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Pinochet regresa como un vampiro para asombrar al festival de Venecia

‘El conde’, de Pablo Larraín, logra el difícil reto de construir una sátira alrededor del dictador y su impacto en el Chile de hoy en día sin banalizarlo ni olvidar sus atrocidades

Imagen de promoción de 'El conde', de Pablo Larraín. Vídeo: EPV
Tommaso Koch

Augusto Pinochet sigue vivo. Tiene 250 años, y es un vampiro.

Imposible. Absurdo. Solo puede suceder en El conde. O sea, en una película.

Augusto Pinochet fue responsable de una dictadura que, entre 1973 y 1990, asesinó al menos a 3.000 ciudadanos, torturó o exilió a muchos más, aniquiló la oposición y las libertades, arrastró a su país hasta el neoliberalismo, robó y malversó dinero del Estado que juró proteger. Y nunca pisó la cárcel.

Imposible. Absurdo. Debe de ser cosecha del mismo filme. Todo procede, sin embargo, de los informes y resoluciones judiciales en los que Pablo Larraín ha basado muchas frases de su largo, presentado este jueves en el concurso del festival de Venecia.

En el fondo, incluso la inmortalidad del dictador no resulta del todo falsa. Porque, para el cineasta, continúa vivo en la Constitución que aprobó, aún en vigor; en los grandes empresarios que se beneficiaron y le defendieron; en el legado de individualismo, desigualdad, “poca compasión mutua” y “codicia” que ha contagiado a sus connacionales; en las divisiones que todavía genera en el debate chileno. De hecho, nunca había aparecido en un largo de ficción, según el director. Quizás solo Larraín pudiera romper el tabú. Y de esta manera. Por ser uno de los cineastas más respetados y aplaudidos de su país. Por un recorrido fílmico que ya rozó a Pinochet en No o Post-mortem. Y por un talento visionario y atrevido. Tanto como para filmar a curas pedófilos en El club. Y como para convertir, ahora, la primera vez del dictador en la gran pantalla en una sátira política sobre chupasangres. Y, además, salirse con la suya.

“Alguien creerá que es demasiado pronto. Pero yo tengo la conciencia tranquila. Lo peor que la película podía hacer era caer en la banalización, la empatía, la simplificación. Sería imperdonable. El límite fue siempre mirarle como un símbolo del mal, cuyas acciones e intenciones anhelan hacer daño”, cuenta el cineasta a EL PAÍS. Hace años, en realidad, que Larraín le da vueltas al proyecto. Uno de los empujones vino de la edad avanzada del actor que siempre imaginó para el papel, Jaime Vadell. Pero la larga espera ha hecho que El conde llegue justo cuando se cumplen 50 años del golpe de Estado con el que, el 11 de septiembre de 1973, Pinochet bombardeó el palacio presidencial en Santiago y le arrebató por la fuerza el mando a Salvador Allende. Y mientras Chile vive un convulso momento político debido a la posible aprobación de una nueva Carta Magna. El filme se verá en algunas salas desde el 7 de este mes y, en Netflix, a partir del 15.

El cineasta —que votó “con alegría” al actual presidente, el izquierdista Gabriel Boric― confiesa que no tiene muy claro qué esperar. Cree que hay dos públicos inmutables: a un lado, los “aduladores” del dictador. Enfrente, quienes consideran que una película no puede ni debería narrar algo de tamaña gravedad. Pero, en medio, Larraín espera llegar a los espectadores “disponibles a ver un filme que dé cuenta de cómo esa increíble impunidad hizo eterno a Pinochet”. Aunque quien le dé esa oportunidad a El conde recibirá mucho más: un mundo, una atmósfera, una intención, un sello. Ambición, diálogos inteligentes, una hermosa fotografía en blanco y negro. En tres palabras: cine de autor.

Pablo Larraón posa en el 'photocall' de 'El Conde', en el festival de Venecia, el 31 de agosto de 2023.
Pablo Larraón posa en el 'photocall' de 'El Conde', en el festival de Venecia, el 31 de agosto de 2023. CLAUDIO ONORATI (EFE)

Porque el filme construye poco a poco un universo tan surrealista como coherente, donde la sonrisa viene con escalofrío y la farsa está empapada de realidad. Ahí todo es posible, los delirios que inventa el guion y los que sucedieron de verdad. Y la mezcla de ambos: las secuencias de Pinochet sobrevolando con su capa el país por la noche en busca de presas evocan un día a día del que nunca se marchó, igual que la pasión del personaje por los batidos de corazones. A la vez, como subraya el director, el filme alude a la iconografía típica de los vampiros y hasta la de un superhéroe al revés. Justo en una Mostra que, curiosamente, acoge otras tres películas centradas en los chupasangres. Aunque El conde se lo pone difícil a las otras, tanto por la altura del reto como por el listón que deja. Vale la pena imaginar, por un instante, el impacto que tendría en la sociedad española un filme donde Franco luciera capa y colmillos.

