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LECTURA | LOS LIBROS DE LA RENTRÉE

La historia del hombre no es otra que la historia de la ficción

'Una historia de la mentira', el nuevo libro de Juan Jacinto Muñoz Rengel, se adentra en un viaje en el tiempo para encontrar el origen de la mentira y su relación con la naturaleza humana. 'Babelia' adelanta un fragmento

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UNO

Suponga, por un instante, que el narrador que en estos momentos le habla sea una ficción. Suponga que, para hacer posible la comunicación entre nosotros, me he visto obligado a crear la ilusión de un tono, de una voz, de una mirada, una identidad impostada.

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Ahora suponga que, por extensión, todo lo que le dice este narrador, incluidas estas mismas palabras, sea mentira.

Pero vayamos aún más lejos. Suponga —y la elección del verbo «suponer», emparentado con la suppositio latina, no es arbitraria— que todo lo que le han contado a lo largo de su vida sea mentira. La historia de la humanidad. El conjunto del conocimiento humano. El modo en que el hombre está y se relaciona con el mundo.

Suponga que sus propios recuerdos hayan sido deformados por su mente. Suponga que el relato de su vida —lo que usted escoge relatarse a sí mismo— también ha sido manipulado por las limitaciones de la memoria, por la necesidad psicológica del autoengaño y por los mecanismos de defensa de su ego. Y que, por lo tanto, amigo lector, también su identidad es impostada.

Usted, mi voz y todo lo que media entre nosotros son mentira. Solo desde esta aceptación nos encontraremos en el lugar apropiado para empezar a comunicarnos. A partir de estas premisas podremos iniciar nuestro diálogo.

Porque la historia del hombre no es otra que la historia de la ficción.

MENOS SEIS

En el siglo VI antes de Cristo vivió un filósofo, poeta y profeta griego llamado Epiménides Festio, que fue el primero en poner de manifiesto la problematicidad inherente a todo narrador, la posibilidad del narrador mentiroso.

Según cuenta la leyenda, Epiménides, huyendo del calor del mediodía en el Egeo, se refugió en la frescura de una caverna. Y allí durmió, si nos atenemos a la crónica de Diógenes Laercio, durante cincuenta y siete años seguidos. Plutarco corrige este dato y, procurando dotar de mayor verosimilitud al relato, afirma que su sueño solo duró cincuenta años. Al despertar por fin de su letargo, advirtió que había sido tocado por los dioses y que lo asaltaban sin cesar las revelaciones divinas.

Corrió a la ciudad y comenzó a estamparles a todos en la cara verdades como puños. Entre otras muchas cosas, dijo:

—¡Los cretenses son todos unos mentirosos!

Teniendo en cuenta que Epiménides era cretense, su aseveración encerraba todo un dilema. Porque si Epiménides es cretense y todos los cretenses mienten, entonces cuando Epiménides afirma «Los cretenses son todos unos mentirosos», o bien no miente, y por lo tanto al mismo tiempo no estaría diciendo una verdad, o bien miente y estaría diciendo la verdad, lo que automáticamente implicaría al menos un cretense que no es un mentiroso.

Los filósofos posteriores no tardaron en reparar en la verdadera magnitud del problema, y se esforzaron incluso en afinar su enunciación para poner aún más de relieve su carácter paradójico. Así, mudaron la premisa original a «Las afirmaciones de todos los cretenses son siempre falsas». O a otras equivalentes como «Ningún cretense dice nunca la verdad», o más sencillas como «Esta frase es falsa», o simplemente «Miento». Y pasaron el resto de la historia tratando de resolver la paradoja, originando decenas de obras y de teorías en los campos de la semántica, la lógica, la matemática y la filosofía del lenguaje.

El problema fue al fin resuelto en el siglo XX. Entre otros, lo resolvió Kurt Gödel cuando consiguió formular su primer teorema de la incompletitud, que vino a demostrar que cualquier sistema axiomático recursivo, lo suficientemente consistente como para definir los números naturales, contiene afirmaciones que no se pueden demostrar ni refutar dentro del propio sistema. O también Bertrand Russell, con su teoría de los tipos, que descartó esta clase de sentencias paradójicas por estar mal formadas, es decir, porque no se ajustan a las reglas de formación del propio sistema al que pertenecen.

