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Emmanuele Carrère
Crónica
Texto informativo con interpretación

El fin: última entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París

Esta semana, la sentencia y una sorprendente velada de clausura

Emmanuel Carrere
Dibujo del 29 de junio, día del veredicto, en el que la imagen del acusado Salah Abdeslam está impresa sobre una vista general de la sala donde se celebró el juicio.BENOIT PEYRUCQ (AFP)
Emmanuel Carrère

Capítulo 38

1. En la sala de las subastas judiciales

La sentencia se conocerá a las 17 horas, nadie duda de que será más tarde, algunos piensan que a altas horas de la noche. Más gente aún que el primer día, más gendarmes, más bullicio. No queremos alejarnos, damos vueltas, circulan chocolatinas y rumores. Como el primer día, en la sala sólo hay un puesto para cada medio de comunicación, esta vez Mathieu Delahousse ocupa el del Nouvel Observateur. Violette Lazard y yo, en la sala de retransmisión de las subastas judiciales, nos aseguramos ella la esquina de un banco, yo un trozo de escalón en medio de doscientos periodistas llegados de todo el mundo y a los que en su mayoría no hemos visto nunca. El tribunal hace su entrada a las 20.30, temíamos algo peor. El presidente anuncia que la sentencia completa contiene 120 páginas, estará disponible a alguna hora de la noche, ahora sólo se leerá un resumen. “¿Nadie se opone?”. Se ríe de su broma, se le nota hipertenso, todo el mundo lo está. Allá vamos.

Excepto en lo relativo al acusado Farid Kharkhach, los jueces responden que sí a todas las cuestiones expuestas por los fiscales. Exceptuando al acusado Kharkhach, todos son declarados culpables de todos los delitos por los que comparecen aquí. Kharkhach es ese personaje lunático que confeccionó papeles falsos sin saber con absoluta certeza ni para quién ni para qué, y que cuando sus hijos van a verle en el locutorio les hace creer que es un carcelero. Nos alegramos por él, pero si es el único absuelto significa que a todos los demás los han condenado. Es lo que comprenden los tres acusados menores, Chouaa, Attou y Oulkadi, que a lo largo de todo el juicio han comparecido libres en sus asientos plegables delante del banquillo y que hunden la cabeza entre las manos y empiezan a sollozar. Entre los pies tienen bolsas de mudanza con sus pertenencias por si acaso al final de la audiencia les enviaran derechos a la cárcel y, si bien todavía no es seguro, porque la cuantía de las penas se enunciará después de su calificación, es lo que parece que va a suceder.

Recuerdo las últimas palabras de Chouaa, la antevíspera: “Tengo miedo, tengo muchísimo miedo de que cometan un error”. Son las dos grandes incertidumbres de la sentencia: la suerte de los “segundones” (¿quedarán en libertad?) y la del pez más gordo, Abdeslam: ¿le impondrán la famosa, y para muchos chocante, cadena perpetua irreductible que ha exigido la Fiscalía? Cuando llegamos a él en la lectura de las penas, tampoco queda muy claro, pues después de pronunciada la palabra “perpetua”, que no sorprende a nadie, el presidente añade que no podrán aplicarle ninguna de las medidas previstas por el artículo 132-23 del Código Penal. Se comprende que no es una buena noticia para Abdeslam, él mismo parece desconcertado, interroga con la mirada a sus abogados, que no las tienen todas consigo, pero el presidente no ha pronunciado la palabra “irreductible” y la pregunta recorre los bancos: “¿Qué ha dicho? ¿Pero qué dice el artículo 132-23?”.

