¿Fue el arte conceptual de Yves Klein precursor de los NFT?
Sotheby’s ha subastado en París uno de los recibos que el artista francés vendió en 1958 a coleccionistas a cambio de obras inmateriales presentándolo como un antecedente de los certificados de autenticidad del arte digital actual
En 1958, la galería Iris Clert de París había montado una nueva exposición, una monográfica con el título de El vacío. Su autor era el artista francés Yves Klein (1928-1962), conocido por aquel entonces por sus pinturas monocromas, lienzos untados de pan de oro, rosas, rojos, naranjas y, sobre todo, de su célebre color patentado, el Azul Klein (IKB). En un excelente ejercicio de literalidad, aquella muestra que se inauguraba el 28 de abril entregaba exactamente lo que prometía. O sea, no había nada que ver.
La primera reacción de los visitantes seguramente conllevaría un cierto grado de estupor: la galería estaba literalmente vacía, no se exhibían obras físicas. Sí que había, sin embargo, una entidad intangible que ocupaba el espacio: “Sensibilidad pictórica en su estado más puro”, que el artista dividió en varias “zonas” que vendía al mejor postor. Tras el pago, que debía realizarse en oro, Klein proporcionaba al comprador un recibo que después quemaría en un ritual en el río Sena, cerrando el círculo de la inmaterialidad que daba sentido a la obra. No obstante, algunos coleccionistas guardaron aquel tique de compra, y uno de ellos se subastó ayer miércoles en Sotheby’s en París por 1.063.500 euros.
Con esta operación, la casa de subastas pone de relevancia una cuestión que tiene mucho que ver con la actualidad: ¿existían los NFT antes de los NFT? En un fino ejercicio de malabarismo retórico, la firma presenta la pieza de arte conceptual de Klein como el antecesor prehistórico de los NFT, la idea a la que todo se remonta. Los NFT, cabe recordar, son activos digitales que proporcionan un certificado de autenticidad cuya seguridad resulta casi infranqueable. Igual que el proyecto de Klein, se trata —explican desde Sotheby’s— de una tecnología que “permite el intercambio de obras inmateriales”. “Si añadimos que el artista francés guardó un registro de los sucesivos dueños de las zonas”, agregan en su web, “es sencillo encontrar aquí otro concepto revolucionario: la cadena de bloques”, que viene a ser el libro de cuentas digital que registra transacciones en una red de intercambio de valor. Para dar más entidad a la teoría, la Zona de sensibilidad pictórica inmaterial que subastada se puede pagar con criptomoneda.
Visto superficialmente, el paralelismo podría pasar por adecuado. Pero al rascar, surgen las disonancias. El certificado expedido por Klein daba cuenta de la compra de un concepto. Un NFT es también eso, una prueba de propiedad y autenticidad. Pero lo que se adquiere es algo que reside fuera del mundo de las ideas: se compra una obra de arte digital que, aunque no se toca, sí que se puede ver a través de algún dispositivo y existe como archivo. Y si bien la cadena de bloques se podría comparar a un libro de contabilidad como el que llevaba el artista francés, una diferencia fundamental radica en que en aquella la información es pública y no está escrita en uno, sino en multitud de ordenadores, de modo que esa descentralización garantiza casi con absoluta seguridad que no se pueden modificar las entradas. No hay caja B que valga.
“El mercado del arte está dominado por las casas de subastas, y su función es hacer ventas lo más espectaculares posibles”, opina Pau Waelder, crítico de arte e investigador, sobre la equiparación de la obra conceptual de Klein con los NFT. Al irse agotando las obras de grandes maestros, los vendedores han salido en busca de nuevos mercados. “Y han encontrado un nicho perfecto en el arte digital”, ahonda el también comisario. “Gracias a la novedad del formato se han creado situaciones de venta millonaria de artistas desconocidos, y ahora los coleccionistas buscan seguir explorando, pero con artistas con reputación”.
Si, de ese modo, la verdadera arqueología de los NFT no se remonta ni a esos certificados de compra del vacío ni tampoco, por ejemplo, al Aire de París que Duchamp embotelló a partir de 1913, ¿dónde deberíamos comenzar a excavar? La respuesta es sencilla: en su propio terreno, esto es, el arte digital. “Las cosas surgen siempre en un contexto”, defiende el artista Solimán López. “Por mucho que los pintores de Altamira dejaran la huella de su mano a modo de firma, tampoco podríamos decir que esa prueba de autenticidad es un antecedente de los NFT”.
Por su naturaleza, una obra digital tiene la escurridiza capacidad de circular libremente en internet. Ante eso, el NFT garantiza la existencia de un archivo original. La difícil comercialización de este tipo de arte inmaterial y reproducible ya se había planteado con el vídeo y se amplió en los años cincuenta del siglo XX con el nacimiento del arte digital. “Desde los noventa, los artistas buscaban solucionar el problema”, apunta Waelder. “Por ejemplo, algunos vendían su vídeo en un paquete que incluía objetos físicos relacionados con la obra, para dar un sentido de propiedad. Y otros generaban un certificado que se guardaba en un disco duro”.
