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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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En torno al nacionalismo vasco

En la España de los años pasados la verdad oficial era ésta: «No existe un problema vasco». Hoy los hechos son ya tan patentes y tan estruendosos que no creo que nadie se atreva a seguir sosteniendo tal «verdad».El silencio impuesto sólo ha servido realmente para enconar y radicalizar la problemática autonomista del pueblo vasco. Y otro tanto puede decirse, según creo, del problema catalán, del gallego, del andaluz y aun, si me apuran, del problema castellano. Son problemas y casos muy distintos, pero que nacen de un fondo común: la pervivencia secular de las nacionalidades peninsulares, aquel «fuego bajo la ceniza» al que proféticamente aludía, ahora hace justamente cien años, don Francisco Pi y Margall, al referirse a la supresión de los Fueros vascos, en aquel entonces recientísima.

A muchos españoles aferrados: al modelo de importación francesa del «Estado-nación» como única interpretación legítima de España se les hace intolerable el empleo de la palabra «nacionalidad» para calificar a las distintas unidades étnicas peninsulares. Que se hable, por ejemplo, de «nación vasca» es para ellos un claro síntoma de separatismo, un delito y casi un pecado. Prefieren utilizar el término regionalismo, el «sano regionalismo», que casi nunca se tradujo en nada práctico ni profundo.

Creo, sin embargo, que todos nos entenderíamos mejor si empleásemos un léxico más contudente. Con eufemismos no se va al fondo de las cosas. A mi juicio, para hablar con claridad del problema vasco es mejor que empleemos paladinamente los términos «nación» y «nacionalidad» vasca. Esto puede ofrecer algunas dificultades al principio, pero luego todo resulta mucho más claro.

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En definitiva, la palabra «nación» viene de «nascere», y más remotamente de la raíz «gen», a través de «gnascere». Es, por tanto, una palabra genesíaca. «Región», en cambio, viene de «regere» y constituye un simple término administrativo o, a lo sumo, geográfico-administrativo, con el que se puede hacer lo que se quiera. (Recuérdese a este propósito los últimos abominables mapas de la pretendida «regionalización» española.)

La nación es, en efecto, un medio generador con raíces bio-culturales propias y que engendra un determinado tipo de hombre (por ejemplo, Andalucía es clarísimamente una nación). Como todo lo que se refiere a la generación, la nación primaria es un hecho profundo y no puede ser reducido a dimensiones puramente ideológicas, como lo es la nación secundaria, producto del Estado y de los medios coercitivos de éste (escuela, legislación unitaria, administración centralizada, etc., hacen la nación secundaria).

Respecto al tema de las nacionalidades peninsulares, la confusión viene en gran parte de los «avatares» sufridos por la palabra «nación» en el curso de las batallas ideológicas de los siglos XVIII y XIX. Toda gran batalla ideológica va, en efecto, acompañada de una batalla semántica, en la que los nuevos ideólogos toman por asalto las palabras establecidas y las cambian revolucionariamente de sentido. Así lo hizo la revolución liberal burguesa y así lo hace ahora también la revolución socialista.

La palabra «nación» fue literalmente «ocupada» por el jacobino francés el 17 de junio de 1789. Desde entonces ya no se puede hablar de nación si no es en función del Estado, porque la nación ha sido absorbida por el Estado-nación, convirtiéndose en un término puramente retórico. Hoy nación quiere decir Estado, como se ve en todos sus derivados. Así, nacionalizar siginifica pasar a poder del Estado; escuela, nacional es la escuela estatal; la palabra «internacional» no expresa otra cosa que lo interestatal o inter-estático. Y así sucesivamente.

Ahora bien, desde el punto de vista de la nación generativa, Vasconia no solamente es «nación», sino que no ha cesado de dar pruebas de que es también «nacionalidad», es decir, nación con conciencia y voluntad de ser y de existir, de conservar y desarrollar su propia personalidad.

