Que le abran a Jordan Díaz las puertas del Olimpo
El saltador español se proclama campeón olímpico con su primer salto (17,86m), dos centímetros más que Pichardo, en la final más densa que se recuerda
Suena la campana. Suena fuerte. Tres veces, cuatro. Más fuerte. Retumba en el Stade de France, que recupera el calor después de una tarde con lluvia y nubes. Tiene que sonar más. Que la oigan en el Olimpo los dioses del triple. Que le abran las puertas al chaval que la tañe con su calma de siempre, con el flow que le ha hecho campeón olímpico a los 23 años, que se las abran de par en par a Jordan Alejandro Díaz Fortún, con sus dos nombres y sus dos apellidos, como lo dice con su voz de gala el locutor del estadio extático cuando le proclama ganador del concurso de triple salto más denso de la historia, y el que antes se decide.
“Acabo de hacer historia y era el objetivo que tenía cuando llegué aquí y me quedé aquí en España”, proclama más tarde. “Es el sueño de niño, que incluso tengo algo en Facebook de 2017, de cuando creo que gané el Mundial juvenil, que había puesto algo de que quería ser campeón olímpico y bueno, eso lo voy a buscar por ahí y lo subiré, pero ahora mismo necesito mis vacaciones, las necesito”.
A Jordan, con su medalla de oro al cuello, le abren la puerta todos los que pueblan la imaginación de tantos que de niños se dormían leyendo las hazañas de los héroes olímpicos, vidas felices, como la de Adhemar da Silva, doble campeón, 1952 y 1956, y el hombre más popular de Brasil en los años duros, y actor, La Muerte, nada menos en Orfeo Negro. O Josef Schmidt, el polaco de hierro que sentó las bases, con sus triunfos en el 60 y en el 64, del triple europeo, y Victor Saneyev, ucranio en los tiempos de la Unión Soviética, y triple campeón olímpico es su fruto, o la pena inmensa, inconsolable, de Joao Carlos de Oliveira, el poeta del triple, el brasileño al que le robaron la victoria en Moscú. A todos ellos, y a Jonathan Edwards, que premonitoriamente da los tres bastonazos de apertura de la sesión, a Christian Taylor y hasta a Pichardo gruñón, les puede tratar de tú Jordan Díaz, y con ellos se puede tomar unas cervezas y fumar un cigarrillo a escondidas, aunque, niño que solo quería jugar con su consola a lo mejor ni conoce a la mayoría. Llega al Olimpo no solo con su título, sino aportando su estilo propio, único. Y su personalidad.
Su forma de ser se la ha currado él, es sus genes y su forma de enfrentarse a los problemas y solucionarlos; en su estilo tiene mucho que ver el trabajo de orfebre de Iván Pedroso en su forja de Guadalajara. Pedroso, ya más años en España que en su Cuba, ha sabido combinar la sabiduría de su tierra, transmitida por su entrenador de niño, Milán Matos, el estilo cubano aéreo, globos que se elevan y vuelan, Pichardo, con el estilo norteamericano, la velocidad y con el europeo, la fuerza, sus lecturas de Tudor Bompa, y su aplicación práctica. Y Jordan, su segundo campeón olímpico tras Yulimar Rojas, le añade lo suyo, lo que le hace excepcional. Díaz es el furor del combatiente que se niega a no ganar –es campeón del mundo juvenil y júnior, es campeón europeo y campeón olímpico: nunca ha perdido una gran final desde los 15 años—envuelto en una capa espesa de calma. Es la naturalidad, el relax único con el que alcanza la velocidad máxima y entra en la tabla para elevarse, como si no le costara ningún esfuerzo despegas a más de 38 por hora y botar sin miedo, casi mil kilos sobre su rodilla, tan brutal es el triple aunque parezca hasta delicado, espiritual, puro arte.
Su medalla de oro es la segunda del atletismo español en París, Díaz, que llegó hace cuatro años a España, cuando la pandemia, un chavalín de 19 años, la perla de la isla, que busca el oxígeno y el futuro que no ve en su tierra, se une en el club a Fermín Cacho y Daniel Plaza, campeones olímpicos en 1992; a Ruth Beitia, campeona en Río 16, y a los marchadores María Pérez y Álvaro Martín, los mejores hace nada junto a torre Eiffel.
Todo sucede en ocho, 10 minutos, los que median entre el primer salto de Pedro Pablo Pichardo, cubano del Oriente que salta por Portugal, y quiere dar fuerte, un directo. Pum. 17,79m, toma eso Jodan, chico insolente que no respetas a los sabios, que no me respetas a mí, campeón olímpico, y volveré a serlo. La respuesta de Díaz, cubano de La Habana, y español, llega fulminante, en el mismo primer asalto. Una contra que le da en el mentón al peleón rival. 17,86m. Combate decidido en el primer asalto. Pichardo, el veterano se tensa tanto que aunque en su segundo intento mejore en cinco centímetros su marca (17,84m) es incapaz de saltar más allá. Como si los dos centímetros a los que se queda del español fueran el río Jordán, o el Amazonas.
Cuanto más se empeña Pichardo en querer asaltar más, más se para, más choca con el muro. Desorientado, mientras entre salto y salto se esfuerza en practicar, en moverse rápido, en buscar soluciones, Díaz se pasea calmo, despacito, como parece que hace todo. Pichardo no se acerca más, hace nulos, se pierde. Jordan Díaz se mantiene regular, increíblemente regular. 17,85m en su tercer intento, 17,84m en el cuarto, y hasta parece que se enfada entonces y se frustra, y habla con Pedroso, largas parrafadas entre la grada y la pista, como alguien que ve un tope y no sabe como romperlo. Desea saltar 18 metros, acercarse a su mejor marca, los 18,18m que hacen de él el tercero de la historia. “No he podido tirar más para hacia adelante, lo intenté, he estado ahí, pero no pude”, admite. No lo necesita. Con cualquiera de sus tres mejores saltos (también salto longitudes mediocres para su estándar, sueños para la mayoría: 17,64m y 17,65m,y ni un nulo), habría sido campeón. Y con su cuarto mejor salto, medalla de bronce, honor que no le robó a Andy Díaz, cubano con el chándal azul de Italia (17,64m).
Participaron 12 finalistas en la final más ecuménica: oficialmente 12 países diferentes, y los cinco continentes. Así es el triple, la perla del atletismo: un australiano, un asiático, dos africanos, un europeo de nacimiento, un sudamericano, un norteamericano, y cinco nacidos en el Caribe (cuatro en Cuba, y tres en el podio, y uno en Jamaica, el potrillo Jaydon Hibbert, que terminó cuarto, 17,61m). Nunca un cuarto puesto olímpico fue tan caro. Nunca una marca de 17,34m, la del único cubano con la bandera cubana, Lázaro Martínez, solo valió para ser octavo.
El español ni intentó el sexto. Prefirió salir de su burbuja. Abrazarse con Pedroso —”lo hemos logrado, lo hemos logrado”, le dice el forjador— y con su compañera de entrenamientos Fátima Diame. Coger la bandera y siempre contenido, aunque quisiera bailar, dar la vuelta de honor, una costumbre que, justamente, inventó el gran Adhemar da Silva que feliz le abre las puertas del Olimpo.
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