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Tribuna
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Nacionalismo e independencia

En una reciente conferencia en el Club Siglo XXI, el profesor Clavero Arévalo ha dicho -muy acertadamente, a mi juicio- que la negación de las autonomías no sólo no evita los independentismos, sino que los estimula.«No se conocen casos -manifestó el señor Clavero- de desmembración de Estados que hayan concedido la autonomía, sino todo lo contrario, ya que el no concederla fomenta el independentismo.»

Otros muchos españoles piensan, por el contrario, que la autonomía de una región o nacionalidad no es sino el primer paso hacia la total independencia de la misma y que «hay que evitar a toda costa el primer peldaño s¡ no se quiere rodar hasta el fondo de la escalera».

Para mí, vistas las cosas desde Vasconia, tiene razón el ministro Clavero y no la persona -un ilustre prelado ya fallecido- a la que hace tiempo se atribuyó el símil de la escalera rodante.

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Está claro, para todo observador objetivo, que el problema autonómico vasco no admitía demora y que no se podía perder más tiempo sin exponerse a una intensa agudización del mismo. Tampoco es cosa que se pueda arreglar con buenas palabras: la gente vasca está ya demasiado concienciada para que una autonomía puramente nominal pueda tener éxito.

En la actualidad tres partidos vascos no legalizados se declaran expresamente «independentistas».

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En el horizonte político de este país, tal hecho debe ser considerado como un hecho nuevo, si no de un modo absoluto, sí por el volumen y la importancia que actualmente adquiere el mismo.

El nacionalismo vasco tradicional en su mayoría fue siempre mesurado en sus afirmaciones autonómicas y no excluyó en ningún momento la posibilidad de buscar fórmulas federativas compatibles con un adecuado desarreglo de la nacionalidad o etnia vasca.

El mismo presidente Aguirre me decía el año sesenta, pocas semanas antes de su muerte: «Nosotros somos nacionalistas porque afirmamos la existencia de la nacionalidad vasca y porque defendemos para ella el derecho de tener un estatuto político adecuado. Pero es falso que seamos separatistas, y la prueba de ello es que firmamos el Estatuto con la República, que era como firmar la unión con el Estado, y que por este acto fuimos criticados o atacados en el mismo Bilbao en octubre del año 36.»

En cuanto al modo de concebir la autonomía el nacionalismo es una cosa y el estricto independentismo, otra bastante distinta. Hay en esta cuestión muchos matices en cuyo análisis habría que entrar para hacer un examen rigurosamente científico de la misma.

El partido independentista -HASI- Herriko Alderdi Sozialista Iraultzailea, es decir, Partido Socialista Revolucionario del Pueblo- ha hecho hace pocos días, por boca de su secretario general, Alberto Figueroa, una declaración pública acerca de su postura en este asunto.

«Hemos decidido -afirma Figueroa- que queremos ser legales y vamos a actuar como si lo fuéramos. Pero no vamos a renunciar a la palabra «independencia» en los estatutos presentados, porque juzgamos que, de hacerlo así, eliminaríamos del juego político un elemento de presión para que la Constitución recoja el derecho de autodeterminación de las nacionalidades.»

Entendido de esta manera, el independentismo consistiría, pues, en la afirmación del derecho de una nacionalidad para autodeterminarse, tanto para mantener como para deshacer -si llegaba el caso- su nexo de unión con el Estado.

Este principio proclamado por los socialdemócratas rusos en 1908 fue desarrollado por Lenin en una famosa serie de artículos. Ahora bien, cabe preguntarse si, según esta presentación de Lenin, la afirmación del derecho a la autodeterminación es un paso irreversible hacia la independencia de los pueblos del Estado ruso o, por el contrario, un modo de evitar esa desintegración.

Lenin mismo se explica sobre este punto concreto: «El señor Kokoshkin -escribe en 1914- quiere convencemos de que el derecho a la separación aumenta el peligro de «disgregación del Estado», cuando, en general ocurre exactamente lo contrario. El reconocimiento del derecho a la separación «reduce» el peligro de disgregación del Estado.»

Y pocas líneas más adelante plantea Lenin su curiosa y significativa comparación entre el derecho a la autodeterminación de los pueblos, por una parte, y la libertad de divorcio de los esposos, por otra. «La libertad de divorcio -dice- no significa la "disgregación" de los vínculos familiares, sino justamente su "fortalecimiento" sobre los únicos cimientos democráticos posibles y estatales en una sociedad civilizada. Acusar a los partidarios de la libertad de autodeterminación de que fomentan el separatismo es tan necio e hipócrita como acusar a los partidarios de la libertad de divorcio de fomentar el desmoronamiento de los vínculos familiares.»

Nos encontramos, pues, con la sorprendente conclusión de que -mudando lo que haya que mudar- la idea del señor Clavero sobre el efecto aglutinante de las autonomías no deja de tener cierta analogía con el pensamiento leniniano en torno al tema de las nacionalidades dentro del Estado. Yo pienso, de todas maneras, que hay una gran parte de verdad en estos puntos de vista optimistas, que no por tales deben ser considerados como irreales.

El problema de las nacionalidades en el mundo actual debe de tener una solución y ésta no puede ser otra que la superación del viejo concepto jacobino del «Estado bola de marfil» -tan duro y hermético hacia dentro como hacia fuera- mediante la creación de un vasto sistema de autonomías solidarias dentro de los Estados y de unos mecanismos supranacionales -que cada día son más necesarios y urgentes- por encima de los Estados.

La balkanización de España y la de Europa entera por la Constitución de una docena de nuevos pequeños Estados «soberanos, unos e indivisibles» no sólo no resolvería en nada los problemas de los pueblos, sino que contribuiría a complicarlos enormemente.

Por esta razón, el independentismo neto, entendido al pie de la letra -tal como hay que entenderlo por la fuerza de las palabras- me parece un contrasentido histórico total y no me cabe en la cabeza que algunas mentes modernas y progresistas pudiesen ver el camino de la libertad de los pueblos en la multiplicación o proliferación de las fronteras políticas entre los mismos.

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