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Universos paralelos
Columna
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Todo es reciclaje

La creatividad actual recurre frecuentemente al saqueo del pasado. El único requisito es pasar por caja.

The Verve, la banda de Richard Ashcroft, Nick McCabe, Peter Salisbury y Simon Jones, en Bruselas en 1994.
The Verve, la banda de Richard Ashcroft, Nick McCabe, Peter Salisbury y Simon Jones, en Bruselas en 1994.Gie Knaeps (Getty)
Diego A. Manrique

Lo cuenta la BBC: una cuarta parte de los temas recientes que han entrado en la lista de éxitos británica, contiene samples de discos preexistentes. Lo que antes era una curiosidad ha evolucionado a tendencia, a práctica rutinaria y (sí se paga a los derechohabientes) legítima. Una confirmación de la retromanía denunciada por Simon Reynolds en su libro homónimo, subtitulado La adicción del pop a su propio pasado (hay edición en español, publicada por Caja Negra).

Reynolds lanzaba la voz de alarma: “¿Nos dirigimos acaso hacia una especie de catástrofe ecológico-cultural, en la que la búsqueda en los archivos de la historia del rock también se agotará? ¿Nos quedaremos sin pasado?”. Minusvaloraba, me temo, la capacidad del pop moderno para el canibalismo. Uno de los hits destacados por la BBC es Bittersweet Goodbye, donde la cantante Issey Cross recrea ―vulgariza, si prefieren— el glorioso Bitter Sweet Symphony de The Verve, un “himno urbano” de 1997 que funciona desde entonces como aviso para navegantes por aguas del sampleado.

El autor, Richard Ashcroft, fue denunciado por interpolar unos segundos de una versión orquestal de The Last Time, de The Rolling Stones. Varias paradojas: (1) el fragmento en cuestión no aparece en la interpretación original de los Stones y (2) estos no se querellaron, ya que el tema ―junto a todo lo que grabaron en los años sesenta― fue hurtado por Allen Klein, su temible manager estadounidense. Al final, ABKO, la compañía de Klein, se quedó con el 100% de los ingresos de Bitter Sweet Symphony. Hay que decirlo todo: 22 años después, sus herederos aceptaron un acuerdo más equitativo, con lo que Ashcroft se beneficiara de la “versión” de Issey Cross.

Más allá de catastrofismos, urge recurrir al método habitual para entender la industria musical: seguir la pista del dinero. Hemos asistido asombrados a las ventas multimillonarias de los catálogos editoriales de grandes (y pequeños) artistas. Los compradores se aprovecharon de que los ingresos de los cantantes se habían reducido por el encogimiento simultáneo del directo (la pandemia, recuerden) y las ventas de productos físicos, por no hablar de los pagos homeopáticos por el streaming. Pero sabían que los nuevos modelos de negocio no afectarían a los derechos de autor.

Todo lo contrario. La dinámica del mercado sugiere prescindir de prejuicios puretas y priorizar la obtención de éxitos rápidos; si eso implica saquear el pasado, perfecto. Existen teorías neurológicas para explicar que las canciones añejas entren más fácilmente; redes sociales como TikTok pueden potenciar precisamente esa porción de una canción recién lanzada… o revelar su ADN.

Estos nuevos actores presumen de no actuar como las burocráticas editoriales de toda la vida. Hipgnosis asegura que se dedica al “management de canciones”; Primary Wave dice especializarse en el “relanzamiento” de artistas clásicos, vivos o muertos. Interaccionan con productores musicales, ofreciendo bases instrumentales, ya aptas para el sampleo. Plantean a productoras de series televisivas o agencias de publicidad el uso de sus joyas. Todos pasarán por caja, claro.

Vivimos entre ecos del pasado, aunque los actuales consumidores ni se enteren. No importa: los propietarios se embolsan los porcentajes correspondientes. Y si alguien se resiste, ahí están los abogados expertos en derecho de autor; para ellos, también están siendo años de vacas gordas.

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