Las abejas abandonan las iglesias de los pueblos
La progresiva desaparición de los curas rurales y los avances del siglo XX, como la luz eléctrica o las velas de parafina, dejan sin inquilinos los antiguos hornos que producían cera y miel para la economía de los templos
Corre el año 1859. Los habitantes de Ucero, un pequeño pueblo de la provincia de Soria, profesan un extraordinario fervor religioso por una imagen, la Virgen de Villavieja. Pero la ermita que la cobija se les ha caído. El cura debe hacer lo imposible por reconstruir el templo y, de hecho, tendría el presupuesto suficiente si los feligreses hubiesen entregado puntualmente las cuotas a la parroquia. Como exigirles de golpe la deuda arruinaría la economía de los fieles, al párroco se le ocurre una fórmula creativa, que remite al obispo de la diócesis de Osma-Soria en una carta: los vecinos aportarán el trabajo y los materiales para la restauración, que se completará “con el importe de unas ventas del horno”. Se refería al horno de abejas, a las tradicionales colmenas. Estas fueron habituales en las iglesias hasta hace unas décadas: garantizaban la producción de cera para las velas, y miel —como en el caso de Ucero— para obtener ingresos con los que mantener en pie el patrimonio.
“Los hornos de abejas eran habituales en provincias como Soria, pero esta tradición se perdió, entre otras razones, con la aparición de las colmenas móviles”, relata Luis Carlos Pastor, profesor de Historia jubilado. “En Tierra de Campos se llamaban dujos y consistían en un cesto de mimbre que se metía en la pared: por un lado se dejaba la piquera para que accedieran las abejas, mientras que la miel se cataba por la parte de atrás, que se tapaba con unas tablas circulares”, precisa. Pastor, un estudioso de lo rural, reconoce que él mismo ignoraba hasta hace poco su uso en el interior de las iglesias, que descubrió por casualidad. “En una charla sobre el románico en peligro de desaparición pudimos conocer que los agujeros cuadrangulares que se apreciaban sobre la puerta de un templo eran, en realidad, el acceso de las abejas a un horno”.
Quien estaba detrás de aquella llamativa afirmación era Josemi Lorenzo, historiador que trabaja en un estudio monográfico sobre el patrimonio de la provincia de Soria, que pronto verá la luz. En la investigación de los libros parroquiales se convirtió en habitual identificar apuntes de contabilidad sobre los hornos de abejas. El más antiguo que ha encontrado data de 1604. “En los documentos de la ermita de la Virgen de las Lagunas, en Villálvaro, se dice que la iglesia recibe a su favor cinco reales por la venta de cierta miel que se sacó del horno de abejas que está en la dicha iglesia”, señala. Anotaciones similares se pueden leer en los registros de la icónica ermita de San Bartolomé, en Ucero, donde la miel reportó 20 reales a las cuentas de 1668, o en el también municipio soriano de Caltojar, donde, en este caso, no se reciben, sino que en 1794 “se pagan 26 reales para hacer las puertas del horno de abejas que se pone en la torre de la iglesia”.
Por un lado, la miel obtenida reportaba ingresos no desdeñables para las siempre maltrechas arcas de los templos rurales. Por otro, las abejas colaboraban con las parroquias en la producción de cera para fabricar las velas, aunque su paciente y abnegado trabajo no fuera suficiente. “La cera es el principal gasto regular que hay en los libros de cuentas de las iglesias, junto con la compra de algún objeto litúrgico”, afirma Lorenzo. El historiador puntualiza que este hábito cambió radicalmente con la llegada de la luz eléctrica a las zonas rurales, que en Soria se produjo en los años treinta y cuarenta del pasado siglo. De un día para otro, las bombillas le ganaron la partida, ya no solo a las velas, sino también al aceite, combustible habitual en la iluminación de iglesias y catedrales. Da idea de su importancia que este se dispusiera en tinajas, que incluso llegaban a almacenarse en un cuarto específico.
La introducción de la parafina vino a suponer la puntilla para la cera. Durante siglos, este componente —completamente natural— no solo había servido para alumbrar el templo, sino también las ofrendas de los fieles. “Las velas siempre han tenido un valor simbólico, se podían utilizar como ofrenda o para pagar una penitencia o un castigo”, explica Lorenzo, quien precisa que esta materia se calculaba en libras, presentaba varias calidades —cera blanca o amarilla— y cobraba forma de hachas (cirios de gran grosor). La cera —continúa— también era el material de las cerillas, “unos rollitos con finalidad votiva que se utilizaban en momentos concretos, como la bendición de campos”. Pero no todo eran ventajas. En los informes de restauración, los expertos suelen culpar al humo de las llamas de ennegrecer pinturas, retablos o artesonados. Aun así, esas micropartículas de cera también han contribuido a la conservación de las obras artísticas.
Lo que parece menos claro es si la ubicación de los citados hornos en el interior de los templos respondía a algún patrón. Lorenzo las ha encontrado, siempre a cierta altura, en el muro sur, en la cabecera o incluso en la torre del edificio. Lo que sí resulta común es su funcionamiento, muy elemental. “Las abejas tenían acceso desde el exterior a través de unos agujeritos en la mampostería, y el horno se cerraba desde el interior con unas portezuelas, pintadas del mismo color que el enlucido”. Una práctica que explica por qué, muy a menudo, estos receptáculos han pasado desapercibidos: “Si no te fijas mucho, no los ves”.
Hace más de una década, el derrumbe de la torre de la iglesia de Bordecorex, también en Soria, dejó al descubierto un horno de abejas en desuso. El abandono del patrimonio y su ruina explican también la extinción de tradiciones como la producción de miel en los templos. Lo sabe Antonino Fernández, de 89 años, que lo ha sufrido en primera persona. A los veinte años abandonó Soria para emigrar a Cataluña, y dejó tras de sí su pueblo natal, Velasco, y su iglesia, hoy parcialmente en ruinas. Antonino conserva un recuerdo muy concreto de la extracción de la miel. “El párroco, don Saturnino, se llevaba muy bien conmigo; un día me pidió que sacara la miel del panal de la iglesia”, cita, revelando una experiencia de los años cuarenta. Ahora, lamenta los efectos de la despoblación. “La iglesia está hundida y cualquier día se vendrá abajo; del cementerio y de sus muertos no se ocupa nadie”, denuncia.
La lejana amistad con el párroco tenía su sentido. Cuando era un adolescente, Antonino hacía las veces de monaguillo y de sacristán (“Yo sabía latín”). Durante la ceremonia, Antonino respondía en esta lengua a la prédica del cura, que “daba la misa en latín mirando hacia el altar, con los fieles a la espalda”. Hoy, el cargo de sacristán —que se ocupaba de cuidar el templo (y quizá también de mantener el horno de abejas, si lo había)— está prácticamente extinguido. Tampoco existe ya la figura del párroco rural. Luis Carlos Pastor subraya que los sacerdotes de los pueblos “hacían siempre cosas distintas al resto”. “Nosotros teníamos corral, pero el párroco cuidaba un jardín con una palmera a la puerta de su casa, plantaba romero, tenía colmenas…”. Sin embargo, los curas de hoy deben asistir a numerosos pueblos y “se refugian en el municipio de mayor población”, precisa. Nadie hay quien se ocupe ya de las abejas, que han terminado (también ellas) por abandonar las iglesias de la España rural.
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