Vargas Llosa dice adiós al columnismo periodístico
El Nobel peruano publica mañana en EL PAÍS su última tribuna
El pasado mes de octubre Mario Vargas Llosa anunció su adiós a la narrativa con una escueta nota al final de su nueva novela, Le dedico mi silencio (Alfaguara). Mañana se despide también del periodismo con la publicación en EL PAÍS de Piedra de toque, la tribuna con la que cierra su sección quincenal del mismo título. Por suerte para sus lectores, ya está inmerso en la preparación de un ensayo dedicado a Jean-Paul Sartre, su maestro de juventud. Él sostiene que será su “ultimo” libro, pero es difícil imaginar a Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 87 años) aparcando la curiosidad que le ha llevado a participar en casi todos los debates del mundo contemporáneo.
“Para poder escribir novelas yo he necesitado siempre tener un pie en la actualidad”, afirma en una entrevista sobre su labor como articulista que publica mañana EL PAÍS. “Yo no soy un escritor de literatura fantástica sino de literatura realista. El hecho de vivir tantas horas, todos los días, embebido en la ficción ha significado la necesidad de salir de ese mundo de imaginación y ver, tocar, el mundo real, salir de la torre de marfil”.
Durante 33 años Vargas Llosa ha sido columnista regular de EL PAÍS. El 2 de diciembre de 1990 publicó su primera tribuna dominical: Elogio de la ‘dama de hierro’. Aquel retrato de la primera ministra británica, Margaret Thatcher, a partir de sus encuentros con ella y del análisis de su legado ―había cesado de su cargo cuatro días antes― reunía muchos de los ingredientes que han convertido los artículos del autor de La ciudad y los perros en una referencia: el trato personal con políticos, artistas y escritores, el conocimiento directo de los lugares que marcan el presente, el pensamiento libre y contracorriente y, sobre todo, su altura literaria, mezcla de claridad y rigor. Ya en el primer párrafo aparecían citados varios de sus referentes intelectuales: Jorge Luis Borges, William Faulkner, Karl Popper e Isaiah Berlin.
Cuando reunió los tres primeros tomos de la serie Piedra de toque en sus monumentales obras completas, Vargas Llosa describió sus “columnas periodísticas” como fruto del esfuerzo por “comentar algún suceso de actualidad que me exalte, irrite o preocupe, sometiéndome a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones”. En tres décadas, las dudas y convicciones del intelectual más influyente de las letras en español han seguido el rastro de los acontecimientos clave de la actualidad en un mundo cada vez más globalizado. Desde la política en América Latina ―con especial atención a Perú―, en España, en el resto de Europa o en Estados Unidos hasta las tensiones en Oriente Próximo pasando por los cambios sociales y culturales, casi nada ha escapado a la exaltación o la irritación de un escritor que es además un lector tan exigente como generoso. Para comprender su capacidad de prescripción basta con leer su penúltima ‘piedra de toque’, una autentica demolición de las memorias de André Malraux, o la que dedicó en 2001 a saludar el descubrimiento del nuevo libro de un discreto profesor de la Universidad de Girona llamado Javier Cercas: Soldados de Salamina. Para reconocer su independencia de juicio y su compromiso con la libertad individual más allá de los corsés ideológicos ―siempre ha defendido con vehemencia las virtudes democráticas del libre mercado―, bastaría con releer sus defensas del matrimonio homosexual, de las conquistas del feminismo, de la eutanasia o su propuesta para despenalizar las drogas.
Esa conciencia libérrima le ha llevado a generar un tipo particular de lector: el que admira al novelista pero disiente del articulista. “Eso es muy común”, concede. “Me pasa a mí también con algunos escritores cuyas ideas no comparto o me causan rechazo y que sin embargo admiro a la hora de leer sus ficciones. Lo divertido es lo contrario, cuando alguien dice que admira un artículo mío pero no ha leído ninguna novela mía”.
Muchas veces sus artículos y reportajes en EL PAÍS han estado en el origen de ensayos como La civilización del espectáculo o La mirada quieta de Pérez Galdós y de novelas como El sueño del celta, dedicada a la brutal explotación del caucho en el Congo y en Perú. En estas páginas recordó también la madrugada del 7 octubre de 2010, en la que una llamada de la Academia Sueca lo despertó en Nueva York para anunciarle que había ganado el premio Nobel. Catorce minutos de reflexión tituló tres días más tarde la crónica en la que narra el tiempo transcurrido entre ese aviso privado y la publicación de la noticia en los cinco continentes. “Tenía el día planificado con toda precisión”, escribe. “Trabajaría un par de horas preparando la clase del próximo lunes en Princeton, en la que ilustraría el tema del punto de vista con ejemplos tomados de El reino de este mundo de Alejo Carpentier, media hora de ejercicios para la espalda, una hora de caminata en Central Park, periódicos, desayuno, ducha, y a la Public Library de New York, donde escribiría mi Piedra de toque para EL PAÍS sobre el suicidio, tirándose del puente George Washington, en la Universidad de Rutgers, de Tyler Clementi, violinista y joven estudiante al que dos compañeros homófobos habían denunciado como gay, difundiendo en la Red un vídeo en el que aparecía besándose con un hombre”. El galardón más importante de la literatura universal le obligó a cambiar de planes aquel jueves, pero el domingo no faltó a su cita con los lectores de este diario.
En 2016, durante la multitudinaria celebración del 40º aniversario de EL PAÍS en la FIL de Guadalajara (México), Mario Vargas Llosa se describió a sí mismo como “un empleado” del periódico. Durante 33 años ha sido, por supuesto, mucho más que eso: uno de los mayores novelistas vivos, un gran escritor de prensa, un intelectual comprometido, una voz libre a la que admirar siempre y con la que debatir en EL PAÍS dos veces al mes durante tres décadas.
Babelia
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