En otras palabras, para entender lo que sucede cuando afirmo que miento deberíamos distinguir entre un lenguaje y el metalenguaje que se refiere a ese lenguaje. Y en el caso de que nos elevemos a un nivel o conjunto superior —como ahora mismo, mientras me aventuro en este bucle—, entre el metalenguaje y el metametalenguaje de ese metalenguaje, y luego hablaremos del metametametalenguaje del metametalenguaje de ese metalenguaje, y así sucesivamente. Las paradojas semánticas sobre la verdad quedarían entonces suprimidas en cuanto descubrimos que «Es verdadero» o «Es falso» no pertenecen al mismo nivel de metalenguaje que «Miento».

Y es en este don tan humano de la autorreferencialidad, en este bucle, este salto o círculo que nos persigue, donde como se verá más adelante se ocultan algunos de los aspectos más interesantes de nuestra propia condición. Algunos de ellos no serán demasiado determinantes para el destino de la humanidad —como, por ejemplo, aquellos relacionados con las cualidades literarias de la metaficción y de la autoficción, géneros tan de moda—, pero en otros reside sin duda la raíz de todos los grandes problemas epistemológicos. Y, entre estos, también el que aquí nos ocupa. Pues en este bucle, este salto o círculo se esconde al fin y al cabo el centro de todo: nosotros mismos: la posibilidad de la ficción y de la conciencia.

Habrá tiempo de abordar todas estas cuestiones esenciales. Prometo que volveremos y que daremos amplia cuenta de ellas. Sin embargo, una vez que ha quedado resuelta la problemática formal de la mentira, este falso primer escollo, creo que sería conveniente que me acompañase. Que viniese conmigo y que nos remontáramos mucho antes aún.

MUCHO ANTES AÚN: LA NATURALEZA

Venga conmigo, confíe en mí. No pretendo engañarle. Es probable que hasta ahora le hayan hecho pensar que la mentira es solo cosa de hombres y mujeres. Acaso la definición de verdad que ha venido más o menos manejando hasta este momento tenga que ver con la adecuación entre lo que es y lo que se afirma que es, es decir, con la adecuación entre realidad y pensamiento. Y, por lo tanto, pudiera parecer que la verdad solo depende pues de la intervención del intelecto humano, que solo surge con nosotros. A estas alturas, no obstante, cabría que nos preguntáramos: ¿entonces la naturaleza no miente?

Trasladémonos hasta el comienzo del mundo. No es necesario que retrocedamos hasta los inicios de los tiempos, ni siquiera hasta el periodo de formación del planeta. Basta que nos detengamos en ese instante en el que las cosas empezaron a adquirir la forma que conocemos, justo antes de la aparición de los seres humanos. Ya están a nuestro alrededor los bosques, recorridos por los ríos, las altas montañas y al fondo el mar, y en ellos la práctica totalidad de los animales conocidos. Salvo nosotros. Pero prestemos un poco más de atención. ¿No es eso que se esconde entre el ramaje un pájaro con el exacto color de las hojas? ¿No tienen también las plumas de aquel búho la misma forma y matiz que las rugosidades del tronco de ese árbol? ¿A quién pretenden engañar? A sus predadores, sin duda. Sin embargo, ¿y ese guepardo que se agazapa entre los secos herbazales, con sus manchas y su tono pajizo? ¿No está empleando también el camuflaje para engañar a sus presas? Alejémonos despacio, sin llamar la atención. Refugiémonos en la ribera del río, en medio de este silencio del mundo apenas abocetado. Espere. Incluso aquí, aun dentro del agua, tanto usted como yo volvemos a tener auténticas dificultades para distinguir los peces sobre el lecho de piedras, porque las escamas de sus lomos simulan con fidelidad las mismísimas formas de los cantos rodados. En cambio, si ahora mismo pudiéramos bucear y situarnos bajo ellos, tampoco acertaríamos a ver desde allí los peces, pues comprobaríamos que sus vientres claros ostentan el color justo y preciso para confundirse con el cielo luminoso.

El caso más popular de cripsis (que viene de kryptos, ‘críptico’, ‘oculto’) quizá sea para todos nosotros el del camaleón, a quien sabemos capaz de cambiar la tonalidad de su piel según las circunstancias. Pese a ello, su fama es un tanto injusta, su transformación no es tan minuciosa ni posee un absoluto control sobre ella. Bastaría que nos diéramos una vuelta por aquí para que descubriésemos especímenes mucho más sofisticados: la sepia, sin ir más lejos, no solo puede adoptar otro color en apenas unos segundos, sino modificar al mismo tiempo su textura, su completa estructura externa, e incluso generar estampados con el variable fondo marino para hacer luego que se muevan a lo largo de su cuerpo en la dirección contraria a la que avanza en realidad. Y no todas las estratagemas son visuales. Más allá, en ese arrecife, los chorros de tinta de sus primos los calamares dificultan la visión, sí, pero sobre todo engañan a sus enemigos naturales con la química de sus olores.

