Pena de muerte y aborto
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Salamanca
Me propongo en el presente artículo recordar, exponiéndoles críticamente, cuáles son los argumentos a los que se acude -dentro del campo del Derecho Penal- para apoyar o para combatir la pena de muerte; también, y de forma marginal, voy a ocuparme del problema del aborto.
I
A favor de la pena de muerte se alega, en primer lugar, que su existencia y aplicación son necesarias para la protección de la sociedad: el Estado, cuando ejecuta a un criminal, actúa, por consiguiente -eso se dice-, en legítima defensa. Este argumento es demostrablemente falso: las numerosas estadísticas de que disponemos de países en donde se ha abolido la pena de muerte indican la inutilidad de este castigo, indican que su supresión nunca ha traído consigo un aumento de la criminalidad capital.
En ocasiones, en cambio, la pena capital lo que hace es provocar, en vez de impedir, los delitos sancionados con ella. Ello es probablemente lo que sucedió en Madrid, en otoño de 1975, cuando las ejecuciones por los asesinatos de unos agentes de la autoridad parece ser que fueron las que condicionaron, el 1 de octubre, que otras personas cometieran precisamente los delitos que se querían prevenir con los fusilamientos. La sangre derramada por el Estado quizás no sirviera para reforzar la prohibición de matar, sino para todo lo contrario: para confirmar que se podía matar. La enorme atención que forzosamente despertaron, a escala universal, los ejecutados parece que no tuvo efectos disuasorios, sino otros bien distintos: los de que nuevos exaltados buscaran, cometiendo los mismos hechos, el protagonismo asegurado que pocos días antes había rodeado a los condenados a muerte.
Igualmente, en el caso Gilmore, es fácil que nos encontremos ante uno de aquellos supuestos, estudiados por los sicoanalistas Alexander, Staub y Reik, en los cuales la pena no evita, sino que es precisamente la que atrae al delito: los sentimientos inconscientes de culpabilidad procedentes de la etapa edípica hacen surgir en el sujeto una necesidad de ser castigado; para ello, nada mejor que cometer un delito que pueda servir de pretexto para justificar, a nivel consciente, la pena que se desea sufrir por la culpabilidad infantil reprimida. En situaciones así, por consiguiente, la sensación de culpabilidad no es la consecuencia, sino, por el contrario, la causa de la comisión del delito. Dentro de este contexto tal vez pudiera hallarse explicación, a la conducta de Gilmore, tan difícil de entender a nivel racional, de luchar desesperadamente por conseguir su propia ejecución.
Pero dejemos ya los casos concretos y volvamos a planteamientos más abstractos. Del rechazo del primer argumento a favor de la pena de muerte: del de su utilidad, surge, necesariamente, un primer argumento en contra: la pena de muerte debe ser abolida porque es ineficaz.
II
Un segundo argumento a favor de la sanción capital parte de fundamentar la pena y, en general, todo el Derecho Penal en la idea de la retribución: el delincuente que no ha respetado la vida ajena debe ser retribuido -se dice- perdiendo su propia vida; esa es la expiación justa por la falta cometida. Este argumento no puede convencer porque se basa en una concepción de la pena y del Derecho Penal que es falsa.
La retribución con una pena por el delito cometido sólo estaría justificada si se pudiera demostrar que el criminal concreto fue libre al actuar, que igual que cometió el hecho punible podía también haber dejado de cometerlo. Sucede, sin embargo, que eso es algo que precisamente no se puede demostrar. Como he escrito en otro lugar, «el comportamiento humano está condicionado por tal infinidad de factores biológicos, sicológicos y sociológicios que ninguna persona puede determinar si -y cómo han influido esos factores en el acto de otra persona». El libre albedrío, escribe Mitscherlich con razón, «es un invento de nuestra autoidealización infantil, que nos dota de una omnipotencia que precisamente no poseemos... El juez proyecta sobre el delincuente el (comprensible) deseo de la sociedad de verle castigado, atribuyéndole una capacidad que debiera poseer. Si la tuviera, si fuera el monstruo 'frío', helado, sin sentimientos y cínico del que frecuentemente se habla, entonces la sociedad podría castigarle sin tenerse que hacer reproches y sin sentirse implicada por la aparición de la inhumanidad criminal».
Como la pena estatal no puede tener, por consiguiente, un sentido retributivo sostenible -sólo sobre la base de un indemostrable libre albedrío-, de ahí se sigue que su fin no puede ser otro que el de proteger a la sociedad, previniendo, en lo posible, la comisión de delitos. Y de ahí se sigue, a su vez, que del rechazo de este segundo argumento a favor de la pena de muerte: el de que es justa retribución por el crimen cometido, surge, necesariamente, un ulterior argumento en contra: la sanción capital debe ser abolida porque, al, ser la auténtica finalidad de la pena la prevención del crimen, es ¡legítima en cuanto que, como hemos visto ya, sirve para cualquier cosa menos para impedir la delincuencia.
