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El sabio salvaje

A finales de los años veinte, Tuiavii, jefe samoano -apuesto caballero de expresión noble y serena, tal como se desprende de la foto que de él, su esposa y su cabaña incluye la edición-, visitó Europa con un grupo de etriólogos. Nunca se quedó, por supuesto. De regreso a Samoa, su preocupación fue ordenar las impresiones negativas que le produjo nuestro continente para ofrecérselas como revulsivo a sus paisanos/as. Erich Scheurmann recogió el recuento de Tuiavii y lo tradujo al holandés. Ahora, casi medio siglo más tarde, contamos con una versión castellana.Antropólogo y crítico social avant la leltre, nuestro hombre descubrió a la primera tantas y tantas cosas sobre las que descansa la compulsiva e injusta civilización de nosotros los papalagi, seres que un día quebramos el horizonte de cielo y mar de las islas samoanas (esta es, según una nota explicativa, la etimología de la palabra que da título al libro). La inhospitalidad de las ciudades, la falta de comunicación, la moral puritana, la explotación de clase, el fetichismo del dinero, la obsesión por la actividad rígidamente sujeta a horarios, la oposición campo-urbe, la sublimación de las propias frustraciones e inhibiciones en los espectáculos de masas, esto y mucho más aparece en los deliciosos textos de Tuiavii. Su prosa, directa y sencilla, está ribeteada de figuras que para sí quisieran muchos narradores. Así, por ejemplo, un timbre es, en sus palabras, «una elegante imitación de una glándula pectoral femenina». En cuanto a una calle animada: «He visto grietas donde había agitación todo el tiempo, y por las que una masa de gente fluía como grueso estiércol húmedo.»

El sabio salvaje

Tuiavii de Tiavea:Los papalagi Barcelona. Pastanaga Edicions, 1977. 44 páginas.

Bien es verdad que el jefe samoano parte para su crítica de unos presupuestos animistas y más o menos fatalistas. Pero claro está que el libro no hay que leerlo como quien lee a Reich o a Morin. El gran valor de Los papalagi es, primero, su inimitable frescura, y, segundo, el poder que tiene para hacer patente, sin más refinamientos intelectuales que unos ojos atentos y una gran capacidad descriptiva, nuestro esperpento cotidiano. Gracias, amigo sabio (¡cuánto hubieran dado por conocerte, digamos un Carroll o un Beckett!), por explicarnos a los occidentales, de manera tan sana y sabrosa, en qué consiste el malestar en la cultura.

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