Desde este mismo punto de vista yo me atrevo a pensar que la disolución y confusión de la nación castellana dentro de lo español ha sido un gran mal. Julián Marías tiene completa razón, a mi juicio, cuando dice que hay que rectificar la interpretación «castellanista» de España; pero él, como castellano inteligente que es, debe saber también que es asimismo necesario acabar con la interpretación «españolista» de Castilla. Porque Castilla es una de las naciones peninsulares que peor suerte han corrido y más duramente han pagado el precio de la centralización. Creo que sería necesario que en este momento surgiera en Castilla un nacionalismo que la defendiera de la destrucción que la amenaza.

Pero, ¿qué es el nacionalismo? He aquí una tercera palabra que abría también que definir. En nuestro caso yo entendería por racionalismo la actitud que depende la pervivencia y el desarrollo de una nacionalidad primaria frente a la presión de la nacionalidad secundaria que se le quiere imponer por la fuerza del Estado. ¿Puede alguien negar la justicia de esta actitud?

Lo que algunos niegan es, por lo menos, su actualidad, su modernidad. El mundo está empezando a vivir, sin embargo, la .poca de lo supranacional, es decir, de lo supraestatal. No está lejano el tiempo en que muchas de las actuales fronteras tendrán que renunciar a su actual hermetismo. El concepto de la soberanía del Estado tendrá también que evolucionar profundamente para poder sobrevivir. Las ideas que expongo no responden, pues, a una visión retrógrada y caduca, sino a una corriente completamente actual, mucho más viva y moderna que la del senil jacobinismo al que, paradójicamente, se agarran algunos de nuestros presuntos tradicionalistas.

La palabra «España» o «Hispania» es también, en efecto, uno de esos términos que han sufrido una «ocupación» ideológica determinada. Para mí, España, mucho más que un Estado-nación, es una comunidad «simbiótica» de pueblos. He escrito «simbiótica» y mantengo la palabra aunque resulte un poco rara, porque es quizá la más, apropiada para decir que, por toda clase de razones vitales -económicas, demográficas, geográficas, culturales, excesos pueblos necesitan vivir unidos comunitariamente, en el sentido profundo y no puramente contractual de la palabra.

Pienso, pues, que España no puede ser el simple resultado de un pacto, como parece desprenderse de la interpretación que algunos dan al federalismo pimargalliano. Creo que mi concepción va mucho más lejos y es más profunda que un simple federalismo político.

Ahora bien, hay que reconocer que la autonomía vasca, lo mismo que la catalana, tiene muy mala prensa en parte de la población del Estado español. Ello se debe, sobre todo, a la intención que se les atribuye a Cataluña y Euskadi de que, además de ser los pueblos más ricos, que encuentran sus mercados y su fuerza de trabajo en los más pobres, pretenden ahora, a través de las autonomías, lograr una situación de privilegio económico más acusada aún. Creo que esta argumentación es completamente razonable y que ningún nacionalista vasco podría oponerse a ella sin faltar a lo que hoy es, o debiera ser, la moral de las naciones.

Nosotros, los vascos, defendemos nuestros derechos forales que nos fueron arrebatados por la fuerza, por la imposición, y exigimos que nos sean devueltos en una forma moderna o actualizada. Pero no existe derecho, por sagrado que sea, que no esté sometido a las exigencias de la justicia.

Una comunidad de pueblos exige una comunicación de bienes. Si en el Estado español llega a implantarse, como esperamos, un sistema de autonomías que se adapte a las exigencia- y a las necesidades de cada pueblo, estas autonomías no podrán significar en ningún caso la explotación, más o menos encubierta, de unos pueblos pobres por unos pueblos ricos. Una fórmula para el trasvase generoso de bienes de todas clases entre esos pueblos tendrá que ser establecida. He aquí algo a lo que un nacionalismo vasco bien entendido no podría, a mi juicio, oponerse.

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