Mazinger Z, Naranjito, D’Artacán y Willy Fog: el anime y el manga aterrizaron en España mucho antes de lo que pensamos
La exposición ‘The art of manga’ en Madrid repasa los orígenes del cómic y la animación japonesa y su influencia en la generación que hizo la EGB
Pocas industrias culturales han crecido tanto en los últimos tiempos en España como la del manga. Desde 2020 hasta hoy, sus ventas se han cuadruplicado y más de un tercio de los tebeos publicados en suelo patrio pertenecen a este género, que en 2023 alcanzó la cifra récord de casi 1.700 novedades, según datos de la publicación en línea Guía del Cómic. Para los fans y no tan fans de este universo llega ahora la exposición The art of manga, que podrá verse en el Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid a partir del 4 de abril.
La muestra rinde tributo a influyentes mangakas (autores) y pioneros del género y ahonda en sus orígenes, con más de 200 piezas y obras de arte que viajan desde este exitoso presente hasta sus orígenes, incluyendo libros, pergaminos ilustrados y xilografías originales de los siglos XVIII y XIX. Porque, aunque su explosión como entretenimiento de masas en Japón no se produjo hasta después de la II Guerra Mundial, el manga se estuvo gestando durante mucho tiempo. Algunos ven sus primeros atisbos en las caras grabadas en el siglo VII en el reverso de las tablas del techo del Templo Horyuji, en Nara. Otros, en las escenas humorísticas de los pergaminos hechos por los monjes budistas durante el periodo Heian (entre los siglos IX y XII), de los que pueden verse reproducciones a gran tamaño en la exhibición. Ya entre los siglos XVII y XIX, echaría nuevas raíces en los libros ilustrados conocidos como kusazoshi.
El primero que utilizó la palabra manga como tal fue el grabador Katsushika Hokusai, artífice de la icónica gran ola de Kanagawa. En la primera mitad del siglo XIX, publicó bajo el título Manga una serie de libros con apuntes visuales y bocetos. Por entonces, el concepto sirvió para definir todo tipo de imágenes dibujadas. La acepción moderna, traducible como ‘dibujos divertidos’, ‘garabatos’ o ‘caricatura’, se da a finales del siglo XIX, con el desembarco en Japón de ingleses, estadounidenses y franceses, que introdujeron con ellos las revistas satíricas. En ellas colaboró Rakuten Kitazawa, considerado hoy el abuelo del manga, que fundaría la primera revista japonesa del género, Tokyo Puck, en 1905.
Hasta aquí la lección de historia en el país del sol naciente. En España, el manga aterrizó antes de lo que pensamos, aunque su incursión fue igualmente lenta. En la exposición se lanzan algunos apuntes para entender su llegada. La recorremos junto a Oriol Estrada, divulgador de la cultura japonesa y asesor para esta cita. “Lo primero aquí fue Panda y la serpiente mágica (Toei Animation, 1958), la primera película en color de animación japonesa, que se proyectó en el festival de San Sebastián en 1961, aunque nunca se distribuiría en salas. Supuso todo un hito para el anime [películas de animación japonesa], trabajaron casi 14.000 personas y se hizo en menos de un año”. La pretensión era evidente: ofrecer una alternativa a Disney, utilizando similares recursos: canciones, una princesa encantada, animales antropomorfos…
Sí se exhibiría en los cines españoles Simbad el Marino, también de Toei Animation, en 1965; que acabaría pasándose en TVE. Al igual que la primera serie de anime en color, Kimba, el león blanco, emitida en 1969. Su autor, Osamu Tezuka, está considerado ‘el dios del manga’. Con su creación más emblemática, Astro Boy (que a España llegaría mucho después), había puesto una pica en EE UU. Cuenta la leyenda que tuvo un breve encuentro con Walt Disney en el que se rindieron admiración mutua. También, y esto no es leyenda, que los estudios estadounidenses plagiaron posteriormente sin pudor las aventuras de Kimba para El rey león.
