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La Monarquía de la reforma

Estoy escribiendo este artículo, prácticamente en el tiempo justo en que se cumple el primer aniversario del juramento del Rey Juan Carlos I ante las Cortes españolas. Y lo hago, después de releer el primer mensaje de la Corona, que oí en aquella ocasión con singular emoción. Un acierto pleno del joven Rey que dio claramente en la diana de las ilusiones y las esperanzas del pueblo de España.Y ¿por qué fue tan esperanzador aquel discurso? Porque España vio en el Rey, por encima de todo, el deseo de servir a su pueblo, en el tiempo y en las circunstancias que ese pueblo estaba viviendo. Porque supo conectar plenamente los deseos conjuntados y perfectamente armonizables de continuidad y de cambio, el respeto a la historia y la ambición de futuro, la conciencia de los problemas y la voluntad de afrontarlos, la existencia de discrepancias y la necesidad de concordia... Porque el pueblo le sintió efectivamente capaz de abrir una nueva etapa en la historia de España, cuando otra etapa se cerraba con la muerte de Franco... Y tuvo confianza.

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Ha pasado un año. Por unas u otras razones, la reforma política, que ya entonces se veía como necesaria y urgente, se ha retrasado quizá más de lo que hubiera sido conveniente, y sus momentos cruciales están coincidiendo con este aniversario. El Rey ha cumplido con algo de lo que iba implícito en su mensaje, y va a ofrecer al pueblo una opción de reforma, como primera fase de la otra más amplia, que debe conducir a la estructuración y consolidación de una Monarquía democrática y social, basada en la participación del pueblo y con el objetivo de lograr una sociedad cada vez más justa.

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Cuando he titulado este artículo «La Monarquía de la reforma», es porque quiero que lo sea en toda la amplitud que el concepto tiene y con todas las exigencias que son connaturales a los problemas de nuestro pueblo, con toda la espléndida ambición que se contenía en el mensaje de hace un año.

«Una sociedad libre y moderna -decía el mensaje- requiere la participación de todos en las fases de decisión, en los medios de información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional. Y un poco antes había declarado que «la Corona entiende como deber fundamental el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, cuyo fin es asegurar a todos los españoles las condiciones de carácter material que les permitan el ejercicio efectivo de todas sus libertades».

Son conceptos en los que va implícita la necesidad de una doble reforma, o, si se quiere, de una reforma que contemple de un lado los aspectos políticos y de otro los aspectos socioeconómicos del problema. Hay en el mensaje la raíz de una reforma política que facilite la participación y las libertades públicas de todos los españoles, y hay también la conciencia de la necesidad de remover, de cambiar las condiciones materiales, es decir, la situación económico-social que, a pesar de los avances de los últimos años, dificulta todavía para muchos españoles, el ejercicio efectivo de sus libertades y de su responsable participación en todos los ámbitos políticos, económicos y sociales de la nación.

Con habilidad y decisión la Monarquía ha dado cima, precisamente al cumplirse el primer aniversario de su instauración, a la primera de las fases de la reforma, política. Estoy plenamente convencido de que el pueblo español, con respeto para lo que se modifica, pero también con realismo, sin nostalgias ni resentimientos, va a conceder su refrendo plenamente mayoritario a la apertura de este proceso de reforma, hecho desde la legalidad y desde el normal funcionamiento de las instituciones del Estado, en la paz y concordia que auspiciaba el mensaje de la Corona.

En cualquier caso, esta va a ser la Monarquía de la reforma. Pero yo espero que lo sea en la más amplia medida y llegando a las raíces de los problemas de España. La reforma no va a quedarse en los aspectos formales de la articulación de la democracia. Tiene que llegar a los aspectos reales, como decía el mensaje de la Corona, tiene que hacer «cada día más cierta y eficaz» la participación de los españoles. Y no sólo en las instituciones políticas, sino también «en los medios de información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional».

Para ello es importante el cambio político, pero es necesario también el cambio social, es decir, la modificación de las condiciones materiales que condicionan el ejercicio efectivo de las libertades y la participación de los españoles. La Monarquía no tiene que ser sólo democrática, tiene también que ser social. Y será tanto más democrática cuanto más profundicen los problemas sociales. Y será tanto más fuerte, cuanto, al profundizar en la solución de esos problemas sociales, más se identifique con el pueblo.

En varias ocasiones, memorables para mí, tuve el honor de acompañar al entonces príncipe de España en la inauguración de obras o presidencia de actos de marcado carácter social, y de promoción al servicio de la mayor igualdad de los españoles. Y tuve ocasión de comprobar cómo calaban en su espíritu los problemas que en aquellas ocasiones le planteábamos, y la realidad viva que allí se ponía de manifiesto.

En una de estas inauguraciones, con la sincera crudeza que alentaba siempre su cordialidad y su comprensión, resalté como la Monarquía española se había hecho fuerte uniéndose al pueblo, a los municipios y a las ciudades, en su lucha contra los privilegios de los poderosos, defendiendo los derechos y las libertades de los simples ciudadanos frente a los posibles abusos de quienes se encontraban amparados en posiciones sociales de ventaja, y cómo se había debilitado al hacerse cortesana y palaciega, al interponer entre el rey y el pueblo la barrera de las camarillas, los compromisos y los intereses. De ahí mi conclusión de que la Monarquía tenía que ser, ante todo y sobre todo, una Monarquía del pueblo, una Monarquía en la que el pueblo se viera representado y defendido, por encima de cualquier interés o presión de grupo o de clase.

La cordialísima y especial felicitación que entonces recibí del príncipe de España fue, para mí, anticipo de las afirmaciones contenidas luego en el mensaje del Rey, de que nadie esperara de él un privilegio o una ventaja, que lucharía por hacer efectivas y reales las libertades de los españoles, por hacer posible su participación responsable no sólo en los ámbitos políticos, sino en la cultura y en el control y reparto de la riqueza.

Por ello, ahora, al hacer unas consideraciones sobre el primer año de la Monarquía y el primer paso importante hacia la reforma, en servicio del Rey, de la Monarquía y, sobre todo, del pueblo español, he querido plasmar este objetivo de que la actual pueda ser llamada en el futuro con toda justicia la Monarquía de la reforma, de la reforma política y del cambio social, la Monarquía que haga posible cada día una mayor, igualdad de todos los españoles no sólo en la participación política, sino en el reparto de rentas y riquezas, y en las oportunidades para que cualquiera pueda llegar en la proporción cultural, económica y social, tan alto como merezcan su capacidad, su honradez y su esfuerzo.

Lo cual, por supuesto, no puede ser sólo obra del Rey. El Rey tiene que ampararla y propiciarla, pero la tarea es nuestra, de todos los españoles. El protagonismo es del pueblo entero de España.

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