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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa
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Quedarse un poco más

Antes de morir, la filósofa y escritora Pia Pera describió en el libro ‘Aún no se lo he dicho a mi jardín’ cómo plantar un árbol es una manera de alargar la vida

Anatxu Zabalbeascoa
Retrato de Pia Pera.
Retrato de Pia Pera.

Teodor Cerić, un autor inventado por Marco Martella que escribió Jardines en tiempos de guerra, anotó que la jardinería es un acto de fe en el porvenir. Los árboles necesitan años para alcanzar su belleza. Y la filósofa, historiadora, profesora y escritora Pia Pera —qué difícil de definir— describe cómo plantar un árbol es una manera de quedarse un poco más en el mundo. Pero Aún no se lo he dicho a mi jardín (Errata Naturae) no es un relato de consuelo, sino de renacimiento, es la ocasión de tratar de ver antes de morir. De aprovechar, o desaprovechar, la oportunidad de despertar.

El título parte de un poema de Emily Dickinson y comienza con el pensamiento que asalta a todo padre: el día en que uno no esté. En su caso, Pia Pera (1959-2016) piensa en el día en el que el jardinero no se presente a su cita y las plantas deban enfrentarse a las plantas más vigorosas. O a la falta de agua.

¿Cómo tiene la desfachatez de morir

alguien tan tímida, tan ignorante?

Se pregunta Dickinson en el poema. Pera, que fue profesora antes de escritora, empieza revelando el lugar desde donde habla; su enfermedad: “Desde que perdí a mi antiguo yo —la que cruzaba como un rayo la ciudad, la que caminaba incansablemente por la montaña, la que miraba con lástima a quienes recurrían a un taxi o al transporte público en lugar de ir andando— no he vuelto a estar de mal humor. ¿Será que me he dado cuenta de que queda poco tiempo y no vale la pena malgastarlo?”.

Se declara a merced de lo que ocurre. Y eso le inspira un sentimiento de hermandad con el jardín, agudiza la sensación de formar parte de él: “Si al principio cuidaba del jardín, encargándome con total autosuficiencia de todos los trabajos, ahora he de cuidar de mí misma. Como si me hubiera convertido en el jardín”.

Cuidando el jardín o contemplándolo, Pera repasa prioridades: “Cuando las fuerzas menguan, también la relación con los objetos materiales disminuye”. Evoca al acto de resistencia que es plantarlo y recuerda a Derek Jarman: “Nunca tendría que haber hecho cine, es una idiotez. Lo que quiero es ocuparme del jardín. En el jardín se cumplen ciclos de resurrección”. Se trata, en realidad, de alargar la vida un ratito. “Esta vida, de la que querríamos deshacernos cuando nos parece demasiado agotadora, dolorosa, insoportable, pero que nos alegramos de reencontrar en cuanto se arregla, en cuanto se vuelve mínimamente vivible”.

Cómo el jardín, aprende a pensar de una manera orgánica que asusta al raciocinio: “Si llega la recuperación será desde mi interior. Dependerá de que consiga reparar la raíz o no” para concluir con una oda al cuidado que “no es cuestión de saber, sino de amar”.

No es Pera sola la que habla. Recurre a Pushkin:

Cada hora se lleva

Un fragmento de existencia

Mientras hacemos planes de vida

Justo entonces se muere

Y a Anne Atick para desentrañar el misterio del banquete interrumpido:

He vivido sin inquietud alguna

dejándome llevar dulcemente

por la buena ley natural

y me sorprende mucho

que la muerte pensara en mí

que nunca pensaba en ella.

Desde el jardín, los cuidados que precisa y su propia subsistencia, Pera habla de su fascinación por la idea de que la auténtica belleza de los edificios aflora cuando sucumben al paso del tiempo, a fuerzas que no son capaces de resistir, como el viento o las polillas. Recuerda que en Eugenio Oneguin, Pushkin también veía en la naturaleza, con la llegada de la primavera, unas posibilidades de renovación que se le negaban al individuo, que, con el paso de las estaciones, envejece sin más, languidece y no alcanza a florecer.

Por eso la naturaleza enseña a salir de uno mismo para formar parte de algo mayor que uno. Ha tenido que enfermar para ser consciente de la agotadora autosuficiencia. ”Quizá no sea tan terrible que las fuerzas disminuyan lentamente. De alguna forma hay que marcharse. A quienes viven en soledad, como yo, les cuesta darse cuenta de que llega el momento de ceder el paso; de que la vida está hecha de fases y no somos idénticos hasta el final”.

Como balance, Pera descarta el peso de la racionalidad y el severo tribunal de la lógica. “Disfruto del jardín como nunca antes. Sentada ociosamente, como una invitada en lugar de levantarme cada dos por tres porque hay algo que hacer”. También habla de la armonía entre lo salvaje y lo cultivado. “Estoy convencida de que es aquí, en esta tierra, donde tenemos la única oportunidad de experimentar eso que con cierta pompa se define como eternidad”. Y también: “Hay una forma de más allá que existe, se encuentra en nuestro interior”.

En otra referencia que puede interpretarse arquitectónicamente, se detiene en el kintsugi que repara la cerámica japonesa con oro, en lugar de con pegamento. Y se pregunta: ¿Ocultar la integridad perdida o ensalzar la historia de la recomposición? “Como enfermos, empezamos a mirar con menos desprecio a los demás enfermos. A todas esas personas que no sabemos muy bien qué hacen en el mundo les gustaría tener la posibilidad de quedarse un poco más”.

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