Salah Abdeslam, a la derecha, junto a los otros 13 acusados.
Salah Abdeslam, a la derecha, junto a los otros 13 acusados.BENOIT PEYRUCQ (AFP)

Los periodistas llegados de todo el mundo tienen que enviar o grabar o twitear sus papeles dentro de media hora: se lo ponen difícil. El presidente prosigue su lectura. Este hombre, habitualmente plácido, se atasca con las palabras, se le traba la lengua, los lapsus se agolpan y el más espectacular es llamar Mohammed Henri a Mohammed Amri, lo cual para un magistrado de su edad no es un desliz nimio cuando recordamos que el asesino de un niño al que Badinter consiguió salvar de la guillotina, al mismo tiempo que lograba la abolición de la pena de muerte, se llamaba Patrick Henry. Y justo después de esto, Mohammed Henri, de repente la imagen se inmoviliza en la pantalla. El presidente se queda boquiabierto, ya no hay sonido, la retransmisión se ha interrumpido. Error informático.

2. El general tartamudo

Un problema a los dos tercios de la sentencia, en medio de la lectura de las penas, en el momento más dramático del juicio. No es posible. Nos quedamos en suspenso a la espera de que vuelva la imagen. No vuelve. No sabemos qué hacer. Unos se quedan petrificados, otros salen al vestíbulo. Yo salgo. Nos amontonamos delante de la sala de audiencia. Descartado entrar, por supuesto, está abarrotada. Pero, balbucimos, ¿van a suspender la audiencia mientras solucionan el problema? No, dice Julien Quéré, de quien enseguida voy a hablar.

El juicio continúa. Consternación general. La comparto hasta que en mi memoria irrumpe la historia siguiente. En 1849 Dostoievski tiene 28 años, le han detenido por haber participado en una conjura terrorista y le condenan a muerte. Le han conducido, junto con los demás conjurados, al lugar de la ejecución. Les ponen una capucha, les atan a los postes mientras el pelotón carga los fusiles. Un instante antes de que ordenen disparar, llega un emisario del zar y les notifica el indulto. Un indulto relativo: Dostoievski cumplió cuatro años de trabajos forzados en Siberia, de donde regresará convertido en el hombre que describirá más tarde, en Los demonios, el ajetreo de cucarachas alucinadas que es una célula terrorista. El detalle sublime, el que no se cansan de mencionar los biógrafos, es que, por azar o por puro sadismo, el emisario encargado de leer la carta del indulto era un general tartamudo. Imagino lo que sucedió al minuto siguiente de interrumpirse la retransmisión en la sala de subastas judiciales. Avisaron al presidente y él tuvo que decidir en el acto: o suspender la audiencia hasta que se restableciera la avería, porque no podía hacer eso a los doscientos periodistas llegados del mundo entero o, puesto que ya había comenzado la lectura, seguir hasta el final porque no se les podía hacer eso a los acusados. En mi crónica anterior, deploré que el presidente, debido a las largas deliberaciones, se preocupase por todo el mundo, salvo por estos últimos. Ha rectificado de un modo brillante. Ha dicho: continuamos. Se ha negado a ser el general tartamudo.

(Llegado a este punto: dicen que un psicoanálisis se desvela por entero en la primera sesión; ocurre lo mismo con una primera audiencia de un juicio penal. Interrogatorio de estado civil. Abdeslam, ¿profesión? “Combatiente del Estado Islámico”. Périès consulta sus notas y dice: “Yo veo aquí: trabajador eventual”. Esta réplica convertida en legendaria no podía ser premeditada, el presidente la enunció sin un pizca de humor ni de sarcasmo. Estableció su autoridad para todo el juicio. De la primera sesión a la 49: sirva de homenaje a Périès).