Consciente de la delicadeza del asunto, Larraín habla despacio y pesa sus palabras. En un momento, vuelve atrás. Donde dijo “avaricia”, prefiere “codicia”. Y así. Porque, pese a desaparecer el 10 de diciembre de 2006, Pinochet está en todos lados. Hace apenas dos días, de alguna forma, en el suicidio de Hernán Chacón Soto, de 86 años, uno de los siete exmilitares condenados por el asesinado del cantautor Víctor Jara durante la dictadura. Y, desde luego, en el fracaso en 2022 de la reforma de la Constitución de Pinochet, que ahora afronta un segundo intento, liderado por una mayoría de derechas y entre crecientes desconfianza y desinterés de la ciudadanía, según las encuestas.

“Maté a cientos de rojos y me acusan de robar”

“Son unos desagradecidos”, se queja el tirano en el filme. Y también lamenta la insistencia de aquel “juez español” [Baltasar Garzón], que tanto se empeñó en hacerle pagar sus crímenes y a punto estuvo de lograrlo. Lo cual no dista tanto de aquello que el Pinochet real dijo cuando, en 1998, hubo de abandonar el liderazgo de las fuerzas armadas chilenas: “En todos estos 65 años no ha habido otro afán que haya motivado con más fuerza mi vida profesional y personal que hacer coincidir mi vocación de servicio con los grandes objetivos e intereses de la Patria”.

“Maté a cientos de rojos y me acusan de robar. Así me humillan”, agrega. Precisamente por eso, el vampiro ha decidido por fin morir. Nadie le entiende ya, ni siquiera sus propios familiares, que han acudido como buitres a su alrededor. Les preocupa papá, por supuesto. Pero sobre todo la plata que dejará. Aunque la trama quizás constituya el eslabón débil del filme, por culpas propias y también de la idea original: es tan buena que lo fagocita todo. La voz narradora en inglés constituye el otro aspecto cuestionable: por más que el guion lo justifique, sugiere una estratagema para vender más fácilmente la obra a todo el planeta.

El Conde, película sobre Augusto Pinochet
Fotograma de la película 'El Conde', de Pablo Larraín.Netflix

Y de eso también se trata. El año pasado, Argentina, 1985, de Santiago Mitre, afrontó desde el cine, justo aquí en Venecia, el juicio a la dictadura que allí impuso Jorge Videla. Nunca un filme había osado narrar aquel episodio. Pero siempre debe haber alguien que dé el primer paso al frente. Como filmar una comedia sobre ETA en España, a la que luego siguieron varias. O como rodar en Italia o Alemania parodias que imaginaban el regreso de Mussolini o Hitler. Algunos de esos países, eso sí, condenaron o eliminaron a su dictador. Chile —y España—, no. “El trauma que se genera se debe a la falta de justicia. Si Pinochet hubiera sido encarcelado, su herencia sería muy distinta”, reflexiona Larraín. Y continúa: “Tenía claras tres cosas. Ante todo, ninguna negociación con su figura, ni con su violencia. Segundo, entender que una de las cosas más graves es que sus excesos hacia el capitalismo salvaje también trajeron la falta de compresión entre nosotros. Y, tercero, el legado más invisible: el 70% de los chilenos vive con menos de 800 euros al mes, uno de los mayores índices de desigualdad del continente”.

La entrevista ya ha terminado, pero Larraín pide algún minuto más. No quiere dejar a medias ningún concepto. “Es importante”, avisa. Y cita a Julio Cortázar: “Solo hay un medio para matar los monstruos; aceptarlos”. Si no, se hacen eternos.

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Sobre la firma

Tommaso Koch
Redactor de Cultura. Se dedica a temas de cine, cómics, derechos de autor, política cultural, literatura y videojuegos, además de casos judiciales que tengan que ver con el sector artístico. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Roma Tre y Máster de periodismo de El País. Nació en Roma, pero hace tiempo que se considera itañol.

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