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Hinchada hay una sola

El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad

Martín Caparrós
Hinchas argentinos en Doha, Qatar, antes de la final contra Francia.
Hinchas argentinos en Doha, Qatar, antes de la final contra Francia.Fernando Gens / Télam (Fernando Gens / Télam)

Un cantito a Villoro:

Como sabes, Granjuán, Argentina ya es campeón mundial. De fútbol todavía no —eso habrá que tramitarlo mañana— pero sí de hinchadas: si para algo sirvió este campeonato fue para que el mundo se apiadara de Messi y se rindiera ante la fanaticada azul y blanca. (Notarás que, en un esfuerzo demagogo, acabo de escribir “fanaticada”: qué palabra turbia. Pero “parcialidad” suena a expediente, “la afición” a un español con puro y carraspera y “los seguidores” me recuerdan al Correcaminos.)

Se murmuraba, no se proclamaba. Ya hace mucho que nuestra mayor exportación cultural son los cantitos de cancha, que se corean desde el Azteca al Yokohama, pero en estos días ha quedado sentado que nadie hincha como los argentinos: numerosos, fervorosos, tesoneros, vocingleros, grandes maestros de la superstición en acto y otras formas de creernos que participamos. Grandes maestros, también, del fútbol como epopeya y drama.

Es un triunfo: parece que hemos encontrado algo donde nadie nos discute y estamos encantados de llevar esa medalla —y hacemos todo para conservarla—. Ahora los medios patrios rebosan de historias de hinchas que se hipotecaron o perdieron el coche o la novia o el trabajo para sentirse parte de esta gesta. Así, consolidan la idea de que “ningún país vive el fútbol como la Argentina”. Y se arma el círculo: hinchamos bien porque somos buenos hinchas y ahora hinchamos mejor porque todos creen que somos buenos hinchas y entonces más se creen que somos buenos hinchas y entonces hinchamos mejor y así de seguido. Como se grita siempre en nuestras canchas: “Hinchada,/ hinchada,/ hinchada hay una sola./ Hinchada es la argentina,/ las demás hinchan las bolas”.

Así, en las calles de Qatar se pasea la vanguardia de este movimiento ―y millonarios y lobbistas y periodistas y políticos― pero las calles argentinas se inundan de alegría: tú hablabas, ayer mismo, de la Abuela transformada en amuleto. Porque más allá de ese nuevo orgullo nacional, —el hinchismo o hinchamiento o hinchería superiores— hay algo más central, que es pura hipótesis berreta y espero me perdones: se diría que hace mucho que los argentinos querían alegrarse por algo, sentirse unidos, querer a alguien todos juntos sin reparos, querer algo que se puede conseguir. Se podrían pensar, quizá, metas más influyentes, objetivos que mejoren las vidas; si no los encontramos nos queda el fulbo —que no las cambia pero las endulza—.

Porque su arma secreta es su capacidad de convertirte, por un rato, en un ser a quien lo único que le importa es eso que les pasa a esos muchachos sobre ese pasto bien cuidado. Es lo que alguna vez llamé “mi espacio de la salvajería feliz”, el momento en que suspendo el juicio y mis formas habituales de mirar el mundo y me concentro como casi nunca en eso que, a fin de cuentas, no me cambia nada. Lo hago, como tantos, pero reconozco mi incapacidad para prolongar ese momento: al rato se me pasa y mi vida vuelve a ser mi vida. La clave del hincha verdadero es que consigue que esos 90 minutos configuren su vida.

Y el problema, también, es definir al “hincha verdadero”. Muchas veces los que ocupan ese lugar en la escenografía y la liturgia son los “barrabravas”, esos señores que trabajan de hinchas, que forman grupos mafiosos que reciben dineros y prebendas de los dirigentes de los clubes para mantener el orden ―que ellos mismos amenazan— y que controlan en la cancha los robos, drogas, entradas falsas, estacionamientos y viven de todo eso —tan bien que pueden, por ejemplo, trasladar sus negocios a Qatar para la temporada—. Por desgracia suelen ser el corazón de las hinchadas, los que crean los cantitos, los que marcan el ritmo con el bombo, los que producen la mitología. Yo fui muchos años a la cancha de Boca y lamentaba los poderes de su barra, la Doce, la más potente del país. Pero tuve que reconocer que, un par de tardes en que los excluyeron, la cancha —¡de Boca!— fue un murmullo chato. Sin las “barras bravas” las canchas argentinas son mucho menos calientes, menos argentinas. Eso, también, es lo que estamos exportando.

Pero bueno, ya es hora de callarse: llega el fútbol, la final del mundo. Ahora todo depende de una duda rara: si Francia tiene un autocontrol espeluznante —que le permitió reservarse en los partidos anteriores y hacer solo lo necesario y parecer un equipo masomenos— o eso es lo que es. Parece tontería, pero yo prefiero no confiarme: l’esprit français nos engañó con tantas cosas tantos siglos que una más no sería una sorpresa. Mira si no, por ejemplo, nuestras madres alguna vez prendadas de Lacan, nuestros padres de Althusser o de Sartre, tantos amigos de Emmanuel Carrère. Con ellos nunca hay que confiarse: en cuanto te das vuelta te convencen de algo.

En cualquier caso, mañana los dos empleados mejor pagados de Qatar llegarán a la final de Qatar dispuestos a llevársela. El duelo entre el futuro y el —próximo— pasado es un ingrediente extraordinario, incienso y mirra del Oriente. (Y ayuda que ambos trabajen en el equipo qatarí francés y que fueran un presidente de Francia y su futbolista más famoso convertido en burócrata corrupto quienes más influyeron para que Qatar se pudiera comprar este torneo. Si lo ganaran sería un gran triunfo de la corruptela. Así que ahora, ya lo ves, somos los justicieros.)

El partido será, seguramente, una de esas mesetas que este Mundial prodiga, con sus dos o tres picos de emoción —ojalá de los nuestros—. Un periodista decía ayer que ahora todos juegan tan parecido que lo único que hace la diferencia es la “capacidad de sufrimiento”; se mofaba pero parece cierto. La Argentina debería tenerla a manos llenas: eso es lo que aprendimos. Y esta vez, a diferencia de muchas otras, son un equipo: eso es lo que aprendieron.

La última vez que la Argentina salió campeona del mundo, hace 36 años, dos tercios de los argentinos de hoy no habían nacido: nunca vivieron esa fiesta. Yo tengo 65: la vi ganar dos veces la final, a mis 21 y a mis 29; la vi perder dos veces la final, a mis 33 y a mis 57. Y nunca estuve en mi país cuando salió campeón del mundo: ni en el ‘78 ni en el ‘86, así que espero que esta vez también funcione. Pero creo que hay una diferencia grande: que, pese a lo que se pueda creer sobre los tiempos de la dictadura, nunca hubo tanta desesperanza en la Argentina como ahora, nunca la sociedad argentina estuvo tan jodida —un 40% de pobreza— y, por eso, el fútbol es el espacio donde viven todas las ilusiones. Es, por un lado, conmovedor; por otro es triste.

Es lo que hace que el partido de mañana sea tan importante; es lo que lo hace, al mismo tiempo, tan extraño. Espero, Granjuán, que podamos gritar dos o tres goles y que, al terminar, la pausa para escribirnos nuestras últimas cartas interrumpa la fiesta —o la prolongue—.

Abrazos.

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