El penalti infinito
Aquello conmovió a todos cuantos lo vieron hasta el punto de que todos lo recuerdan y lo recordarán mientras vivan por su dramatismo
Me dicen que se cumplen ya 25 años del que posiblemente sea el penalti más famoso de la historia del fútbol español y al que yo dediqué un relato que recogería Jorge Valdano en una antología de cuentos de fútbol escritos por narradores españoles e hispanoamericanos. El penalti que marró Djukic, un jugador yugoslavo (pues aún existía Yugoslavia en 1994) del Deportivo de La Coruña, en el último minuto del último partido de una Liga que se decidía precisamente con esa falta (de marcarlo, el Deportivo sería el campeón), conmovió a todos cuantos lo vieron hasta el punto de que todos lo recuerdan y lo recordarán mientras vivan por su dramatismo. El penalti de Djukic no dejará, de ese modo, de ejecutarse hasta volverse infinito como el propio jugador.
Yo recuerdo haberlo visto en el Hotel Reconquista de Oviedo, en cuya Feria del Libro participaba ese día, y la imagen de Miroslav Djukic antes, durante y después del lanzamiento fallido me impresionó tanto que de inmediato supe que acabaría escribiendo de él. La figura de aquel chico arrodillado sobre el césped tras fallar el penalti de su vida (y de la vida de todos los deportivistas) me persiguió durante varios meses hasta que por fin me decidí a contar lo que me sugería e imaginaba que habría detrás de ella: la soledad del héroe en el instante trascendental, la arbitrariedad de las circunstancias que confluyeron en él (luego sabría que no era Djukic el que habría tenido que lanzar aquel penalti), la ingratitud del azar con algunas personas y la fragilidad del cordón que separa y une el éxito del fracaso absoluto. Como un fusilamiento inverso contemplé la ejecución de aquel penalti en aquella habitación del hotel de Oviedo al que, como Djukic al Deportivo de La Coruña, había llegado por casualidad.
A la redacción del relato me ayudaría el propio protagonista, con el que contacté por mediación del escritor Manuel Rivas, deportivista y conocido de él, y con el que yo trabaría también cierta relación a raíz de ello. Cada vez que el Deportivo de La Coruña jugaba en Madrid, Djukic me llamaba o me dejaba entradas en el hotel de concentración para el partido correspondiente. Luego, él fichó por el Valencia —el equipo precisamente contra el que falló el penalti por el que pasó a la historia del fútbol español—, y le perdí la pista y con ella la relación, si bien he seguido su trayectoria mientras he podido. Porque de él aprendí la cara y la cruz de un deporte que despierta pasiones, pero sobre todo la grandeza que da la humildad, esa que hace que un hombre pueda levantarse de una caída de la que muchos no se recuperan y que se aprende en la necesidad. Me lo dijo un compañero suyo, Adolfo Aldana, el día en que nos conocimos personalmente en Madrid, en el hotel de concentración de su equipo, tiempo después de aparecido el libro en el que yo había publicado el cuento sobre su penalti: “El único —me dijo Aldana, que, como todos sus compañeros, sentían curiosidad por el escritor que se había interesado por un deporte tradicionalmente ignorado por la literatura y por una historia tan dolorosa como la de Djukic— que podía fallar un penalti así era él. Cualquier otro no habríamos vuelto a jugar al fútbol”.
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