La buena vibra de Jordan Díaz en la calificación olímpica del triple salto
El atleta español se sobrepone a la presión y al ansia de su debut olímpico clasificándose para la final con un único intento
Jordan Díaz está donde todos deseaban que estuviera, donde él quería estar, en la final de unos Juegos Olímpicos; cómo quería estar, tensión y estrés, cierta ansiedad, el peso de los sueños, amenazando su calma caribeña. La calificación, aparentemente un trámite (un solo salto y good luck para los demás), le valió para aprender la diferencia entre unos Juegos Olímpicos y todas las demás competiciones. Y para poner a prueba la fortaleza de su cuerpo y su alma.
Hay una mística en la media hora previa de un triple salto, rutinas, pruebas, charlas, paseos, visualizaciones, un flow, una vibra que permite entrar en trance que a Jordan Díaz le interrumpe, súbitas, las notas del himno de España, versión lenta, interminable, que retumban en el Stade de France cuando Juan Antonio Samaranch hijo, vicepresidente del COI, y Raúl Chapado, vicepresidente de la internacional de atletismo, cuelgan una medalla de oro, y un pedazo de hierro de la torre Eiffel, del cuello de María Pérez y Álvaro Martín, que se abrazan fraternales en lo más alto del podio. Al otro lado del estadio, el canguro español interrumpe su carrera de talonamiento y se planta firme, vistoso taping blanco en su rodilla derecha, para escuchar respetuoso. No es que la salida de la burbuja le afecte enormemente, ni tampoco los nervios que confiesa de debutante favorito o ni siquiera ser justamente el primero que actúe en la calificación.
El atleta español con más posibilidades de ser campeón olímpico después de los marchadores debe saltar como poco 17,10m para estar en la final (viernes, 20.15). Salta 17,24m.
Un trámite para quien llega a París con la tercera mejor marca de todos los tiempos, casi un metro más, 18,18m, la que le dio el oro en los Europeos de Roma. Buena velocidad de entrada (10,6 metros por segundo), buen brinco (6,25m), moderado paso (5,14m) y un tercero sin forzar (5,85m). “Mi primer salto en unos Juegos, ufff”, dice el atleta nacido en La Habana hace 23 años. “La presión que llevaba al salir a la pista era increíble, y me costó un poco soltarme porque no he calentado lo suficiente. Cuando terminé de saltar, me bajó la presión, sabía que había saltado más de 17, pero tenía que verlo ahí porque 17,10m es una marca importante. Y ya cuando salió 17,24m ya me bajó toda la presión que llevaba y ya. Pero el objetivo era este, pasar a la final con un salto, y ya está”.
Como en Roma, donde convirtió la final de triple en un duelo de honor, el portugués Pedro Pablo Pichardo, el viejo (31 años) campeón olímpico de una especialidad en la que los jóvenes nacidos con el siglo se comen el mundo, se empeñó en saltar más que su compatriota de origen. Con un intento que celebra con su habitual pose de indiferencia superior, ahí deja eso, como si no tuviera importancia, Pichardo saltó 17,44m. El otro veterano, el ingeniero de Burkina Fasso Hughes Fabrice Zango, de 31 años, el campeón del mundo de Budapest entrenado por Teddy Tamgho, francés de origen camerunés que habla español con acento cubano y es de la escuela de Iván Pedroso, entrenador de Jordan Díaz —las relaciones en la élite de triple darían para burbujeantes capítulos de la serie Enredos—, saltó 17,16m. Los dos saben ganar. Tienen un título que Jordan Díaz, no. Y los jóvenes aún desposeídos, llegan fuerte, como Salif Mane, reciente campeón universitario y nacional de Estados Unidos, que saltó 17,16m. Y la sensación Jaydon Hibbert, la versión jamaicana, y un poco más joven, 19 años, del flow y el pincel de Díaz, se quedó en 16,99m, pero pasó por ser el sexto mejor de todos los que lo intentaron.
“Va a estar complicado la medalla, va a estar difícil”, enfría los optimismos medallísticos el atleta de La Habana pese a que la primera impresión, tan falsa muchas veces, le da ventaja. “Son los Juegos Olímpicos, cada atleta va a dar su 100% por la medalla. Todos tienen marcazas, todos están con un gran nivel”.
Los jóvenes que llegan son irreverentes, despreocupados, cuando empiezan a competir y se sorprenden a sí mismos casi más que al mundo, y pueden, como Hibbert, el jamaicano que alcanza velocidades de vértigo con carreras cortas, describir la experiencia como un trip lisérgico con música nigeriana, una experiencia extracorpórea. “Sinceramente, no sé cómo lo hago”, intenta explicarse Hibby, cuyo yo extravertido choca con el muro de la presión olímpica, y toda Jamaica vigilando. “Simplemente, dejo que mi cuerpo lo hiciera. No sé cómo me sentí. No intento saber cómo se siente uno. No quiero ir a la siguiente competición y meter la pata, y pensarlo demasiado”.
El triple es una experiencia inefable, y las palabras de Hibby las suscribirían todos los atletas, y saber en una final olímpica dejar que el cuerpo haga lo que tenga que hacer, hop, step, jump, convertir la violencia física del impacto sobre el suelo, 15 veces su propio peso, en un impulso suave, volar, pisar la luna, flotar, será la clave que decida un título que el atletismo español acaricia.
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