3. En la cima de la escalera

Ahora estamos en la cima de los escalones del palacio de justicia, y Marie Dosé refunfuña. Junto con Judith Lévy, Marie es también la abogada de Ali Oulkadi y las dos tienen motivos para estar contentas porque Oulkadi y los otros dos van a quedar finalmente en libertad. Hace falta más para contentar a Marie Dosé, que es una defensora apasionada, testaruda, cascarrabias; yo la adoro. Esta sentencia, dice, es una chapuza. Lo es desde el punto de vista jurídico. Ellas han pedido la absolución de Oulkadi. Le han declarado culpable de todo, de asociación terrorista de malhechores, de encubridor de terroristas, de cosas extremadamente graves por las que ¿le condenan a qué? A dos años de prisión firme que ya ha cumplido, es decir, lo que le cae a un ladrón cuando lo llevan de inmediato ante el juez por el robo a tirón de un bolso. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que sabemos muy bien que no hay nada terrible que reprocharle pero, en lugar de absolverle o de endosarle dos años por un simple encubrimiento, lo cual sería la pura verdad, quieren, para sentar jurisprudencia, que nada escape a la ATM, la famosa asociación terrorista de malhechores que ya era, encarece Judith Lévy, un delito-basura pero que se está transformando en delito-vertedero.

Viandantes en París pasean delante de las placas que recuerdan a las víctimas del atentado de noviembre de 2015.
Viandantes en París pasean delante de las placas que recuerdan a las víctimas del atentado de noviembre de 2015.Abdulmonam Eassa (Getty Images)

El pleno sentido de la sentencia, me explican ellas (me gusta que Marie y Judith me expliquen las cosas, lo han hecho a menudo durante el juicio), es evitar el recurso. Sobre todo evitar que recurran. A priori no van a recurrir en el caso de Oulkadi. La decisión es aberrante, conservará toda su vida la etiqueta de terrorista pegada en la frente, pero queda en libertad y esto es lo esencial. Lo mismo ocurre con Chouaa y Attou. En general, han impuesto a todos los encausados un poco menos que lo que solicitaba la fiscalía —el mensaje subliminal es: pueden darse con un canto en los dientes, y si recurren tengan la seguridad de que agravarán la pena— para concentrarlo todo en la espalda de Abdeslam, el terrorista absoluto, definitivo y terminal, en chirona hasta que le sobrevenga la muerte, así todo el mundo estará contento. Bueno, todo el mundo: la opinión pública, a la que se transmite el mensaje de que en materia de terrorismo somos y siempre seremos implacables. Desde luego, no todo el mundo entre mis compañeros del juicio, incluidas las partes civiles, a las que en su mayoría incomoda esta sentencia dictada sólo cuatro veces en un cuarto de siglo. Por dos razones, una de sentido común, la otra jurídica.

La primera: si en vez de muertos, los nueve asesinos del comando estuvieran ahora en el banquillo, les habrían condenado, merecidamente, a la cadena perpetua irreductible. ¿Y a Abdeslam, entonces? ¿A qué le habrían condenado a él, el comparsa acojonado? No a la misma pena, con toda seguridad. Como no tenemos a los verdaderos criminales, él paga por ellos. La razón jurídica: la sentencia reposa sobre una retorcida construcción jurídica. (Chiste que circulaba en tiempos de Mitterrand: el presidente tiene dos abogados, Robert Badinter para el camino derecho, Roland Dumas para la vía torcida). Legalmente, a Abdeslam se le puede enjuiciar por todo aquello de lo que se ha reconocido culpable, pero esto no permite condenarlo a esta pena, la máxima del máximo. Por cualquier lado que se mire, la cuenta no sale. Lo que ayudaría para que salga sería que hubiese disparado contra los policías en el Bataclan. Pues bien, no sólo no disparó contra nadie, sino que no estaba en el Bataclan. Eso no cambia nada, dice la Fiscalía, vamos a considerar el conjunto de las escenas del atentado como una sola escena. No haber disparado en un café del distrito 18 equivale a haber disparado en una sala de conciertos del distrito 11. Esto se llama “intercambiabilidad” de los escenarios, es la trasposición territorial del proverbio “si no eres tú entonces ha sido tu hermano”, que es el gran argumento de la ATM y que, no obstante mi gran aprecio por los fiscales, me deja perplejo. No sólo a mí, sino a muchos de mis camaradas, pero sinceramente no se puede decir que esta perplejidad nos obsesione esta noche. No es esta noche, cuando se va a lanzar el hashtag yo soy salah.

