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Muere Pablo Herrero, compositor de ‘Un beso y una flor’ y ‘Libre’

El letrista escribió otras canciones como ‘Como una ola’, ‘Eva María’ y ‘Libertad sin ira’. Tenía registradas casi 800 obras en la SGAE, de la que fue vicepresidente

Pablo Herrero
José Luis Armenteros (izquierda) y Pablo Herrero, autores de la canción 'Libertad sin ira', en 1997.GORKA LEJARCEGI

El compositor madrileño Pablo Herrero falleció este martes en Madrid, a los 81 años, después de varios días en una unidad hospitalaria de cuidados paliativos. Puede que su nombre no le resulte especialmente familiar a muchos aficionados, pero es imposible haber vivido en la España de estas seis últimas décadas y no conocer unas cuantas docenas de sus composiciones. Paradigma del autor a la sombra, una categoría en la que solo pueden hacerle competencia en España Manuel Alejandro o el ya desaparecido Augusto Algueró, contaba con cerca de 800 canciones registradas a su nombre en la SGAE, muchas de ellas escritas junto a su inseparable José Luis Armenteros. De su pluma nacieron Como un beso y una flor, Libre o América, para su adorado Nino Bravo; Como una ola, de Rocío Jurado; Latino, de Francisco, o el himno por antonomasia de la Transición, Libertad sin ira (Jarcha).

Herrero era un hombre exquisito, afable y muy generoso, en opinión unánime de quienes le conocían. Alérgico a los focos y a la fama, se sintió cómodo siempre en su papel de pieza indispensable en el engranaje de la música, pero desconocido para el gran público. Despuntó en los años sesenta como integrante de Los Relámpagos, un grupo de rock instrumental en la estela de los británicos The Shadows o The Hurricanes, donde ya coincidió con Armenteros. En aquella época comenzaron a comprender la importancia de los papeles gregarios tras erigirse en banda de acompañamiento de un jovencísimo chaval de Granada que acababa de desembarcar en la capital y entonces aún se hacía llamar Mike Ríos. Herrero le compuso una canción tan tierna como hoy olvidada, Un océano nos separa. Pero, sobre todo, le introdujo en los circuitos melómanos de la gran ciudad, una oportunidad por la que el luego firmante del Himno a la alegría le ha guardado siempre devoción.

“A Pablo le reconozco como una de mis buenas influencias, un chaval estupendo y generoso que contribuyó muchísimo al desarrollo de mi carrera”, se sinceraba este martes un Miguel Ríos cariacontecido. Se habían conocido por los más puros designios del azar: coincidieron el día que Miguel se examinaba para obtener el carnet del Sindicato Vertical en la categoría de “teatro, circo y variedades”, una prueba, por cierto, en la que le suspendieron. “Pero nos pusimos a hablar, comprendimos que estábamos en la misma onda e hicimos buenas migas”. Pocas semanas después, Ríos ya estaba ensayando con él y el resto de Los Relámpagos en la casa de Pablo (calle de La Palma, en el corazón del barrio madrileño de Malasaña). “Era una vivienda más bien pequeña, pero con un piano en mitad del salón, y eso era un signo de distinción insuperable”, se sonríe Ríos. El roquero granadino se mudó todo lo cerca que pudo, a la Plaza de España. “Eran una buena influencia. Yo era un pegote provinciano y ellos me sacudían el polvo de las dehesas”.

El beneficio acabó siendo recíproco. La poderosa Philips, que había confiado en Mike como estrella emergente, también fichó a Los Relámpagos y propició la grabación de media docena de epés conjuntos. El conjunto de Pablo Herrero y José Luis Armenteros también disponía de un local alternativo de ensayo en la calle Juan Martín El Empecinado, muy cerca de Atocha, donde la familia de uno de ellos regentaba una frutería. Desde una manzana contigua les observaba todas las tardes un niño de apenas nueve años llamado Ramón Julio Márquez, con el tiempo célebre como Ramoncín. “Pablo era muy alto, muy guapo y fumaba en pipa, así que su sola presencia me parecía muy flipante”, rememoraba el autor de Hormigón, mujeres y alcohol.

En realidad, a Herrero le quedaban muy lejos todos los arquetipos del rock, las sustancias poco saludables, el vértigo urbano y la vida en el filo. Siempre fue “más de corbatita que de chupa de cuero”, en definición de Miguel Ríos, y le atraía mucho más la buena música melódica que el guitarreo eléctrico. Por eso, tras finalizar la aventura de Los Relámpagos, el pop afable y risueño de Fórmula V se convirtió en su cauce ideal de expresión. Armenteros ya había escrito en solitario Cuéntame y el tándem agregó a la interminable lista de éxitos Eva María, Tengo tu amor o Cenicienta. Pero el gran punto de inflexión artístico de Herrero/Armenteros se fraguó en torno a la voz colosal de Nino Bravo, para el que escribieron el grueso de su repertorio. Sobre todo la incomparable Libre (1972), para cuyo desarrollo armónico y estructural Herrero se inspiró en el Concierto de violín de Chaikovski y en la Obertura Coriolano de Beethoven. Ante todo, profesionalidad.

El gusto por las voces masculinas robustas llevó a Herrero y a su alter ego creativo a trabajar para Juan Bau (La estrella de David) o, más adelante, el alicantino Francisco y su racial Latino. No todo fueron triunfos arrolladores: a veces se interponían circunstancias tan pintorescas como el veto de la censura a su canción Sofía, que crearon a mayor gloria de unos émulos de Fórmula V llamados Doctor Pop. Los guardianes de la moral consideraron que la historia de aquella jovencita algo casquivana podía molestar a la esposa de Juan Carlos de Borbón. Para cuando el tema se regrabó con el nuevo título de Lucía, el interés ya se había disipado.

Todo lo contrario sucedió con Libertad sin ira (1976), una creación por encargo para el lanzamiento publicitario de Diario 16 que, en unas circunstancias políticas muy singulares, se erigió en involuntario himno de la Transición gracias a las voces andaluzas de Jarcha. Y con remitente sureño llegaría el último triunfo descomunal como autor de Herrero, aquel Como una ola que la chipionera Rocío Jurado elevó en 1982 a lo más granado de su repertorio.

A partir de aquella década, Pablo Herrero prefirió enfocarse en tareas más administrativas y asumió durante veinte años largos la vicepresidencia de la SGAE, siempre con Teddy Bautista como presidente del Consejo de Dirección. “Pablo no solo fue un excelente compositor”, subrayaba Bautista, “sino un luchador incansable de los derechos morales y patrimoniales de los creadores, que celebró como propia la victoria de una Ley de Propiedad Intelectual [1987] moderna y ejemplar”. Desolado, el antaño fundador de Canarios agregó: “Todos deberíamos inclinarnos ante su memoria y darle las gracias por haber luchado por los más débiles, siendo él mismo uno de los grandes. Pero Madrid no le dedicará una calle…”.

Ramoncín también resalta la “calidad humana extraordinaria” del compositor ahora desaparecido, que dedicó sus últimos años a trabajar por los autores en situación de precariedad a través de la mutualidad de la Fundación SGAE. Francis Cervera, último integrante de Los Brincos, ahonda en esa misma dimensión humana: “Era entrañable en el trato, humilde y prudente, y siempre hacía alarde de un gran sentido del humor. Su saludo favorito era ‘¡Hola, majo!’, seguido de una amplia sonrisa. Así era Pablo”.

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