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Los romanos se reían de los calvos pero no de los ciegos: Mary Beard desvela las claves del humor en la antigüedad

La profesora de Cambridge analiza en ‘La risa en la antigua Roma’ hasta qué punto los chistes permiten entender la sociedad romana

Comedia en Grecia
Pinturas eróticas con un grafiti en las ruinas de Pompeya.Franco Origlia (Getty Images)
Guillermo Altares

Los Monty Python dejaron muy claro en La vida de Brian lo que han hecho los romanos por nosotros: “El acueducto, el alcantarillado, las carreteras, la irrigación, la sanidad, la enseñanza, el vino, los baños públicos, la ley y el orden”. Y la profesora de Clásicas de Cambridge Mary Beard añade otro elemento esencial a esta lista: el humor y los chistes. En el libro La risa en la antigua Roma, un ensayo editado por Alianza Editorial en traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez, intenta explicar de qué se reían los romanos y si nosotros hemos heredado su humor. También si los chistes pueden ser una forma de comprender la sociedad de la antigua Roma.

Una de las conclusiones de Beard es que, aunque haya chistes que ahora nos resultan bastante absurdos y lejanos, muchas otras bromas que circulaban entonces siguen siendo populares en la actualidad. Las piedras del Coliseo de Roma o del acueducto de Segovia han sobrevivido casi dos mil años, pero la risa también. Por ejemplo: “Un tipo va al peluquero y este le pregunta: ‘Cómo quiere que le corte el pelo’. Y el señor responde: ‘En silencio”. Y otro chiste del que existen numerosas versiones –y del que se dice que era el favorito de Sigmund Freud– también se remonta al mundo clásico: “Un rey se encuentra con su doble y le pregunta: ‘¿Trabaja tu madre en palacio?’. Y el doble contesta: ‘No, pero mi padre sí”.

Dado que (afortunadamente) ya no se utiliza la orina como elemento esencial para dejar la ropa reluciente en una lavandería, como ocurría en la Roma antigua, algunos chistes romanos resultan difícilmente comprensibles como este: “Un agarrado entró en una lavandería y, como no podía mear, se murió”. Ni siquiera Mary Beard le encuentra un sentido lógico y apunta esta explicación: “Como el tacaño no quería dar bajo ningún concepto su valiosa orina gratis la retuvo hasta que estalló la vejiga y murió”.

La historiadora británica Mary Beard, en el barrio londinense de London Bridge.
La historiadora británica Mary Beard, en el barrio londinense de London Bridge.Carmen Valiño

Gracias a historiadores clásicos como Dion Casio, pero también a una recopilación de chistes de la antigüedad que ha sobrevivido, Philogelos (El amante de la risa), una recopilación de 256 bromas de en torno al siglo V, sabemos que los romanos se reían de la alopecia, pero no de la ceguera, que hacían chistes sobre crucifixiones o parricidios y que emperadores como Cómodo o Calígula tenían un humor bastante siniestro. Suetonio ofrece un ejemplo del tipo de bromas que se gastaba este último tirano: “En uno de sus banquetes más suntuosos de pronto le entraron grandes risotadas. Los cónsules que estaban recostados junto a él le preguntaron de qué se reía. ‘Tan solo de la idea de que, con un movimiento de cabeza mío, a los dos os degollarían al instante”. El humor era también, como ahora, una cuestión de poder.

“Creo que el humor siempre tiene que ver, en parte, con el poder”, explica Mary Beard, de 67 años, en una entrevista por correo electrónico. “Se puede ver muy claramente en las bromas en torno al emperador. Los malos emperadores utilizaban la risa para humillar, como Calígula en este caso. Los buenos emperadores disfrutaban de las bromas amistosas con su pueblo y podían aceptar alguna broma con el espíritu adecuado. Pero la cosa va más allá. Al igual que nosotros, los romanos utilizaban el humor para clasificar a los extranjeros. Los habitantes de la ciudad de Abdera, por ejemplo, eran divertidamente estúpidos”.

Cabeza del emperador Calígula.
Cabeza del emperador Calígula.Sepia Times (Sepia Times/Universal Images Gro)

Una de las cuestiones que plantea el libro, publicado originalmente en 2014 y basado en una serie de conferencias que Beard pronunció en la universidad estadounidense de Berkeley (California) en 2008, es que estudiar la risa permite comprender la sociedad romana, aunque una parte de la población —los esclavos, pero también, parcialmente, las mujeres— se queda en un espacio de sombra. Y, a la vez, es un espejo en el que nos podemos mirar para estudiar nuestra propia sociedad.

En el epílogo, la profesora y divulgadora del mundo clásico rememora una conversación en un café de Berkeley con un clasicista que leía desde que era estudiante, Erich Gruen, sobre muchos de los temas que trató en sus conferencias. “¿Podríamos llegar alguna vez a encontrarle la gracia a un chiste de crucifixiones?, ¿cómo sería una historia de la risa de la antigüedad y cómo encajaría en ella la romana?”, se preguntaba Beard. Y recuerda lo que le respondió Gruen: “Lo sorprendente de la risa romana no era su rareza, sino que dos mil años después, en un mundo radicalmente distinto, todavía podamos reírnos de algunos chistes que hacían que los romanos se partieran de risa. ¿No es el principal problema la comprensibilidad de la risa romana y no lo contrario?”.

Preguntada sobre lo que nos pueden enseñar los chistes sobre Roma, Beard responde: “Lo que hace reír a las diferentes culturas nos lleva directamente a sus relaciones de poder y a sus ansiedades. A menudo me ha llamado la atención la forma en que los romanos se reían de las cuestiones de identidad errónea (¿cómo saber cómo es alguien?), mucho más que nosotros, aunque sigue siendo un elemento en algunas comedias. Estoy seguro de que su importancia en la cultura romana está relacionada con un gran problema en un mundo sin documentos de identidad: ¿cómo se puede estar seguro de que alguien es quien dice ser? La risa también te lleva a un mundo popular que rara vez se vislumbra. Parece, por ejemplo, que los romanos encontraban graciosa la calvicie, pero pensaban que era cruel reírse de los ciegos”.

Chistes de Lepe

Y sobre si los chistes antiguos siguen siendo graciosos, la profesora recuerda una broma que nos muestra que los romanos tenían sus propios chistes de Lepe o de belgas. “Algunos lo son, pero no todos. Y aquí hay un problema: no siempre reconocemos los chistes romanos malos como chistes. Simplemente, los pasamos por alto. No puedo afirmar honestamente que muchos de ellos sean tronchantes, pero algunos pueden provocar una sonrisa. Me gusta mucho el del hombre de Abdera que se encuentra con un eunuco en la calle con una mujer. Le dice: ‘Hola, esta debe ser su esposa’... ‘No’, replica el eunuco, ‘la gente como yo no tiene esposa’. ‘Bien’, responde el tipo de Abdera al eunuco, ‘entonces es tu hija”.

De todos los chistes que recoge en el libro, el más extraño y absurdo es tal vez el más divertido: “Un listillo, un calvo y un barbero que iban a de viaje acamparon en un lugar solitario. Acordaron que cada uno de ellos se quedaría despierto en turnos de cuatro horas para proteger el equipaje. Cuando le tocó al barbero hacer la primera guardia, para pasar el rato le afeitó la cabeza al listillo y, terminado su turno, lo despertó. Entonces, el listillo se rascó la cabeza y se encontró con que no tenía pelo. ‘Pero qué idiota es el barbero’, dijo. ‘Se ha equivocado y ha despertado al calvo en vez de a mí”. Es un chiste que podría haber aparecido en una película de los hermanos Marx.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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