Una media hora después de la sentencia, que cabe discutir pero no es escandalosa, pasamos a otra cosa.

Una media hora después de la sentencia, que cabe discutir pero no es escandalosa, pasamos a otra cosa. Estamos en la cima de la escalera donde hemos pasado tantas horas hablando, fumando, llorando por las suspensiones de audiencia. En el bulevar, abajo, hay treinta camiones de CRS (Compagnies Républicaines de Sécurité, policía antidisturbios). Se irán dentro de unas horas y se podrá atravesar libremente l´Île de la Cité, que ha estado bloqueada casi un año. No sé cuántas veces durante este año los amigos me han dicho: “Nos tienes hasta los cojones con ese juicio tuyo que bloquea el tráfico”. Mi juicio, sí. Todos nos percatamos esta noche, incluso quienes como yo han sido meros observadores, de que ha sido nuestro juicio y de que ha terminado.

4. Bajamos los peldaños

Bajo los peldaños con Aurélie, que perdió a su marido, Matthieu, en el Bataclan. No he hablado de ella en estas crónicas, es la ley de las comunidades efímeras, hay personas de las que solamente al final te haces amigo. Me cuenta: el 14 de noviembre de 2015, su hermana apagó el televisor y dijo: “Ahora ya no miras nada, no escuchas nada, y ya no te ocupas de esto, te concentras en tu vida”. El hermoso libro que ha escrito Aurélie, Nos 14 novembre (Nuestros 14 de noviembre) (1), habla de Matthieu, de los hijos de ambos, del duelo, de la intimidad, de la vida, pero no de esto. Se niega a que esto la invada. Ni hablar de ir al juicio y aún menos a declarar. El 8 de septiembre de 2021, un amigo del Bataclan insiste en que le acompañe: es un momento histórico, al menos ven a ver.

Placa conmemorativa por las víctimas de los ataques de 2015.
Placa conmemorativa por las víctimas de los ataques de 2015.Abdulmonam Eassa (Getty Images)

Ella va arrastrando los pies, resuelta a detenerse en la Place Dauphine, antes del primer control de la policía. Ahora que está en la zona tiene la tentación de entrar, que es obviamente algo imposible porque no tiene ni acreditación ni badge, ni siquiera un documento de identidad. Aparece un tipo delgado y nervioso al que ella y su amigo le exponen el problema y él dice a los gendarmes que la dejen pasar, y al día siguiente le dan un badge, un distintivo. El hombre delgado y nervioso se llama Julien Quéré, es el magistrado que ha sido el responsable de toda la organización del juicio y es importante escribir su nombre porque casi todo el mundo tiene una historia parecida y Julien resuelve con un tacto y una eficacia sobrenaturales las situaciones más enmarañadas. Era el jefe de esta organización, todos sus subordinados actuaban igual que él y creo que nadie, nadie entre las partes civiles, pero en general entre las personas que han seguido el juicio desde el puesto que fuera, se ha sentido tratado como alguien insignificante.

Pascale Robert-Diard, la gran cronista judicial de Le Monde, ha escrito un artículo que ha causado bastante revuelo por decir que las atenciones a las víctimas estaban bien pero que eran un poco exageradas, que les hacían vivir entre algodones. Es la clase de actitud con la que espontáneamente estoy de acuerdo, pero en realidad ese esmero en el trato ha sido precioso, a todo el mundo le ha gustado que les trataran así. Todos lo han agradecido. Todo el mundo dice: es increíble hasta qué punto todo ha salido bien. Aurélie, al final, está en la sala. La descubre. El banquillo de los acusados está muy lejos, a la izquierda. No quiere verlos a ellos, pero alrededor de ella descubre a los supervivientes, a los que visten luto, a sus semejantes, cuya vida se ha visto partida en dos. Unos días más tarde el presidente evoca a fantasmas, los nombres de los 130 muertos resuenan en el silencio que los estrecha a todos, y ella siente en su cuerpo, como una ola, la dimensión colectiva de lo que sucede allí, una historia más grande que ella y en la que comprende que va a participar. Al principio viene de vez en cuando y luego cada vez con más frecuencia. Al principio se sienta en los bancos del fondo y después se acerca. Al principio no mira hacia la izquierda, hacia el banquillo, y luego empieza a mirar hacia él, hacia la zona peligrosa que emite radiaciones. Es una frontera para las víctimas que vienen a testimoniar en el estrado: algunas, en un momento dado, se vuelven hacia la izquierda, los miran, se dirigen a ellos; y otras no lo harían por nada del mundo. Llega el día de su propio testimonio, que conmociona. Lo reproducen titulares de periódicos: “Me he convertido en una atleta del duelo”.