Por otro lado, además de todos estos animales que procuran asemejarse a su entorno, aquí y allá podemos ver que también abundan los casos de mímesis (que viene de mimos, ‘imitación’): los de aquellos animales que tratan de parecerse a otros, ya sean peligrosos, inofensivos o repugnantes. Como las moscas que simulan ser abejas, o las serpientes que adoptan las mansas formas de los corales, o esas lechuzas que anidan entre las rocas y para proteger sus huevos emiten un sonido idéntico al de una cascabel. Y ahora que nos fijamos bien, ni siquiera el búho que creímos ver al principio, fingiendo ser parte del tronco de un árbol, era en realidad un ave, sino una caligo con sus dos alas desplegadas, falseando con pasmosa precisión el rostro de un búho. En cada una de las alas de esta mariposa se muestra un ocelo portentoso, grande y redondo, de un intenso amarillo y con negras pupilas dilatadas en su interior. Hasta el punto de que en este momento, aunque ella está en sus cosas, podríamos jurar que el inexistente búho nos está sosteniendo la mirada. Estos casos de ocelo, claro, no solo se dan en los animales susceptibles de convertirse en presas, como las mariposas o los peces. Incluso los tigres muestran el trampantojo de un ojo perfilado en el dorso de sus orejas, en forma de manchas blancas que les evitan ser atacados por la espalda.

La selva primigenia, por lo tanto, está llena de engaños.

Y, aunque le haya hecho venir hasta aquí, a estas horas intempestivas, puede que no hubiera hecho falta siquiera salir de su casa. Quizá habría bastado con que observase unos minutos a su gato, que en este instante permanece quieto, acechante, creyendo tener posibilidades de cazar al gorrión que picotea del otro lado del cristal. ¿No miente cualquier animal con el solo acto de permanecer inmóvil? ¿No intenta hacer creer que no está donde en verdad sí que está? Todo el que acecha sin moverse está mintiendo; la víctima paralizada por el miedo, también. Pero, y si usted tratara de sorprender al pequeño cazador, saltando de repente hacia él como un loco, agitando los brazos en el aire, y consiguiese que le enseñara los colmillos, que le bufara y que se le erizase el lomo, ¿no estaría su gato simulando ser más grande de lo que en realidad es? Su espinazo arqueado y su pelo enhiesto ¿no estarían volviendo a mentir?

Por consiguiente, en la naturaleza estaba ya la mentira mucho antes de que surgiera el lenguaje, mucho antes de que apareciéramos nosotros. Ni usted, ni yo, ni nadie que se le pareciera.

Imagine cuál sería la incertidumbre de los primeros primates asaltados por un sueño. Cuánta perplejidad al despertar. Qué desconcierto al ser arrancados de pronto de esa otra historia, de esa otra realidad con aparente sentido y cargada de imágenes, y descubrirse en la cueva, solos, ateridos, sin el conejo blanco que habían conseguido atrapar, de nuevo sin la compañía de sus padres, fallecidos hacía tanto tiempo. ¿Qué son los sueños sino otra gran mentira?

¿Y el sexo? Una de las mayores mentiras naturales de nuestro mundo, que se abre paso desde la selva hasta las entrañas de la sociedad y que todavía hoy rige nuestras vidas, sin importar cuánto podamos llegar a tomar conciencia de nuestros instintos y patrones biológicos. Y es aún mayor por cuanto se trata de una mentira doble. Por un lado, el sexo nos engaña mediante la atracción, haciéndonos creer que son más apetecibles esas piernas, esa espalda o ese cuello que los velludos cuartos traseros de un ciervo y el dulce olor almizclado que secretan sus glándulas. Haciéndonos pensar que somos nosotros quienes elegimos libremente a esa persona frente a aquella otra, ese vientre, ese pecho o esos tobillos frente al hinchado buche a punto de estallar del rabihorcado, cuyo intenso color rojo resulta irresistible a las hembras de su especie. Y por otro lado, el sexo nos engaña mediante la ilusión de descendencia. Los padres sufren el espejismo de creer que se verán reproducidos en sus hijos, que estos serán una copia de sí mismos, una continuidad de su propio ser, un paso hacia la inmortalidad. Pero esta falsa promesa es un nuevo ardid de la naturaleza. Los sujetos no se reproducen, tan solo lo hacen las especies. Los individuos no son más que los meros portadores de los códigos genéticos.

