el Angelicum romano; allí estudió el neotomismo de Garrigou-Lagrange. Sin embargo, no puede decirse que Wojtyla sea un tomista, como fue Pablo VI. Escribe un estudio sobre Scheler y ahonda en la filosofía de Husserl y en el personalismo fenomenológico. Es profesor de Etica en la Universidad de Lublin. Su actividad intelectual alcanza sobre todo la filosofía y las letras; especialista en Shakespeare y en San Juan de la Cruz, dedica tres cursos al materialismo dialéctico.

En la base del mensaje doctrinal del cardenal Wojtyla hay un rechazo doble hacia el materialismo del Este y el hedonismo del Oeste. No estamos ante un anticomunista visceral, sino ante alguien que simplemente, no cree en el comunismo.

Enfrentamiento y negociación

Con Wiszinsky, Wojtyla buscó y en parte logró un modus vivendi con el Estado comunista, «en defensa de los intereses fundamentales de la nación, sin comprometer los intereses fundamentales de la Iglesia». En 1966 el Gobierno polaco retiró el pasaporte a Wiszinsky, impidiendo que acudiera a Roma. Después, denegó por dos veces el acuerdo para que Pablo VI visitara Polonia. Pero a la hora de negociar, la tenacidad de la Iglesia se mide en siglos y su tozudez puede resultar desesperante. Gierek se ve obligado a pactar y en 1976 visita a Pablo VI en el Vaticano. «Al elegir a Wojtyla, escribe L. Unger, la Iglesia se ha dado un jefe acostumbrado a situaciones difíciles, capaz de flexibilidad en la táctica, pero intransigente en las cuestiones de principio.»

Un hecho a considerar: aquel año de 1966, Gierek hace saber a la Santa Sede que la jubilación de Wiszinsky no es aconsejable, porque el viejo cardenal es para el Gobierno polaco «el mejor interlocutor posible». Wojtyla es el destinatario de esa precisión. El cardenal de Cracovia aparece más como un luchador correoso que como un posibilista. Todavía ahora, dos semanas antes del cónclave, redactaba la carta pastoral en la que, con la firma de todos los obispos polacos, se pedía al Gobierno la abolición de la censura. Posiblemente el cardenal sabía que no hay dictadura capaz de pagarse ese lujo. Su gesto de denuncia no pasó inadvertido.

Ahora, transcurridas las primeras semanas de pontificado, hay nuevos síntomas para interpretar la dirección que vaya a tomar la cabeza de la Iglesia. Del primer mensaje de Juan Pablo II se han subrayado los términos más desafiantes: «Me dirijo a todos y, sobre todo, a los oprimidos por la discriminación y la injusticia: a aquéllos a los que oprime la organización política o económica, o la falta de libertad de conciencia.» Esta va a ser la primera nota de la nueva etapa: la discrepancia activa hacia los sistemas de opresión establecidos, y en esto algunos regímenes saben que Wojtyla no habla por referencias.

El regreso a las fuentes

La segunda nota característica se refiere a la distancia de la Iglesia respecto al mundo. Se trata de una actitud claramente expuesta en el testamento de Pablo VI: «No desposar al mundo -sus ideas, sus costumbres, sus gustos-, sino estudiarlo, amarlo, servirlo.» No habrá, con Wojtyla, Iglesia sumergida en el mundo, sino solidaria y a su servicio. Pero en planos bien diferenciados. En este punto toda fusión conduciría a la confusión, y la Iglesia tiene demasiados siglos para caer ahora en esa clase de tentaciones.

Otro gesto inicial a tener en cuenta: el anuncio del desarrollo del Sínodo de Obispos. Con Luciani, Wojtyla parece comprometido en la vía de la colegialidad. En éste y en otros puntos, sus intervenciones en el Concilio han sido decisivas. En 1974 el arzobispo polaco es elegido como uno de los tres prelados europeos a ocupar un puesto en el Consejo del Sínodo. La vitalización, aún pequeña, del Sínodo puede transformar la estructura jerárquica de la Iglesia con consecuencias de gran alcance.

Una última nota determinante: con el paso de Wojtyla a Juan Pablo II empiezan los problemas de la universalidad. Parece confirmarse, en palabras de J. F. Revel, una vuelta al sentimiento de lo esencial, frente a las demagogias progresistas y las demagogias reaccionarias. Es el regreso a la espiritualidad, a la religiosidad pura, más allá de la estrategia política o de los intereses contingentes. El problema consiste en que Juan Pablo II, un intelectual, un hombre de verdadero fervor espiritual, parece ser un hombre de soluciones claras y prácticas, un hombre de humildad y fortaleza capaz de arrollar los usos establecidos con la misma decisión con que arrollaba a los monseñores encargados del protocolo el día de su entronización. Aquel mismo día comenzaba su nueva misión repitiendo una y otra vez: «No tengáis miedo.» Y añadía lo que podría ser como el lema de su pontificado: «Reandemos el camino hacia el principio del misterio.»

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