Empieza a ir a Les Deux Palais. Conoce a otras personas. La secuencia de los investigadores belgas, al comienzo del invierno, es realmente la marea baja del viernes 13, nos aburrimos como hongos pero a ella no la desanima. Georges Salines, cuya hija murió en el Bataclan y que no teme las palabras, habla directamemnte de adicción. Todas las personas a las que he interrogado dicen lo mismo. Las han enganchado, era fascinante incluso cuando era aburrido, en cuanto han subido a bordo nadie se apea en marcha. Mi experiencia personal tiene menos peso, pero yo también al principio me decía: veremos. En principio cubro todo el juicio, pero si al cabo de tres meses estoy harto diré a mis amigos de Le Nouvel Observateur que me retiro, será una pequeña decepción para ellos y para mí, pero nos despediremos como buenos amigos. Nunca, ni una sola vez he pensado en desistir. Nunca he tenido ganas de salir de la sala. Yo sabía, sabíamos que estábamos viviendo juntos algo completamente distinto del happening judicial faraónico e inútil que al comienzo teníamos buenos motivos para temer. Completamente distinto: una experiencia única de espanto, de piedad, de proximidad, de presencia. Hasta tarde no he caído en la cuenta de que la sala del juicio se asemeja a una iglesia moderna y de que en ella se ha desarrollado algo sagrado. Aurélie: “Nos han dado un lugar y tiempo, todo el tiempo que hacía falta para transformar, metabolizar el dolor. Y ha funcionado. Ha sucedido. Zarpamos, hemos hecho esta larga, larga travesía y ahora el barco entra en el puerto. Desembarcamos”.

Salimos a beber algo.

5. En Les deux Palais

Perdón si esto parece frívolo, no lo es. La velada siguiente ha sido la más extraordinaria que he pasado y que probablemente pasaré en toda mi vida. Todos los presentes os dirán lo mismo. Poco a poco, todas las personas que han seguido el viernes 13 bajaron la escalera y acudieron a Les Deux Palais, esta brasserie balzacniana, mágica, en la que se reúnen a todas horas, desde hace generaciones, con un frufrú de togas negras y muchas veces una estela de tragedia, jueces, abogados, periodistas, imputados, parejas que acaban de divorciarse y toman juntos, antes de emprender cada uno su nueva vida, un café desmañado y triste. Como el control policial todavía se ejerce durante unas horas, hay que mostrar el distintivo para acceder a esta esquinita de l’Île de la Cité que de hecho está privatizada. Solo estamos nosotros en Deux Palais, los que hemos pasado tantas horas en sus banquetas oscuras, esta comunidad nuestra que esta noche se separa. Estamos todos aquí, y entre nosotros un buen tercio de partes civiles, suficientes para que los demás, los que no han sufrido, los que como yo están al otro lado de la barrera, puedan decirse que el extraño alborozo de esta velada no es algo indecente. ¿O sí? ¿Es indecente que Nif-Nif, Naf-Naf, Nuf-Nuf, los tres segundones que por los pelos se han librado de una buena, pero que de todos modos han cumplido su papel al servicio de la muerte, estén allí, atónitos, y que les felicitemos, los besemos y nos hagamos selfies con ellos?

