Carcajadas y silencios del Loco de la colina

Fueron famosas las risas y silencios de Jesús Quintero en sus entrevistas en la radio, en las que participé algunas veces y que hacía él a su propio ego

El periodista Jesús Quintero, en un momento del documental.RTVE

Una miniserie de dos capítulos que ha emitido Televisión Española sobre Jesús Quintero, El Loco de la Colina, me ha llevado a aquellos años en que recorrí parte del camino siendo su amigo. Nos conocimos sentados los dos a una mesa del Café Gijón sin que nos presentara nadie. Teníamos amigos comunes y esto era suficie...

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Una miniserie de dos capítulos que ha emitido Televisión Española sobre Jesús Quintero, El Loco de la Colina, me ha llevado a aquellos años en que recorrí parte del camino siendo su amigo. Nos conocimos sentados los dos a una mesa del Café Gijón sin que nos presentara nadie. Teníamos amigos comunes y esto era suficiente aval en aquella gabarra de desesperados que buscaban la gloria, que no iba mucho más allá de poderse pagar un pepito de ternera. No recuerdo si aún estaba vivo el dictador, pero estoy seguro de que la libertad ya se hallaba coqueteando en aquella tertulia y Jesús Quintero trataba de agarrarla por el rabo. “Tengo una depresión de caballo” —fue la primera confidencia que me hizo de su boca—. “La depresión se debe a una falta de minerales” —le dije por decir algo que sonara a raro—. Pero si tu depresión es de caballo, ¿por qué no pruebas a darle alfalfa?

Las carcajadas impostadas le salían de la tripa. En efecto, fueron famosas sus risas y sus silencios en sus entrevistas en la radio, en las que participé algunas veces. En el fondo, aquellas entrevistas se las hacía siempre él a su propio ego, que lo tenía así de grande, y el silencio era su pensamiento, que una melodía neumática de Pink Floyd, de Joni Mitchell o de Leonard Cohen parecían hacerlo más profundo. Tenía muy buen gusto para la música. Creo que las respuestas del entrevistado solo le interesaban como eco de ese silencio, que sonaba como suenan los ecos en el acantilado. Vi crecer su popularidad, debido a su trabajo entre lírico y canalla, que había adoptado con el tono pausado de su voz bebiendo a morro en el manantial de Walt Whitman, como si masticara labialmente cada palabra de este poeta.

“Creo que una hoja de hierba no es menos que el día de trabajo de las estrellas, y que una hormiga es perfecta y que un grano de arena y el huevo del régulo son igualmente perfectos y que una rana es una obra maestra digna de los señalados y que la zarzamora podría adornar los salones del paraíso y que la articulación más pequeña de mi mano avergüenza a las máquinas y que la vaca que pasta, con su cabeza gacha, supera a todas las estatuas y que un ratón es milagro suficiente como para hacer dudar a seis trillones de infieles”.

Jesús Quintero, durante la presentación de un programa suyo en 2006.

Un día, aquella voz de la noche se convirtió en un rostro en la pantalla de televisión. Y entonces sus silencios se hicieron explosivos. Cuando te llamaba para hacerte una entrevista te liaba diciendo que después de ti venía Fidel Castro o Mick Jagger o Gorbachov o cualquier personaje internacional, pero entonces veías que detrás de ti aparecía un tipo marginal desdentado, uno de aquellos personajes por los que Quintero sentía verdadera querencia y devoción, carcelarios, juguetes rotos, la crema tabernaria. Todo había partido de aquella tertulia del Café Gijón, donde Quintero trababa de conseguir una profundidad que no sonara a hueco, de pronunciar palabras que nadie había dicho, de alcanzar sueños que nadie había conseguido.

Un día, paseando los dos por el barrio de Santa Cruz de Sevilla, al ver que Quintero iba reclamando las miradas de la gente, le pregunté: “¿Quién es más popular en Sevilla, tú o Antonio Gala?”. Su ego salió enseguida al rescate. No dudó ni un instante en responder que él era más famoso, pero no como lo era Julio Iglesias. Lo era de verdad, con sus sueños impulsados por negocios mediáticos a lo grande que siempre acababan con la estética del fracaso. Aquel palacio del parque de María Luisa que era restaurante, biblioteca, sala de fiesta con camareros disfrazados como dobles de estrellas de Hollywood, aquel teatro Quintero que sería una academia de arte y no sé qué más.

Sabía de sus éxitos, de sus sueños derrotados y vuelta a empezar. Nos vimos por última vez en Osuna, donde un año me cupo el honor de plantar un olivo en un patio interior de la Colegiata. El año anterior lo hizo Caballero Bonald y a mí me siguió Jesús Quintero. Era la celebración de la primera prensada que se daba por la fiesta de Todos los Santos a la cosecha del aceite de oliva, la primera en España. Por allí apareció Quintero, que a simple vista podía confundirse con el coronel Gadafi, metido en bufandas, sombreros y arreos, entre elegantes, insólitos y estrafalarios, que solo a él le sentaban bien. Había que dar un discurso de elogio al aceite de oliva. Por la ciudad de Osuna, cuna de los tartesios, habían pasado iberos, romanos, árabes y cristianos. Solo faltaba por decir que también había pasado Jesús Quintero montado en uno de sus cochazos Hummer H3. “Me celebro y me canto a mí mismo. Y lo que yo asuma, tú también habrás de asumir, pues cada átomo mío también es tuyo”. Eso decían Walt Whitman o Jesús Quintero en aquellas noches de luna llena desde la colina.

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