Entretanto, el primer manga impreso en España asomó en la revista infantil catalana Cavall Fort en 1968, en un número especial dedicado a viñetas de todo el mundo donde hizo también una de sus primeras apariciones Mafalda. “Era una simple tira cómica de Kitazawa, publicada 40 años antes, que podríamos considerar como algo testimonial de no ser porque el encargado de seleccionarla, el editor Antonio Martín, sería el responsable de traernos los cómics de Dragon Ball en 1992, respondiendo al movimiento manga que por fin se manifestaría ya en los noventa en España”, explica Estrada.
Antes, a mediados de los setenta, TVE emitió Heidi, dando lugar al primer fenómeno de masas del anime en España, aunque aquí ese concepto aún sonara a chino. La serie vino con el sello de Nippon Animation bajo el trazo de Isao Takahata y Hayao Miyazaki, futuros fundadores de Studio Ghibli, cima de la animación japonesa. Nippon Animation marcaría la infancia de la generación EGB con series como Marco: de los Apeninos a los Andes, La abeja Maya, Las aventuras de Tom Sawyer o Banner y Flappy. “La clave del éxito de esta productora es que sobre todo contaba historias europeas o americanas. No tenían ese ‘olor cultural’, como se diría en círculos académicos, a Japón. Por eso muchas veces no sabíamos ni que eran japonesas. En Heidi salían letritas japonesas por ahí, pero la gente no se fijaba en eso. Pensábamos: se habrá hecho en Suiza. ¿Marco? En Italia. Y todo así”, ríe Estrada.
Hubo que esperar a Mazinger Z, emitida en TVE en 1978, para que se desatara el furor por un producto netamente japonés. Enmarcada en el género mecha (protagonizado por grandes robots controlados por pilotos), inauguró también el frikismo fan en España, como recuerda Estrada. “A un señor de Cerdanyola del Vallès, llamado Àngel Beaumont, le debemos los cómics que salieron en ese momento, que eran adaptaciones a viñetas de la propia serie dibujadas en Cataluña. Llegó a generar tanto culto, que en 1979 se construyó en Tarragona una urbanización [Mas del Plata] poblada por diferentes personajes como Heidi o Marco. De todos ellos hoy solo queda en pie una estatua de fibra de vidrio de 10 metros de alto de Mazinger Z, que ha sido restaurada con los años y aún sirve de atracción turística”.
La primera incursión seria en papel fue tímida, casi oficialista. Primero con la traducción en 1979 de La vida de Mao Tse-Tung, del dueto Fujiko Fujio, creadores del popularísimo gato cósmico bautizado como Doraemon. Y después con el número 58 de El Víbora, con la portada e historieta de un fotógrafo en Hiroshima firmada por Yoshihiro Tatsumi, conocido por ser uno de los padres del gekiga (estilo dramático adulto equiparable a la novela gráfica estadounidense). “La incorporación de los cómics fue más lenta, probablemente, porque la industria del manga impreso en el mercado japonés era bastante autosuficiente. En cambio, los estudios de animación facturaban productos más caros y tenían que moverlos por el extranjero para hacerlos más rentables”, discurre Estrada.
El mainstream llegó en el arranque de los ochenta con la teleserie La batalla de los planetas, popularmente conocida aquí como Comando G, por la canción de Parchís. Con ella se alumbró también una era dorada de coproducciones internacionales. Productores de todo el mundo paseaban por la feria profesional de Cannes en busca del próximo hit nipón. La que se vio en España no es la serie original del estudio Tatsunoko, sino la revisión de la estadounidense Sandy Frank Entertainment. Junto con la adquisición de sus derechos, se reservó cambiar el título (el original, Kagaku ninja-tai Gatchaman, traducible como ‘Ejército científico ninja Gatchaman’, tenía pocas salidas comerciales) y proporcionar un montaje más amable, con escenas violentas suprimidas y personajes añadidos dibujados en EE UU.
