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Sed buenos

El publicitario Julián Bravo, fallecido esta semana, fue uno de los padres de la publicidad moderna

El publicitario Julián Bravo.
El publicitario Julián Bravo.EL PAÍS

Cuando mi padre era joven, siempre se despedía de sus amigos (y de sus hijos) con media sonrisa y un “Sed buenos”. Lo decía con cierta sorna y lo decía, a la vez, de verdad. Desde que le diagnosticaron el cáncer que le ha consumido, su despedida era otra: “Gracias. Gracias. Gracias”.

Empiezo por ahí: gracias por todo lo que se ha dicho de Julián Bravo (padre de la publicidad moderna, presidente de JWT, cofundador de la Academia de la Publicidad, maestro de publicitarios…). Gracias por haber destacado también su generosidad, su capacidad para enseñar, su humildad...

Mi padre nació en la escuela de Campisábalos (un pequeño pueblo de Guadalajara), hijo de dos maestros. Por eso y porque era esencialmente bueno, siempre llevó dentro la voluntad de enseñanza, la necesidad de compartir conocimientos. Creía que para enseñar hay que saber; y que para saber, hay que estudiar. Y eso hizo.

En 1962, dudando entre dos ofertas, eligió ser ejecutivo de cuentas en una agencia de publicidad. Era una España todavía en blanco y negro, y Julián intuía (y luego lo vivió en Madison Avenue) que la publicidad podía acelerar un cambio de costumbres, una modernidad que nos urgía; que podía servir para acercarnos a un futuro mejor.

Porque esa es otra: a Julián, siempre le apasionó el futuro, convencido de que lo mejor estaba por llegar y de que había que cimentarlo y construirlo en el presente. Le interesaban también las personas: se alimentaba de ellas. Desde su austera timidez castellana, supo aglutinar gente muy distinta y juntarlos para hacer cosas. Cosas que importaban.

Y es que, como bien resumen mis hermanos, tenía dos obsesiones.

La primera, los jóvenes: enseñar a los que vienen. Tanto le importaron que en los años ochenta fundó una editorial (Eresma) para poder traducir y publicar en España los libros de publicidad que consideraba esencial compartir. Y, por supuesto, durante toda su vida, dio clases en decenas de seminarios y universidades.

Su segunda obsesión era lo colectivo. Julián siempre quiso unir la comunidad publicitaria, siempre quiso sumar. Aglutinador, como era; experto también en trabajar con método y rigor, en generar confianza, en sus cincuenta años de profesión impulsó desde la Asociación de Agencias hasta la Academia de la Publicidad (pasando por el festival de cine publicitario de San Sebastián, el EGM y muchas uniones más).

Silencioso y discreto, en un mundo que se escora peligrosamente hacia el individualismo, Julián siempre fue el “nosotros”, el “juntos”.

Admiraba la creatividad, el talento y la intuición. Él, mientras, escuchaba, estudiaba, reflexionaba, buscaba y tomaba notas con una caligrafía minuciosa, perfecta. “Aprendí de vuestro padre que en las reuniones complicadas es mejor no hablar, o hablar muy poco”, nos contó el otro día su querido Enrique. “Hablar solo cuando sabes qué aportar”.

Sus amigos —normalmente más ruidosos y juerguistas— siempre le llamaban “maestro” y lo miraban con una admiración que él no se tomaba muy en serio. Hemos vivido a Julián en esos ojos.

Y hemos vivido, admirado y querido, sobre todo, lo que era nuestro padre, siempre, dentro y fuera de casa: un hombre bueno, un hombre íntegro, un hombre generoso, un hombre de paz. Un hombre con tanta curiosidad que, con 78 años, arrastró a dos de sus hijos hasta el Cabo Norte, para ver qué había más allá del final. Porque siempre hay algo si se busca bien. De hecho, los últimos meses seguía leyendo sobre los ordenadores cuánticos, mirando siempre a lo lejos. “Es el futuro”, nos decía.

Estos días hemos leído el repaso de sus mil cargos, pero los cargos son efímeros. Queremos contar que sus cualidades son más y mayores. Son infinitas. Son eternas. Nuestro orgullo es lo que nos enseñó: compromiso, integridad, fuerza de voluntad, generosidad, esfuerzo, lealtad, discreción, bondad (sé que me repito). Nuestra herencia es lo que nos dio: curiosidad, empatía, ejemplo, confianza, libertad, atención, respeto, estímulos, ganas de aprender y un amor incondicional, distinto y absoluto para cada uno de nosotros.

Cuando tenía seis años, a la más pequeña de sus siete maravillosos nietos le preguntaron en el colegio qué inventaría para que todos los niños del mundo fueran felices: “Está inventado”, contestó sin dudarlo, “un abuelo como Julián”. Pues eso. Por un Julián para cada familia, para cada escuela, para cada institución, para todos.

Sed buenos.

Y gracias a ti, papá.

Paloma Bravo, escritora. (Con sus hermanos Ana, Carlos y Pedro).

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