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Argentina 7, Brasil 1

El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad

Martín Caparrós
jugadores de Argentina celebran el pase a semifinales, este viernes.
Los jugadores de Argentina celebran el pase a semifinales, este viernes.MANAN VATSYAYANA (AFP)

Penal a Villoro:

Sí, parecía una nueva Argentina. ¿Recuerdas, Granjuán, lo que te dije hace unos días sobre el estilo argento? ¿Esa forma de buscar siempre el sufrimiento, de creer que nada puede obtenerse sin dolor? Esta noche me pasé un rato largo preguntándome si no había sido demasiado tremendista –porque no estaba siendo así. Esta noche parecía una nueva Argentina. O, por lo menos, una nueva selección argentina. Controlaba tranqui su partido, llevaba dos goles de ventaja porque había pateado tres veces al arco –una de penal– y había alcanzado. Y Messi jugaba como Messi y daba tanto gusto y Acuña se floreaba y hasta Molina la metía y la defensa era de fierro y todos desdeñaban levemente a Países Bajos, tan poca cosa, tan mediocre.

¿Recuerdas, Granjuán, lo que te decía hace unos días sobre los dos partidos, la realidad partida? Esta noche fue igual pero peor. Hasta los 75 minutos, los dos jugaron uno al modo actual, muy peloteado en la mitad, con esa cautela que no llamamos miedo, con esa intención de que todo vaya pasando suave hasta que alguien –preferiblemente contrario– se equivoque o alguien –preferiblemente propio– se llame Messi y se ilumine. En ese juego la Argentina imperaba tranquila.

En esa hora y cuarto la Argentina pareció un equipo: solidario, firme, convencido de sus posibilidades. Hasta que se lo creyó tanto que dejó de serlo. Tras su segundo gol, los muchachos empezaron a jugar como si su único enemigo fuera el tiempo y alcanzara con dejarlo pasar; total esos chicos de naranja podían jugar seis horas y media sin meterla. Y, por supuesto, como siempre que alguien se cree demasiado –que un argentino se cree demasiado– nos cayó la noche: nunca más pudimos dar tres pases y en quince minutos nos metieron dos pepas y a sufrir de nuevo: a cortar clavos con la lengua. A volver a ver los nubarrones, la tempestad, el precipicio: a volver a tocar el fracaso con los dedos. Esos finales de partido –hoy, el otro día con Australia– son, con perdón, como aquello del país rico que tiene todo para prosperar y se hunde una y otra vez en la miseria. Durante más de media hora estuvimos tan cerca. Después, la salvación se llamó Dibu.

Sí, ya sé: no es un nombre de salvador de nada. En la Argentina, hace tres años, nadie sabía quién era Emiliano Martínez (a) Dibu. Sus parientes y amigos sabían que se había ido muy joven a jugar en un equipo de segunda inglés y allí se había quedado. No le iba mal, tampoco bien del todo, hasta que floreció: hace dos años, ya a sus 27, empezó a jugar seguido en el Arsenal, lo vendieron al Aston Villa, se volvió caro, lo llamaron de la selección. Y hoy, como sabes, atajó dos penales, evitó el desastre, se convirtió en el héroe nacional. Debe ser raro ser un héroe nacional. ¿Qué pensará, cuando se acuesta, un héroe nacional? ¿Pensará en su nación, en su mujer e hijos, en lo que pensará ahora esa morocha que nunca le hizo caso, en su mamá, en el traga que lo gastaba en el colegio o solo en él, en él, en él? ¿Pensarán, los héroes nacionales? Porque, además, es triste tener que ser un héroe nacional. Ya lo decía el asistente de Galileo Galilei en aquella obra de Bertolt Brecht: “Pobres las tierras que no tienen héroes”. Y Galileo, brutal, le contestaba: “Pobres las tierras que necesitan héroes”. La Argentina sin duda necesita, y lo demuestra sin parar.