Un trío de productores españoles supo ver que ahí había un buen trozo del pastel. Tito Basto, José Rodríguez y Claudio Biern Boyd habían sumado sus siglas en 1972 en Alcobendas con BRB International. Durante toda esa década gestionaron los derechos y el marketing de los productos animados de Hanna-Barbera y Warner Bros, además de distribuir la mayoría de las teleseries niponas mencionadas. En 1980, propusieron a la todopoderosa Nippon Animation forjar la primera coproducción hispanojaponesa con Ruy, el pequeño Cid. Le seguirían D’Artacán y los tres mosqueperros y la adaptación de Julio Verne La vuelta al mundo de Willy Fog, amenizada con canciones de Mocedades. También la serie Fútbol en acción, protagonizada por Naranjito, la mascota del Mundial 82, una rareza más dirigida a vender camisetas y gorras que a contentar paladares exigentes.
Oriol Estrada arroja algo de luz sobre estas alianzas. “Japón era el sitio donde hacer animación barata. Las historias, la música, los guiones se concebían aquí, pero se dibujaban allá. Es un fenómeno que se extendió por toda Europa, con la coproducción japofrancesa Ulises 31 o la italonipona Sherlock Holmes, cuyos seis primeros episodios dirigió nada menos que Miyazaki”. Tras una larga trayectoria ya realizando animación menos exitosa por su cuenta, BRB quebró en 2022, coincidiendo con el fallecimiento de su último fundador vivo, Biern Boyd.
Mientras Candy Candy se alzó a mediados de los ochenta como la primera serie cuyo éxito fomentó la venta de cómics (editados por Bruguera), las televisiones autonómicas cumplieron un papel esencial. Estrada destaca, en particular, la labor de Màrius Bistagne. Nieto del director de la 20th Century Fox en España y director de fotografía, tras toda una carrera haciendo cine y publicidad montó un estudio de doblaje que tradujo al catalán éxitos de Toei Animation como Hola, Sandybell, Capitán Harlock o Doctor Slump, el adorable niño androide del recientemente fallecido Akira Toriyama que precedió a su creación más exitosa, Bola de dragón. Tras colocarlas en TV3, Bistagne dobló las aventuras de Son Goku al gallego, al euskera o al castellano, cosechando un inesperado éxito.
“Cuando se pasó en TV3, Bola de drac se había comprado como una serie de relleno, emitiendo solo 26 de sus 153 capítulos. Los niños empezaron a llamar a la cadena pidiendo más… Como solo se emitía en autonómicas y no cubría todo el territorio nacional, tampoco se había molestado nadie en fabricar merchandising. Es cuando los fans empiezan a hacer sus propios productos o a rastrear lo que encontraran en el extranjero. De alguna manera, es el nacimiento en España de la cultura otaku [los adeptos al manga, el anime, los videojuegos o el cosplay]”.
En el salto a los años noventa vendrían Oliver y Benji en Telecinco y Los caballeros del zodiaco en TVE, ambos enmarcados en el manga shonen, dirigido al público adolescente masculino. Con la publicación coloreada de Akira en 1990 y la emisión en el programa Metrópolis de La 2 de los primeros 16 minutos de su impactante adaptación fílmica (que llegaría a la gran pantalla en 1992), se manifestó también un creciente interés por el seinen, es decir, el realizado para un público más adulto. Las demografías (en el manga no se habla tanto de géneros, como de grupos de consumo por edades y sexo) en España empezaron a especializarse. Había por fin una masa crítica capaz de discernir el concepto de un producto de otro. “Podríamos fechar aquí el final de la edad de la inocencia. Tras la invitación de algunos de los popes del manga al Salón del Cómic de Barcelona en 1993, las editoriales empiezan a explotar a conciencia grandes series como Dragon Ball, Doraemon o Sailor Moon. No fue hasta el cambio de siglo cuando empezaron a respetar en su publicación el orden de lectura japonés, de atrás hacia delante. A partir de ahí, es imparable el crecimiento de la cultura otaku”, concluye Estrada. Quienes quieran entender sus orígenes, tienen una cita en The art of manga.
Babelia
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