III
«Yo estoy en contra de la pena de muerte, con tal de que empiecen por abolirla los asesinos», interrumpió una voz del público a un orador que, en la Asamblea Francesa, en un debate parlamentario sobre la pena de muerte; la había combatido brillantemente.
En los últimos años esa frase ha sido utilizada con frecuencia por nuestra prensa más reaccionaria como argumento para exigir y para justificar las ejecuciones de penas de muerte en los momentos político más tensos del final de la era franquista. Pero es elemental que si esa frase sirve para algo es para argumentar en contra de la pena de muerte; pues si el asesino lo es porque ejecuta penas de muerte que debería empezar por abolir, entonces todo aquel que hace lo mismo tiene que soportar que se le califique de igual manera. Como he dicho en otro lugar -y pido perdón por esta segunda autocita-, «lo que nos da autoridad sobre -y nos diferencia de los delincuentes es precisamente que a nosotros sí que nos importa la vida de los demás».
IV
Para terminar, quiero exponer cuál es mi opinión frente a una tesis que frecuentemente se formula en los coloquios sobre la pena de muerte: la tesis de que si la pena de muerte es ilícita porque lesiona el principio del respeto a la vida humana, igualmente y por los mismos motivos debe seguir prohibido el aborto. Creo que una cosa no tiene nada que ver con la otra y quiero adelantar, también, que cuando en lo que sigue me refiera a ciertos sectores católicos excluyo de ellos, expresamente, a personas como la del admirable monseñor Iniesta quien, en otoño de 1975, con un coraje civil que no se puede olvidar y que no se olvida, supo afrontar situaciones de riesgo personal para alzar públicamente su voz contra los fusilamientos.
Hecha esta salvedad y volviendo al tema, no puedo aprobar, en primer lugar, que muchos católicos hablen de derogar la pena de muerte sólo en conexión con el mantenimiento del aborto en el Código Penal y que, con ello, despierten la impresión de que lo que les interesa realmente no es tanto la supresión de aquélla -a la que sólo dedican una atención coyuntural- como el conservar el aborto en el catálogo de delitos. En segundo lugar, no alcanzo a comprender, -y lo digo con el máximo respeto- que la jerarquía católica no haya condenado abierta y colectivamente la pena de muerte, a pesar de que significa la supresión de lo que son seres humanos inequívocos y que, en cambio, insista constantemente en rechazar el aborto, que supone únicamente la eliminación de algo que no se sabe muy bien lo que es, que en las primeras semanas posiblemente no pasa de ser un coágulo de sangre y que hasta los tres meses da un electroencefalograma plano, prueba esta a la que se acude precisamente para confirmar la muerte de una persona.
Si se habla con propiedad, el embrión no es un ser humano, sino sólo una esperanza de que puede llegar a serlo. De ahí que la prohibición del aborto no pueda justificarse dentro del marco del principio del respeto a la vida de la persona, sino únicamente en base a la doctrina católica de que constituye un crimen gravísimo todo intento de controlar la natalidad: desde las prácticas anticonceptivas hasta el aborto. Siento el máximo respeto por esa doctrina; pero no la comparto. Pues dado que después del nacimiento se contrae con ellos una responsabilidad irrenunciable, pienso que son derechos fundamentales de la persona el de determinar sí y cuántos hijos quiere tener, y el de poder llevar, no obstante y al mismo tiempo, una vida sexual razonablemente satisfactoria. Por consiguiente y resumiendo: seres humanos, cuya vida debe ser respetada como principio absoluto, no son ni los espermatozoides, ni los coágulos de sangre, ni lo que da un electroencefalograma plano: seres humanos son los seres humanos. Punto.
Por ello, y porque pertenecen a dos contextos distintos, de los argumentos en contra de la pena de muerte no puede extraerse ninguna consecuencia aplicable al problema del aborto.
V
Precisamente en estos momentos en que grupos extremistas han tratado de llevar al país a un caos semejante al que reina en sus mentes, hay que ser conscientes de que sólo se les puede combatir enfrentándose a ellos con la madurez, con la serenidad y con la racionalidad; con la madurez, con la serenidad y con la racionalidad necesarias para, por ejemplo, desenmascarar a la pena de muerte como un castigo injusto, cruel e ineficaz y para proclamar que, por ello, debe desaparecer: aquí y ahora, de raíz y para siempre.
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