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No está hecho el Tour de Francia para santificar a los abuelos

Victoria de Alaphilippe en una primera etapa del Tour de Francia marcada por dos tremendas caídas masivas que martirizan a Froome y castigan a Valverde

Carlos Arribas
El caos posterior a la segunda caída de la etapa del sábado en el Tour de Francia.
El caos posterior a la segunda caída de la etapa del sábado en el Tour de Francia.ANNE-CHRISTINE POUJOULAT (Reuters)

Mathieu van der Poel hasta se vistió de lila y amarillo, los colores del maillot Mercier de su venerable abuelo, Raymond Poulidor, y pensaba, al final de la Cuesta de los Lobos, cumplir la promesa que le hizo a Poupou de vestir el amarillo completo, el del maillot de líder del Tour de Francia que su papy nunca llegó a vestir. Una turista alemana se había afanado para pintar con cariño un cartón con un saludo a sus abuelitos (Allez Opi-Omi!, venga abuelita y abuelito, en galo-alemán) y se fue a la cuneta de una dura subida bretona, la de San Rivoal, para que se la viera feliz por la tele, y en el fragor del momento se olvida del mundo, emocionada. Solo existen ella y su alegría exhibicionista. Dos de los abuelos del pelotón, Alejandro Valverde y Chris Froome, volvían a terreno amado con ganas de gozar el momento. Valverde, a las mismas carreteras en las que en 2008 ganó la primera etapa y se vistió de amarillo en el Tour de Carlos Sastre, hace tanto; Froome, no totalmente rehecho de una caída dura en junio de 2019, regresaba tras dos años de ausencia a la carrera que ha ganado cuatro veces, y sabe que no ganará cinco.

Ninguno sabe que estaba decidido que el sábado 26 de junio no sería, de ninguna manera, el día de los abuelos, en todo caso, el día del padre, otra vez, y solo festeja Julian Alaphilippe, el más niño del pelotón y padre de un niño de semanas llamado Nino, y cruza la meta de los Lobos el primero, su pecho arcoíris hinchado de orgullo, chupándose el dedo gordo de la mano izquierda como si fuera una tetina. Los demás lloran.

Llora Van der Poel, al que deja sin aliento la velocidad violenta con la que medio Deceuninck –Devenys, Asgren, Ballerini—lanza como un muelle a Alaphilippe, que se va a 2,3 kilómetros de la meta, y adiós. Los demás ciclistas con motor de explosión, los sprinters de dinamita, Colbrelli, Van Aert, también se desesperan. Solo aguantan a cierta distancia, a ocho segundos, los mejores del Tour, los siameses eslovenos, Roglic, que se bonifica cuatro segundos, tercero, y Pogacar, que le marca, y también Thomas, Mas, Rigo, Nairo…

Llora la niña alemana que hace llorar a más de medio pelotón, pues con su cartel para sus abuelitos, que invade un buen trozo de carretera, choca a 33,8 kilómetros por hora un ciclista alemán tremendo, Tony Martin, derriba a la espectadora, se cae y con él se cae medio pelotón, y el Tour es un apocalipsis de gritos y dolor. Otro alemán, Sutherlin, se queda tirado en la cuneta. Un catalán, Marc Soler, se machaca los dos brazos: rotas las dos cabezas de radio (ambos codos) y la del cúbito izquierdo (muñeca), y, pese a ello, y en un ejercicio de coraje, se empeña en terminar la etapa. Llega el último, a más de 24 minutos del Alaphilippe que se emociona al recibir el león de peluche que lleva consigo el maillot amarillo, un amor para su Nino, y con el camión escoba pegado a su rueda trasera. Hace mes y medio se retiró del Giro por una caída en la que no se había roto nada, y, pese a ello, se montó rápido en el coche del equipo. No saldrá en la segunda etapa del Tour, pero puede que llegue a tiempo para la Vuelta (14 de agosto). Valverde y Froome pasan sin un rasguño, y Superman, el que siempre sufre los primeros días de las grandes, y solo desea llegar entero a meta, las pasa canutas, pero se recupera.

Lo peor estaba por llegar para ellos.

La segunda caída, fruto del patinazo de un corredor en la parte delantera del pelotón y tan apocalíptica como la primera, hace daño de verdad. Sucede a siete kilómetros de la llegada. Los ciclistas, lanzados a 60 por hora, pelean en bloques de colores a cuchillo por las mejores posiciones para entrar bien colocados al pueblo de Landerneau, y a la calle que a la izquierda se abre estrecha y en cuesta, y su asfalto está tatuado, a trechos, por dibujos en pintura amarilla de un lobo aullando con una luna llena sobre su lomo, y detrás del público amontonado, aquí encerrado detrás de vallas y controlado por la policía, y entre el humo de las barbacoas que llenan el aire de olor a salchicha requemada, se entrevén siluetas negras recortadas en tableros de madera de lobos aullando, y la luna blanca. Pero su aullido no puede competir con el de los ciclistas que se caen y destrozan sus ropas y su piel, y algunos huesos, y su moral.

La caída martiriza a Froome, que queda sentado estupefacto en el asfalto sobre una pelvis cosida con clavos, y su cara es la cara del sufrimiento y la desolación. Ninguno de los grandes que regresa se había caído cuando ganaba sin cesar, y Froome lo aprende con dolor. También se cae Valverde, que no se hace nada, pero entiende el mensaje, se asusta y se olvida de luchar a los 41 años por una victoria que habría hecho crecer aún más su aura de Dorian Gray. Se queda cortado Superman, que cede 1m 49s, y hace profeta a su compañero Enric Mas, quien la víspera ha alabado la virtuosa costumbre de su Movistar de ir con dos líderes, porque siempre uno se puede caer.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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