Y eso que veníamos tan dulces, gracias a los primos. Quizá recuerdes, Granjuán, esa canción del maestro Charly García que dice que “la alegría no es solo brasilera”: era un intento desesperanzado de pedirles que no se la llevaran toda, que nos dejaran un poquito. Casi todos los primos se mofaron, algunos no escucharon, algunos lo intentaron como sin querer, pero los mejores siguen dispuestos a cualquier sacrificio para cumplir con el pedido: varios de ellos estaban hoy en el campo qatarí y lo entregaron todo para darnos una de esas alegrías que solo el fútbol sabe dar. Brasil afuera en cuartos.

Para los argentinos, solo un triunfo propio puede ser más dulce –y ni siquiera siempre. Aunque, para disimularlo, ahora aparezcan compadritos diciendo que en realidad Brasil perdió para no tener que jugar contra nosotros. Pero no, fue una derrota casi lógica.

Hace unos días denunciábamos aquí otra maniobra intolerable de la FIFA: cuando reemplazó el partido Brasil-Corea por un entrenamiento brasilero frente a un sparring de apariencia asiática. Fue demasiado burdo; hoy se vio que, frente a un equipo serio, los brasileños no eran aquello sino esto. Un equipo con buenos jugadores, sin mucho plan, mucho malabarismo, que se repartió la pelota y los ataques con Croacia, todo muy parejo; la gran diferencia era que los ataques croatas morían a 25 metros del arco de Brasil; los brasileños, a 10 del de Croacia.

Pero los europeos también tienen un arquero enorme que se llama, parece, Dominik Livakovic y todavía juega en el Dynamo de Zagreb y es uno de los pocos que saben que poder atajar con las manos no significa no poder atajar con las piernas. Paró más con ellas que con cualquier otro miembro y mantuvo el cero durante casi dos horas. Y sí, el tal Neymar le metió, cuando faltaba casi nada, un gol precioso que pareció definitivo, pero enseguida apareció un señor Bruno Petkovic, tan ignoto. Tenía el número 16 y había hecho absolutamente todo mal desde su entrada un rato antes: torpe, excedido, perdió cada pelota que tocó. Y sin embargo enganchó la última in extremis y la mandó a guardar y pasó, por un momento, a ser tanto más –otro héroe nacional– que el repintado de Neymar. Ese que, Bolsonaro mediante, consiguió volver a fracasar: hace años se fue del Barcelona para ser el mejor del mundo; desde entonces, nunca dejó de perder cada partido que importaba.

Las pérdidas, igual, deben estar muy repartidas. Me gustaría saber cuánto dinero perdieron cuántas personas en el mundo: millones, tantos millones que habían apostado por esa lógica que dice que unos muchachos danzones pintados de amarillo en camiseta y pelo deben ser mejores que todos los demás. Espero que tú no lo hayas hecho. Brasil era el favorito absoluto pero hay otras lógicas, y son las que vale la pena discutir. ¿Qué se gana y qué se pierde cuando un equipo puro esfuerzo, tesón, trabajo, derrota a uno que se enreda en su talento?

Queda por verse. Croacia es, ahora, el destino argentino. Impresiona ver un equipo tan manejado por un solo jugador: Luka Modric es Croacia como Croacia es Luka Modric y un par de viceversas. Quizá contra unos así haya que entrar en su juego y ganarles con más intensidad, más esfuerzo, más huevos. Sería rebajarse, cosa que los brasileños no quisieron o supieron hacer –pero seguramente daría resultado. Croacia puede ser complicada, pero lo va a ser tanto menos que Brasil. Y, por supuesto, tanto menos dramática. Una semi Brasil-Argentina era grandiosa. Ganársela a Brasil, eventualmente, vale 10 veces más que ganársela a Croacia –eventualmente–, pero las posibilidades son bastante menores.

Habrá que verlo el martes. Mientras tanto, hablemos de las cosas importantes. En tu última carta te refieres a escupitajos, gargajos, salivazos o esputos, y creo que es un tema de primer orden que deberíamos discutir con más profundidad en cuanto la famosa actualidad nos dé un respiro –y podamos lanzarlos.

Te emplazo, entonces, al debate. Por ahora, por una vez, sigamos festejando: el día futbolero podría haber sido mejor, pero no más intenso, más heroico.

Abrazo.

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