La atracción sexual y la necesidad de reproducción, por lo tanto, son engaños muy anteriores a la formación de las sociedades. Muy anteriores también a la aparición de la sofisticada idea del amor, a la que habré de dedicar más adelante un apartado especial. Del mismo modo que las primeras mentiras son anteriores al lenguaje. Incluso las primeras mentiras intencionadas, las que nacen de la perspicacia, son anteriores al lenguaje. Esas que tienen su origen en una mente inteligente, en la capacidad de proyectar el futuro y de anticipar lo que va a ocurrir. En algún momento remoto, un primate tuvo que emitir por primera vez un grito de alarma que no fuese verdad. Aunque nunca antes hubiera sucedido, tuvo que haber una mañana concreta, quizá un mediodía, en el que a un mono capuchino se le ocurriese por primera vez avisar de la llegada de un depredador, haciendo ostentación de agudos chillidos y removiéndose nervioso. Pero, en esta ocasión, no para salvar la vida de sus compañeros, sino para hacerlos huir y quedarse solo para él con el cangrejo que había visto aproximarse entre la hierba. La primera mentira semántica.

Millones de años más tarde, por supuesto, surgiría el lenguaje tal y como lo conocemos y las mentiras adquirirían la capacidad de volverse mucho más complejas y refinadas, dando lugar al arte, las religiones, la ciencia y el conjunto de la cultura contemporánea.

No obstante, atento lector, me gustaría que hubiera reparado no solo en que existen mentiras anteriores al hombre, sino también en que estas se encuentran por encima del individuo. No es el búho concreto el que elige adoptar un plumaje similar al tronco de los árboles, ni el guepardo quien decide amarillear en la sabana. Ni siquiera el camaleón o la sepia tienen la opción de escoger. Es en las especies y no en los individuos donde reside la mentira. Es en la naturaleza, en su plan superior, en su inextricable afán de permanencia y de evolución hacia alguna parte, donde está inserta la voluntad de inducir al error. La falsificación, la manipulación y el engaño no necesitan de las pequeñas voluntades de los seres dotados de inteligencia. La orquídea mimetiza con su labelo a las abejas hembras, no solo imitando su forma, sino replicando también su producción de feromonas, para lograr así que los zánganos la polinicen. Y ni siquiera posee un sistema nervioso.

Le aseguré que no iba a engañarle, que podía acompañarme sin riesgos. Mentí.

Quizá conozca la anécdota que la hija de J. D. Salinger contaba sobre el escritor en sus memorias. En un pasaje de El guardián de los sueños, Margaret Salinger recuerda una experiencia de infancia que acaso, debido a su tierna edad, pudo resultar traumática para ella. Estaban padre e hija sentados frente a la ventana de su salón, en su casa de Cornish, en New Hampshire, contemplando los bosques y las altas montañas, los cultivos, los animales y las granjas. Entonces el escritor se levantó, agitó la mano sobre la ventana en un gesto que pretendía borrar cada una de las formas que se extendían tras ella y dijo:

—Todo esto es māyā, una ilusión. ¿No es maravilloso?

Pues bien, eso nos acaba de ocurrir a nosotros. Nada de lo que hemos visto usted y yo es real: ni los bosques, ni las montañas, ni el mar, ni el búho, ni el guepardo, ni los peces, ni los colores, ni los olores. Eran necesarios solo para entendernos. ¿Lo ve? Ya no están.

Nada de lo que queda más allá de nosotros, nada de lo que nos llega a través de los sentidos es verdad. O al menos hasta ahora nunca hemos sido capaces de dar ese salto trascendental. Por el momento seguimos aquí encerrados, dentro de nosotros mismos. Y todo lo demás es ilusión.

DOS

En cierto modo, la mentira sí es cosa de dos.

Se necesitan al menos dos opuestos para que uno pueda hacer creer al otro que lo que es no es. O bien dos sujetos; o bien de un lado la realidad y de otro un sujeto con una mínima capacidad de percepción. Sin embargo, desde un punto de vista estricto, mucho me temo que estas dos caras de la moneda se reduzcan tan solo a uno mismo y al mundo. Tal vez, lector de estas líneas, en esta búsqueda de la verdad solo caben dos extremos: usted y todo lo demás.

