Terror y piedad: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París
Esta semana, dentro del sufrimiento y el horror, un testimonio especialmente asombroso
Capítulo 9
1. Bataclan, día 13
Al salir de El pianista, la película de Polanski, recuerdo que dije que me había parecido un poco larga. A lo cual la amiga que me acompañaba respondió irónicamente: “Bueno, estar en el gueto de Varsovia debió de ser también un poco largo”. Es el día 13º dedicado a los supervivientes y víctimas del Bataclan y todavía quedan otros cinco. Hemos escuchado cerca de 200 testimonios. Estas últimas semanas se han constituido ochenta partes civiles adicionales que están en lista de espera y a las que habrá que escuchar un día u otro. No podemos más. Demasiado sufrimiento, demasiado horror: ¿cómo absorberlos? Para nosotros, cuyo oficio es informar, ¿cómo hacerlo? Hasta Pascale Robert-Diard, de Le Monde, que es la heroína en la vida real de todos los cronistas judiciales, dice que ya no sabe qué escribir.
Es muy injusto para los testigos inscritos tarde en el calendario o al final de largas jornadas, cuando la atención disminuye y la mitad de la sala ya la ha abandonado, pero lo cierto es que el espacio del Bataclan —su foso, sus camerinos, sus pasadizos—, la cronología de la matanza y los recorridos de los supervivientes han sido tan rastreados en todos los sentidos que ya no sabemos cómo acoger esas palabras que nos siguen dejando pasmados, pero que ya no nos sorprenden.
El ambiente alegre del concierto y los primeros disparos que se confundieron con petardos. La certeza de que vas a morir, el instinto de sobrevivir. El olor de la pólvora y la sangre. El que pareciera que los asesinos se estaban divirtiendo. Los cuerpos embarullados, los estertores de la agonía, los timbres de los móviles. Las heridas que recibes o que reciben otros, y descubrir lo que puede hacer un kaláshnikov: agujeros grandes como platos en el cuerpo humano. El miedo por el prójimo más que por uno mismo. Atravesar la sala conducidos por la policía, que te dice que no mires y no puedes evitarlo y nunca olvidarás lo que has visto. Y luego la difícil reconstrucción, la pérdida de la despreocupación, la culpabilidad del superviviente. No hay un solo testimonio que no despierte terror y piedad, las emociones propias de la tragedia. Lo que fatalmente se vuelve más raro es la novedad. Pero las hay.
2. El elegido
Cuando Guillaume se ha acercado a la barra, todo el mundo ha intuido que estaba ocurriendo algo. Este joven tan apuesto, sereno, reservado, sosegado, que tiene aspecto de actor de un filme de Bresson, se ha presentado sin patetismo y aparentemente sin sentimientos como “el hombre al que el terrorista estaba apuntando en el escenario en el momento en que llegó el comisario de la brigada anticrimen”. Recordemos el contexto: los tres asesinos entraron en el Bataclan a las 21.48. Necesitaron diez minutos para matar a 90 personas y herir a unas 200 (después empieza otra secuencia mucho más larga: la toma de rehenes).
Cuando suenan los primeros tiros, Guillaume está en el foso e intenta abrirse paso entre los heridos y los muertos hacia una salida de emergencia. Dos de los terroristas suben al palco y siguen disparando. El tercero, Samy Amimour, está en el escenario. Ocurre entonces algo inédito, sin equivalente en los centenares de testimonios que hemos escuchado. Todos en el foso han comprendido que su única posibilidad de supervivencia consiste en evitar toda interacción con los asesinos. Cuando un hombre, al principio, se incorporó diciendo “basta ya, ¿por qué hacen esto?”, fue abatido en el acto. Una palabra, eres hombre muerto; un gesto, estás muerto; te suena el móvil en el bolsillo, estás muerto. Y no digamos una mirada.
