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El final del exilio interior

El sensacionalismo periodístico de que por primera vez en la historia el Rey de España pise tierra americana no debe hacer olvidar otra cuestión que tiene mucha mayor entidad política. Y es que después de cuarenta años, España tiene un Jefe de Estado que puede salir al exterior.Franco sabía perfectamente que su imagen internacional era negativa. Sus escasos viajes -Hendaya, Bordighera, Portugal- son un magnífico compendio de la historia de un largo aislamiento, de una incurable soledad política. España ha padecido duramente cuarenta años las secuelas de una guerra civil frente a la que nadie podía permanecer neutral. Y las características antidemocráticas del Régimen han sido por todo ello motivo de acoso, de protesta y de deterioro de nuestra presencia en el mundo.

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Que Felipe Il se limitara a pensar que en sus dominios no se ponía jamás el sol o que Carlos III no viajara a ultramar, estaba perfectamente ajustado a las costumbres de la época. No era frecuente, en el pasado, que los soberanos emprendieran largos viajes fuera de sus metrópolis. El sistema de comunicaciones no permitía sino conocer los países limítrofes y respecto a ellos solían existir casi siempre contenciosos y diferencias. No se había inventado el contacto habitual de los mandatarios como forma de relaciones públicas y de acercamiento diplomático. Las reuniones de alto nivel servían para declarar la guerra, establecer una alianza militar o firmar una paz. Hoy en día sirven para obtener crédito moral, vender maquinaria y estrechar las relaciones culturales. Es otro lenguaje porque son también, otros tiempos.

Precisamente por ello el aislamiento. que España ha padecido a lo largo de estos cuarenta años ha sido muy grave y nocivo para nuestros intereses. Las circunstancias nos han obligado a ser un país anormal. Una sociedad que se defendía de las injerencias extranjeras, que inventaba la existencia de una anti-España para descargar al sistema político de sus responsabilidades y atribuírselas al pueblo, y que se había acostumbrado a ver nuestras delegaciones consulares apedreadas, el nombre de nuestro país alquitranado en las paredes y sus símbolos convertidos en arma de agitación. Justo en los años en los que todos los pueblos se abrían a grandes intercambios y contactos, nosotros nos veíamos forzados a descender a las grandes profundidades del exilio interior. Nunca valoramos bastante eI precio que ello nos ha supuesto. Incluso en lo que pueda tener de mínimamente positivo a la hora de calcular las contrapartidas producidas por la originalidad de un sistema autoritario que se creía en condiciones de darle lecciones al mundo de lo que iba a ser el futuro de la humanidad. En cualquier caso, esta etapa ha concluido. Ahora el Jefe del Estado español ya no vive forzado por la imposibilidad de asomarse al exterior. Ni tiene sólo sus amigos en Pinochet, en Sttoesner y demás compañeros de Iberoamérica. Se podrá ser proamericano o antiyanqui. Pero, de lo que no cabe duda es de que el viaje del Rey a los Estados Unidos cancela toda una época de desprecio y desconsideración.

Areilza ha dicho que el Rey hará muy pronto nuevos viajes. Falta hace. Cuarenta años de anormalidad diplomática son una seria hipoteca para cualquier país. Mucho más para el nuestro, que no ha visto aparejado su progreso industrial con su desarrollo político y con su crédito cultural y económico en el mundo. Ha habido toda una época en la que los únicos embajadores de la creatividad española eran sólo los exiliados. No está nada mal ponerle siete llaves al sepulcro de tales recuerdos y aceptar la cultura como lenguaje de fraternidad entre los pueblos.

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