Incluso en el propio planteamiento del problema, la dualidad ha estado presente desde los inicios. En la historia de la filosofía cabría hablar de dos grandes líneas maestras, principiadas respectivamente, como era de esperar, por Platón y Aristóteles. El primero lo hizo dotando a lo verdadero de existencia en sí: la Verdad es única, perfecta, eterna e inmutable, y existe con independencia de la mente en el Mundo de las Ideas. El segundo, alejándose de esta identificación entre la verdad y la realidad, haciéndola más mundana y limitándola a una mera propiedad de ciertos enunciados: «Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, he aquí lo falso; y decir de lo que es que es, o de lo que no es que no es, he aquí lo verdadero», anticipaba Aristóteles en el cuarto libro de su Metafísica, inaugurando así la concepción semántica de la verdad, y acercándonos a la perspectiva de la adecuación o la correspondencia. Y, no obstante, ambas líneas han resultado ser callejones sin salida, que nos han acabado por devolver al mismo punto del que partimos. Nosotros mismos. La acepción aristotélica resistió el paso de los siglos asimilada en el nominalismo, en el empirismo, el materialismo, el estructuralismo, la deconstrucción, hasta arrojarnos a este mundo en continuo estado de sospecha en el que ahora vivimos. La línea platónica, en cambio, fue abrazada con fervor por el cristianismo para sus propios fines, gracias a la máxima de San Agustín que establecía a Dios como la única fuente posible de la verdad. Siglos más tarde, Nietzsche —precisamente uno de los tres grandes maestros de la sospecha— se referiría a este concepto de verdad como la confabulación maquinada por Sócrates, Platón y los judeocristianos para encadenar al hombre en la cárcel de la razón y alejarlo de las pasiones. La invención de la verdad sería, en términos nietzscheanos, la mayor de las mentiras de la cultura grecolatina y de Occidente, la trampa urdida por los cobardes con miedo a vivir para alejarnos de nuestros instintos vitales. Por supuesto, desde la tradición platónica hubo muchos intentos de salir del atolladero. Fueron diversas las tentativas de integrar los conceptos aristotélicos en su corpus teórico, empezando por la obra de Santo Tomás de Aquino en el propio seno de la Escolástica, y siguiendo luego con las iniciativas de Descartes, de Malebranche o de Leibniz y sus verdades de la razón y verdades de hecho.

De entre estos, y en general de entre todas las cabezas pensantes de la historia, sin duda uno de los hombres que se tomaría más en serio someter la verdad a todo tipo de pruebas sería el filósofo francés René Descartes. Y fue entonces cuando sobrepasamos el punto sin retorno.

Cuenta el propio Descartes que desde muy niño advirtió que se había acostumbrado a aceptar como verdaderas una cierta proporción de opiniones falsas, y que, por lo tanto, todo lo que en los años posteriores fue construyendo sobre ellas solo podría ser tenido por dudoso y discutible. De modo que, cuando consideró que había llegado el momento oportuno, alcanzada su madurez intelectual y exiliado en su larga y tranquila estancia en Holanda, siempre al calor de la estufa, decidió enfrentarse a la empresa de su vida: rechazar sistemáticamente todas y cada una sus creencias y comenzar a construir sobre al menos una verdad incuestionable. Para superar esta fase inicial de escepticismo escribe primero el Discurso del método, en el que establece las reglas para el correcto pensar y aquellas otras destinadas a descubrir verdades a partir del análisis y la síntesis. Pero no contento con esto, y siempre acatando sus propias normas, publica cuatro años más tarde sus Meditaciones metafísicas. Y es en la primera de estas meditaciones donde, quizá sin llegar a adivinar las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, instaura con voluntad de hierro su duda metódica.