Hasta tarde no he caído en la cuenta de que la sala del juicio se asemeja a una iglesia moderna y de que en ella se ha desarrollado algo sagrado

Planteada la pregunta, las respuestas varían. “Me han dado más besos hoy que el día de mi boda”, dice Ali Oulkadi. Los tres tienen prohibido durante diez años residir en territorio francés, pero bueno, diremos que los diez años empiezan mañana, esta noche hasta los fiscales del supremo contemplan su alegría, enternecidos, ante su creciente club de fans. Ahora los tres fiscales, tan distantes y casi intimidatorios en las audiencias, y que no aparecen nunca en las suspensiones, tienen aspecto de amigos con los que te tomas unas copas y haces senderismo, una afición de Nicolas Braconnay, al que ya no imaginas con una toga negra, sino con un forro polar Quechua. Camille Hennetier lleva un vestido de verano, y Olivia Ronen, que ha defendido a Abdeslam junto con Martin Vettes, y que tiene un aire tan joven, estudiantil, me dice: “Le tenía harto, ¿no? No sé cuántas veces usted ha escrito que yo le fastidiaba”. Le respondo con franqueza, todo el mundo esta noche es sincero: “Sí, me fastidiaba su agresividad y sus Salah por aquí, Salah por allá, pero la he admirado. Martin y usted han luchado como leones. Pienso que la sentencia estaba dictada de antemano. No podían hacer nada. Y al final de su alegato usted caminaba sobre las aguas, Olivia, era hermoso”.

6. Los flashes

Estamos aquí, estamos juntos, comentamos la sentencia, nos estrechamos y cuando prometemos no perdernos de vista sé que en muchos casos será verdad. Lo que hemos vivido juntos era demasiado intenso, incomunicable, no lo sabrá nadie que no estuviera allí. Salvo los que se han instalado en una mesa, con su cuadrilla, muchos como yo van de grupo en grupo. Te cruzas una y otra vez con los que hacen lo mismo. Me he cruzado una decena de veces con Yann, un joven herido en el Petit Cambodge y que ha asistido al juicio todos los días. Digo “joven” (a pesar de que tiene 48 años y el pelo gris) por su aire juvenil, esbelto, de una dulzura atenta. Es fotógrafo, me gustó su testimonio, se ha convertido en uno de mis compañeros del viernes 13. En el estrado describió una sensación muy profunda de aislamiento en el momento en que le alcanzaron las balas. Todo se volvió oscuro. Su cabeza se sumergió en un ensueño sereno, entumecido, del que le arrancaron los gritos de su amiga Gaëlle. Comprendió que ella podía morir, que aquello era real. Reptaron juntos hacia la cocina donde se encontraron los tres —también estaba el hermano de Yann—, en la pequeña cocina del Petit Cambodge donde había un teléfono adosado a la pared que no paraba de sonar, y Yann se puso a contestar.

El abogado de Salah Abdeslam, Martin Vettes, durante su alegato final.
El abogado de Salah Abdeslam, Martin Vettes, durante su alegato final.BENOIT PEYRUCQ (AFP)

Primero a alguien que quería bo-bunàs para llevar y al que le dijo que en aquel momento no era posible, y luego a gente empavorecida que quería saber qué pasaba, y él, aturdido, repetía esta frase absurda: todo va bien, nos han disparado, pero todo va muy bien. Los heridos gemían, los servicios de emergencia transportaban cuerpos y Yann experimentaba algo como flashes: veía individualmente a cada uno de aquellos muertos, de aquellos heridos, de aquellos vivos a los que no conocía, los veía en su propio dolor particular e infinito, y la historia personal de cada uno, su dolor, su alma, reventaba ante sus ojos como burbujas de silencio y de luz, a cámara lenta. Yann dice que de esta misma manera “me dejé atrapar por el juicio, que despertaba estos flashes, esta sensación física de que todos los demás estaban a mi alrededor y yo tenía un acceso misterioso a todos ellos. Tenía esta fantasía: conocer exhaustivamente todo lo que había sucedido en el lugar de mi atentado. Luego el perímetro se amplió. Sigo perteneciendo al Petit Cambodge, pero poco a poco he ido conociendo a las demás comunidades, las otras terrazas, el Bataclan, el Stade de France y hasta la rue du Corbillon”. Las últimas palabras de Yann en el estrado: “Les agradezco este juicio. Les agradezco que entren en los detalles”.