Sin embargo, Guillaume cuenta lo siguiente: “Crucé la mirada con Samy Amimour y él me hizo una señal con los ojos indicando que no me mataría, al menos no de inmediato. Me dijo: ‘Tú estás con nosotros. Levántate”. Pregunta: ¿Qué capricho explica que un tipo que mata a todo el mundo sin distinción elija de repente, entre todas sus víctimas potenciales, a alguien a quien da a entender, con una sola mirada, que no va a matarlo? ¿A alguien a quien dice: “Tú estás con nosotros”? “Quizá”, dice con calma Guillaume, “porque esa noche no se ha cruzado con muchas miradas”. Este ejemplo, y el hecho de que salieran de allí vivos los 11 rehenes retenidos en el palco las dos horas siguientes, confirmaría la idea, magníficamente desarrollada por Emmanuel Levinas, de que en cuanto has escrutado el rostro de un ser humano es mucho más difícil matarlo. (Sin embargo, los atroces vídeos de decapitación del Estado Islámico contradicen radicalmente esta idea tranquilizadora).
Otra explicación, que aventuro de puntillas por ser tan políticamente incorrecta, es que Guillaume irradia algo que, esté donde esté, le distingue de los demás, algo que nos vemos obligados a calificar de aristocrático y que sería el motivo de aquella peligrosa elección. “Me hizo subir al escenario”, prosigue. “Desde allí vi la magnitud de los destrozos en el foso. Los otros dos, que estaban en el palco, se pusieron a interpelarme: “Eh, tío, ¿qué pintas tú ahí?”. Él les dijo: “Tranquilos, está con nosotros”. Yo mismo, confiando en aplacarles, dije: “Estoy con vosotros”. En aquel momento Guillaume ignora totalmente el cariz que adoptarían las cosas. “Me sorprendió la actitud indolente, relajada, del terrorista. Sujetaba el arma por la culata, a duras penas, como un juguete, de un modo que me pareció... poco profesional”. ¿Es que el asesino se divierte con él? ¿Es que el jueguecito del gato y el ratón va a desembocar en una ejecución?
A las 21.59 aparecen en la entrada de la sala dos sombras que Guillaume identifica al instante como “benévolas”, y no se equivoca porque las dos sombras son la del heroico comisario de la Brigada Anticrimen y la de su chófer, que con sus pistolitas irrisorias disparan al escenario y derriban a Samy Amimour. Guillaume tiene el tiempo justo de saltar a la sala y dirigirse hacia la salida de emergencia cuando explota el cinturón del terrorista y llueve sobre el foso un chorro de pernos, de plumas de anorak y de pingajos de carne humana. Silencio. “¿Y después?”, pregunta el presidente. “Después es el después”. Pero en este después también le sucede algo excepcional.
El comisario de la brigada se puso en contacto con él y, que se sepa, solo con él. “Este encuentro”, dice, “fue fundamental para mi proceso de reconstrucción. Tuve delante a alguien entrenado para afrontar situaciones delicadas y que me ayudó a tomar distancia de los afectos y los actos”. En otras palabras: después de haber sido elegido por uno de los terroristas fue el único escogido por su salvador. Tras unos segundos de muda estupefacción, el presidente preguntó a Guillaume si estaba recibiendo una asistencia psicológica. Con su voz tan bien timbrada y este tono tan perfectamente neutro que nos ponía a todos la carne de gallina, respondió: “No”. Otro silencio. Fin del testimonio.
3. En casa
Un aforismo cruel dice que siempre tenemos un valor suficiente para los sufrimientos ajenos. Es verdad, sin embargo, que en nuestras filas, las de los observadores que no hacen más que escuchar y transcribir, nos sentimos cada vez peor. Dormimos cada vez peor. Tenemos pesadillas, nos volvemos irritables. Ya cada vez es más frecuente que al volver a casa, sin verlo venir, lloramos. (Aunque bien sabe Dios que yo no soy muy llorón).
© ‘L’obs’. Traducción de Jaime Zulaika.
Babelia
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