Como primer paso, para situarse en la posibilidad de máxima duda, y dado que había reparado en que los sentidos a veces nos engañan y no podemos estar seguros de cuándo nos inducen o no al error, Descartes decide descartar todo lo que proceda de nuestra percepción. En segundo lugar, advirtiendo que incluso tras rechazar los sentidos le es difícil negarse a sí mismo que se encuentra allí sentado, frente a las brasas, con su cómoda bata apenas apulgarada y los papeles entre las manos, se pregunta: ¿Y si me hubiera quedado dormido por culpa de este placentero calor en los pies y estuviera soñando? Esta segunda premisa es aún más radical que la anterior, porque la imposibilidad de distinguir con certidumbre entre la vigilia y el sueño hace que comience a cuestionarse casi todo: ¿Puedo estar por completo seguro de que me encuentro en esta habitación? ¿No puedo acaso dudar incluso de mi propio cuerpo, de mi dolor y del resto de los estímulos, de estas manos que observo crispadas al final de mis brazos? Solo queda algo que todavía aparenta resistir la hipótesis del sueño. Estemos dormidos o despiertos, dos y tres siempre sumarán cinco y el cuadrado siempre tendrá cuatro lados. Las verdades matemáticas están por encima de cualquier método de duda. ¿De cualquiera? Es entonces cuando el filósofo racionalista, en su búsqueda de la verdad incuestionable, arremete con toda la artillería de su tercera hipótesis, la del Genio Maligno o el Dios Engañador. ¿Y si un dios todopoderoso me hubiera creado con una inteligencia tal que siempre me mantuviese en el error, de modo que todo lo verdadero me pareciera falso, y lo falso, verdadero? Bajo la lente de este supuesto, ninguno de nuestros conocimientos volvería a estar a salvo.

Tan solo una única cosa queda en pie tras semejante cataclismo, apenas nada. Después de someterse a tantas y tantas dudas, el náufrago Descartes, agotado y confuso en medio de un universo arrasado, consigue asirse por fin a una única certeza: en cualquiera de los casos, incluso bajo la más drástica de las suposiciones, debe de haber alguien que duda, debe de haber algo susceptible de ser engañado. Alguien que piensa y por lo tanto existe, su famoso cogito ergo sum. Su isla.

A partir de esta unidad mínima del sujeto pensante, René Descartes se propondrá reconstruir la realidad. Afirmará primero la existencia de unas cuantas ideas innatas, que habitan en el interior de ese yo: la propia idea de existencia, la propia idea de pensamiento y la idea de infinito. Identificará a continuación la más cuestionable de las tres, la idea de infinito, con la idea de Dios y tratará de demostrar su existencia. Para lo cual argumentará que una idea infinita, eterna, independiente, omnisciente y omnipotente no puede provenir de mí, que soy finito, sino que ha de tener una causa exterior. Entonces, una vez demostrada la existencia de Dios, le resulta fácil restablecer la existencia del mundo: un Dios omnipotente no puede ser engañador, porque el engaño depende de un error, de un defecto, de una deficiencia del ser, y por ello es imposible que sea consecuencia de un ente divino que todo lo puede y cuyas acciones tienen siempre por sí mismas un efecto real. Y si Dios existe y es infinitamente bueno, jamás permitiría que me engañase a mí mismo dejándome creer que el mundo existe si no existiera. Luego el mundo existe.

Así fue como el fundador del racionalismo demostró el mundo mediante un acto de fe.

Son innumerables las trampas que hizo Descartes para dar el salto más allá de ese primer estadio de solipsismo, para salir del aislamiento del cogito y reconstruir el resto de la realidad. Podríamos detenernos a analizar si la idea de infinito es en verdad clara y distinta, tal y como exigen sus reglas del método; o si para demostrar la existencia de Dios el filósofo no abusa del viejo y fallido argumento ontológico de San Anselmo; o si con su razonamiento no está de hecho limitando la omnipotencia de Dios, que no podría engañarnos aunque así lo quisiera. Sin embargo, basta tomar un poco de perspectiva histórica para advertir que sus nociones de bondad y de mentira, como defecto de ser, estaban claramente fundamentadas en el marco conceptual platónico-cristiano, y lo empujaron a apoyarse en los prejuicios de los que con tanto esfuerzo procuró huir. Podríamos, en definitiva, seguir cuestionando una tras otra todas las incongruencias lógicas en las que incurren las meditaciones cartesianas posteriores a la duda. Pero por encima de todo lo demás, no podemos desechar sin más la posibilidad más temida: hay algo ahí fuera que nos engaña. Nos sobran indicios para pensar que la realidad nos engaña y que en la naturaleza, previa a la humanidad, se encuentra instalada la mentira de manera consustancial.

Por eso, desde el momento en el que damos por válida la duda metódica, y en cuanto reparamos en su falsa salida, nos volvemos a descubrir aquí dentro, atrapados.

'Una historia de la mentira'

Autor: Juan Jacinto Muñoz Rengel


Editorial: Alianza Editorial


Formato: Tapa blanda o bolsillo. 248 páginas


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