En la estela de esa lógica, el artista burgalés Solimán López creo en 2013 el Harddiskmuseum, un museo de arte digital donde los archivos de las obras están guardados en un disco duro y apartados de internet. “Esto sí sería un antecedente de los NFT”, argumenta, “porque respondía a una problemática coetánea: la de aislar y convertir en único un archivo digital que se puede multiplicar”. Las obras de Klein y Duchamp también abordaban la cuestión de la reproductibilidad pero, como subraya López, sus respuestas encajaban en el marco teórico de “la revolución industrial y a la mecanización del arte”, mientras que los NFT arrojan luz sobre los dilemas de otra revolución posterior, la digital.
Como enumera Pau Waelder en su artículo Por qué seguimos hablando de NFT, escrito para CCCB Lab, desde finales del siglo XX los creadores han ido probando ideas para posibilitar la transacción de sus trabajos. En 1999, la pionera Olia Lialina vendió su página web a otros artistas que colgaron los archivos en otro sitio en línea. En 2002, Mark Napier creo The Waiting Room, un espacio virtual exclusivo al que solo podían acceder sus 50 compradores. Y, en 2004, Raphaël Rozendaal asignó a sus obras digitales un nombre de dominio, confiriéndoles de ese modo el estatus de obras únicas. Actualmente, la exposición Artistas y máquinas, diálogos en el desarrollo del arte digital (en el CCCC de Valencia, hasta el 29 de mayo) bucea en los orígenes de la relación entre el arte y la máquina, que además de los ordenadores y las cámaras de vídeo tiene otro precedente: las fotocopiadoras.
En la búsqueda por hallar la manera de generar obras únicas, la solución definitiva apareció con la llegada, en torno a 2009, de la criptomoneda bitcoin y la cadena de bloques. El primer NFT, llamado Quantum, lo acuñó en 2014 el artista digital Kevin McCoy. La explosión especulativa, mediática y, también, creativa llegó siete años después: en junio de 2021, Sotheby’s lo vendió por 1,3 millones de euros; aunque la primera venta astronómica —57 millones de euros— se la había adjudicado tres meses antes Beeple, hoy una celebridad del medio que hasta aquel mes de marzo de hace un año era un auténtico desconocido.
Entremedias, los NFT pasaron de producirse en la cadena de bloques de bitcoin a la de ethereum (otra criptomoneda). De la primera era, que llegó hasta 2017, quedan restos como los Rare Pepes, unos 1.700 memes basados en el personaje de cómic Pepe the Frog, algunos de los cuales se pueden ver ahora mismo (impresos como tarjetas) en la exposición Certeza de la Colección Solo de Madrid. “Es un personaje que se popularizó en los foros de la contracultura y del que luego se apropió la alt right [extrema derecha] de EE UU”, explica Óscar Hormigos, director creativo de la Colección Solo. “Y es interesante porque es un ejemplo de cómo un meme ha traspasado las fronteras hacia el mundo del arte”.
Ya con ethereum siguieron series enormemente populares como los Cryptopunks y los Cryptokitties, personajes y gatitos virtuales disputadísimos entre los coleccionistas. Lo mismo que los monos del Bored Ape Yacht Club, 10.000 imágenes de monos generadas por un programa que proporcionan a sus dueños acceso a un club en línea exclusivo. Para Waelder, estas series “no tienen nada que ver con el arte”, pero sí están propiciando desarrollos que podrían repercutir en la creatividad en mayúsculas. Por ejemplo, Twitter ya ha creado un método para autenticar los monos que se usan como imagen de perfil de su red social. Y, al ceder los derechos de propiedad intelectual de estos avatares a los compradores, los propietarios del Bored Ape Yacht Club están fomentando que “la gente siga creando contenidos como series de televisión o camisetas”.
Todo esto ya forma parte de la historia del medio, donde se avistan también desarrollos para el futuro próximo. Desde el punto de vista tecnológico, se debaten soluciones para producir NFT on-chain (dentro de la cadena de bloques), en los que el código de la obra forme parte del propio token [unidad de valor]. Actualmente, la mayoría de las obras se registran off-chain, y el NFT contiene un enlace a la dirección en la que se encuentra el archivo de la obra. Esto plantea dudas por la posibilidad de que estos archivos alojados externamente se pierdan. “Empieza a haber una preocupación por cómo se conservarán los NFT”, ilustra Waelder. Del lado creativo triunfa el arte generativo, el que se crea a partir de un sistema autónomo. Es lo que hace Botto, una inteligencia artificial creada por Mario Klingemann que va refinando su estilo a partir de la opinión de los usuarios, que votan cuáles de sus cuadros les gustan más. Aunque lo realmente popular es el arte generativo geométrico, del que se pueden crear series de imágenes únicas pero vinculadas entre sí. En plataformas de código abierto como Open Processing, producir este tipo de obras está al alcance de cualquiera.
Babelia
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