Es cierto, hemos entrado en los detalles y recuerdo algo que pensé el otoño pasado y fue para mí una especie de flash. Pensé que la ambición del viernes 13 era insensata, desmesurada y también novelesca: desplegar a lo largo de diez meses, desde todos los ángulos, todos los puntos de vista, remontándose lo más lejos posible, lo que aconteció durante aquellas horas de horror. Se ha hecho en la medida en que era posible hacerlo. Yann y yo continuamos nuestro recorrido, cada uno por su cuenta, pero seguros de que volveremos a cruzarnos esta noche. ¿No te vas todavía? No, no me voy. En el viernes 13 no hacía falta concertar una cita con las personas que te apetecía ver. Decíamos: “Hasta mañana”. Me entristece pensar en todas esas personas a las que ya no voy a decirles: “Hasta mañana”. Media hora después, vuelvo a cruzarme con Yann y me dice: “Todo esto de aquí, ahora mismo, ¿no te parece una alucinación?”

7. “Estaba bien”

Nos aglomeramos en el mostrador, ya no pedimos vasos sino botellas. Los abogados de las partes civiles encargan champán para los abogados defensores. Yo no he bebido una gota de alcohol desde hace cuatro años, pero esta noche estoy borracho, todos lo estamos. Pegado a la barra, me inclino para escuchar lo que me dice un amigo periodista: “¿Vas a hacer Niza?”. Pregunta recurrente en la prensa: el juicio por la terrible matanza perpetrada con un camión de carga que tuvo lugar el 14 de julio de 2016 en el Paseo de los Ingleses va a inaugurarse en septiembre, en la misma sala. Le respondo que no, desde luego que no: si no es tu oficio, un año siguiendo un juicio a terroristas es suficiente para toda una vida. “Tienes razón, además va a ser horrible. Los hechos son incluso peores —las familias, los niños aplastados en sus cochecitos—, y desde el lado de las partes civiles no es la sociología de las terrazas o del Bataclan. No será el talante de ‘no voy a darte mi odio’. Pero de todas formas va a celebrarse allí arriba, en la sala... ¿No vas a sentir una punzadita de nostalgia? ¿No vas a tener la tentación de venir una o dos veces? ¿De pedir un badge de visitante?”.

Empleados de los juzgados atienden a algunas de las víctimas que habían acudido a escuchar el veredicto, el 29 de junio en París.
Empleados de los juzgados atienden a algunas de las víctimas que habían acudido a escuchar el veredicto, el 29 de junio en París.CHRISTOPHE PETIT TESSON (EFE)

Nos reímos pero tiene razón: cuando ya has visto lo que ocurre ahí dentro, en la sala, ¿cómo no verte tentado de volver a entrar si la puerta se entreabre de nuevo? Salgo a codazos a la terraza donde dos chicas borrachas ligan con los guardaespaldas impasibles de los fiscales. Un tipo al que no reconozco, no ha debido de venir a menudo, me dice: “¿No es curioso que todo esto termine en una terraza?”. Asiento con la cabeza, sí, es curioso. “¡Las terrazas han ganado!”, berrea el tío. Me alejo y topo con Aurélie, que lleva una botella y vasos a su mesa. Le digo lo que nos decimos todos: “Así que se acabó...” “Sí”, dice ella, “se acabó...”. Una pausa y después: “Estaba bien. Ahora puedo volver a casa”.

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