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Tribuna
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Respuesta a un diez por ciento

Publicábamos el domingo pasado en estas páginas una carta de Juan García Hortelano, Carta abierta a dos editores, en la que el escritor daba respuesta a la polémica suscitada entre Barral y Jaime Salinas. Hoy, el director general de Ediciones Alfaguara, , responde a aquella carta abierta.

Si me decido a contestar la simpática Carta abierta a dos editores, de Juan García Hortelano -el más simpático de nuestros novelistas contemporáneos-, es, ante todo, para darle gusto a él -digo gusto y no beligerancia- y posiblemente para hacer más amenos y divertidos estos aburridos y deprimentes días, que preceden a tan históricas jornadas. Contestación abierta, pues, a un escritor, a uno de nuestros más valiosos narradores, a uno de mis preciados colaboradores y, por encima de todo, a uno de mis más antiguos y más entrañables amigos.Querido Juan (Juan, digo, porque tienes nombre) y apreciado señorito (haciendo del dominio público esajerga nuestra, que espero que algunos sepan acoger con benevolencia):

Sabes mi peculiar penchant por las normas de urbanidad que, gracias a las aficiones marginales de mi padre, aprendí en un valioso manual redactado a principios de siglo por la Condesa Agatha. Mi convocatoria a rebato a los editores fue en forma de carta particular, no de manifiesto, dirigida no a los editores, sino a un reducido grupo de colegas, que en mi opinión podrían compartir conmigo esa irritada frustración que me causó leer las inanidades programáticas, no de varios partidos (como tú dices), sino de todos ellos sin excepción. Me dirigía a ellos como directores de unas empresas (la mayoría de ellas, sociedades anónimas) dedicadas a la reproducción de textos impresos, encuadernados bien fuera en rústica, tela o, por qué no, en piel, y, finalmente, a su difusión y venta. En mi opinión esa actividad está de alguna manera vinculada a una de las múltiples facetas de nuestra cultura. Hasta ahora no creo haber caído en ninguna trampa, incluso no tengo ningún inconveniente en confesar públicamente que soy un empresario, nombrado por un consejo de administración que, en mi caso, se muestra dispuesto a compartir y respetar mis preocupaciones.

Efectivamente la labor del editor es esquizofrénica y ambigua: vivimos del escritor (sin él no existiríamos), vivimos de la cultura (sin ella, ¿qué sería de nosotros?) «explotamos» (las comillas las puedes quitar, si prefieres) al párvulo, al estudiante, al catedrático, al jubilado que busca consuelo y compañía. Por último, al obrero, a los humildes marginados que jamás han tenido un libro entre sus manos. Explotamos, como no, con ese mísero 10 %, al escritor; con un 50, o un 30, o con un 25 % (y que me perdone mi eficaz director comercial, Manolo Portela, si me equivoco) al librero, al quiosquero. Como directores de empresa, indudablemente, abusamos de nuestros colaboradores y empleados. No hablemos del pobre traductor con su 2,5%. Impresores, encuadernadores, fabricantes de papel y tinta se consideran incomprendidos, cuando regateamos precios o ponemos el grito en el cielo ante la subida, no siempre en mi opinión justificable, del papel, la tela o el etcétera. Y tampoco quisiera olvidar cómo explotamos al agente literario -defensor por encima de todo, y por tan sólo un 10%, del escritor- a la firma de nuestros contratos. Y ¿el Ministerio de Hacienda seguro de que empleamos sutiles triquiñuelas para defraudarle?

En fin, mi querido Juan 10% García Hortelano, somos, como tú apuntas, unos tramposos, unos explotadores, unos opresores. Por ello, mi profundo sentimiento de culpabilidad me llevó a dirigirme a ese pequeño grupo de amigos y colegas que pensé que pudiera compartir ese complejo de culpabilidad. Ahora «liberados» (en este caso no quites las comillas) de la tiranía de cuarenta años de una dictadura, que sistemáticamente ha humillado a todo un pueblo. creí que podríamos pensar con más altruismo en la cultura. Pensar en tu 10%, naturalmente, pero también considerar que en España, en toda España, hay menos de doscientas bibliotecarias, que las bibliotecas -oficialmente estimadas en 10.000- son inexistentes, que las pocas abiertas al público carecen de medios adecuados para cumplir con sus más elementales servicios. Que a un estudiante o a un obrero o a un campesino no le queda más remedio, para leer un, libro, que entrar en una librería ( si existiera en su pueblo, en su campo o en su barrio) y gastarse sus pocas pesetas en la adquisición de un libro, libro que comprará en más de un caso por la astucia y la ambigüedad del titulo, por el colorido de su cubierta, y que, tras bregar con un lenguaje no siempre lúcido, con unas traducciones no siempre castellanas, se sentirá justamente explotado. El abaratamiento del libro, el hacerlo accesible al mayor número de lectores posible, es el deseo interesado de todo editor. El que todos los españoles dispongan de bibliotecas donde puedan leer esos libros gratuitamente, tengan tres años o noventa, es la responsabilidad del Estado. El Estado, según se nos está explicando en cuñas televisivas como si fuéramos tontos, está formado por representantés de partidos políticos democrática y libremente (creámoslo), elegidos por todos los españoles mayores de edad. Me sigue irritando, Juan, que ningún partido hable de tu 10%, ni hable de la gratuidad de los libros escolares, ni de la necesidad de un plan de creación de bibliotecas, de ampliación de las instituciones dedicadas a la formación de bibliotecarios. De que entre tantas siglas ninguna prevea presupuestos seriamente formulados, para elevar el nivel cultural de nuestro pobre país. Me preocupa doblemente, contradictoriamente, que ningún partido haya pensado en la nacionalización de la producción editorial, de la producción del papel, en la creación de distribuidoras estatales para difundir nuestros libros, tanto dentro del Estado español como del extranjero. Que ninguno de ellos hable de la Editora Nacional.

Me irrita que nuestros Institutos en otras tierras sean poco más que clubs de reuniones para gachupines. Me entristece que no se prevea ayuda estatal para la creación y promoción de editoriales en las otras lenguas del Estado español. Me entristece que estudiantes u obreros, que quieran ampliar o profundizar sus conocimientos, tengan que emigrar a otros países en los que existen bibliotecas para todos y en los que tu 10% se vería enriquecido automáticamente, mediante unas maravillosas computadoras, desde el instante en que cualquier inocente lector optara por llevarse uno de tus libros a casa para devolverlo a los quince días (para tu «Mary Tribune» podría incluso pedir una prórroga y quedárselo quince días más).

Como ves, Juan, me preocupan muchas cosas, muchas más que no digo y que posiblemente sean más urgentes. Como ciudadanos, el 15 de junio vamos, de algún modo, a firmar un contrato con un partido. La abstención, a mis cincuenta años pasados, es un lujo que no me puedo pagar. Te confieso que en estos momentos me siento como tú: no encuentro partido que me convenza, no hay ninguno que me ofrezca, en el mejor de los casos, más del 10%. Pero voy a votar, sin entusiasmo, con poca convicción, con alguna esperanza de que un día nuestro mundo esté bien hecho y que todos podamos disfrutar del 100%.

Y para terminar, para tranquilizarte, quiero que sepas que esa convocatoria no ha encontrado el eco que yo esperaba. Por el momento parece que el escepticismo abstencionista de mi más grande amigo, Carlos Barral, señorito de señoritos, ha ganado la partida.

Que quede entre nosotros, Juan: me he pasado del masoquismo al sadismo.

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