Miquel Barceló: “El Consejo de Ministros no es lugar para mi cuadro, debe volver al museo”
El artista, que presenta su versión ilustrada de ‘La transformación’, el clásico de Kafka, lamenta que su tela ‘L’atelier aux sculptures’ esté en una sala de La Moncloa en lugar de en el Reina Sofía
Una imagen se repite en los telediarios que dan cuenta de las decisiones del Consejo de Ministros de la pandemia. La mesa de una dependencia de La Moncloa dispuesta en U, la distancia social pertinente, las mascarillas y, dominándolo todo, un gran cuadro a la espalda de Pedro Sánchez. La imponente tela (235 x 375 cm) se titula L’atelier aux sculptures, y la pintó Miquel Barceló (Felanitx, 63 años) en mayo de 1993 en París. En 2000, la compró el Museo Reina Sofía. ¿Qué siente el autor al ver las imágenes? “No me gustan nada”, dijo Barceló esta semana durante una entrevista en su taller de cerámica, una antigua tejería en la pequeña localidad mallorquina de Villafranca de Bonany. “Estoy muy enfadado. Yo no tengo televisor, pero mis amigos no dejan de enviarme fotos. No es su lugar adecuado. Me gustaría que estuviera en el museo [Reina Sofía]. Mi cuadro no está hecho para estar de fondo de un señor que le da la espalda ni para pasarlo por la tele. Está hecho para vivirlo, para estar ante él, mirándolo. Es casi un trozo de pared, como en Altamira, con relieves, salientes y abultamientos, no es digitalizable. Visto así se transforma en un decorado”.
L’atelier aux sculptures es una moderna pintura de gabinete, un cuadro-museo. Es una pieza matérica, en la que los pliegues y los volúmenes dan relieve a las esculturas que dominan la obra, igual que hacían los primitivos al aprovechar los salientes de las paredes de las cuevas rupestres. En la parte superior cuelgan cuadros en los que el pintor trabajaba en aquella época (Pase de pecho, Pluja contracorrent o Gran animal europeo). En la parte inferior, los pinceles. Y, dispersos por el resto de la superficie, bocetos y esculturas. “El cuadro”, dice el artista, “es mi taller de esculturas, uno de mis pocos cuadros en los que hay un juego de citas y autocitas, entre lo real y lo representado. Las esculturas son mis esculturas mientras se están haciendo, en proceso. Algunas están hechas y otras no las acabaré nunca, no existen o las destruí. Estaba en el Reina Sofía, y se lo han quitado de encima. No sé si estaba expuesto, porque voy poco a este museo. Espero que vuelva porque esta es su función”. Fuentes de la institución explican que el cuadro lleva años fuera de la colección permanente, y que se llevó a La Moncloa con la llegada de Pedro Sánchez a la presidencia.
La pandemia ha anclado al artista en Mallorca y recortado sus estancias habituales en Tailandia, París o el Himalaya. Se encuentra preparando una exposición en enero para el Museo Picasso de Málaga y una gran retrospectiva itinerante por Japón a partir del 31 de marzo en Osaka, ambas comisariadas por Enrique Juncosa. Además, esta próxima semana se publicará en España La transformación, de Kafka, en una versión ilustrada por las acuarelas de Barceló, coeditada por Gallimard y Galaxia Gutenberg y traducida al español por Juan del Solar. Un título, La transformación, más acorde con el universo kafkiano, y que se va imponiendo últimamente al más popular de La metamorfosis, que reviste a la novela de unos ecos mitológicos que no tiene la obra maestra del autor bohemio en alemán.
Ese lanzamiento es el motivo por el que Barceló recibió a EL PAÍS el martes pasado en su taller de cerámica, rodeado por un bosque de esculturas, para hablar de libros, una pasión que también le ha llevado a ilustrar otros clásicos de la literatura universal como Divina comedia, de Dante, o Fausto, de Goethe. “Los libros”, sentencia, “tienen la cualidad de ser premonitorios. Cuando sucede algo piensas que las obras de arte ya lo advirtieron. La transformación, escrita en 1912, ya contiene el antisemitismo, la Europa que se desgarra y, al mismo tiempo, es un cuento judío, un libro humorístico, aunque no haga mucha gracia a la luz de lo que sucedió después a Kafka y a Europa”.
No en vano, la palabra alemana Ungeziefer, el impreciso insecto en el que se convierte el protagonista, Gregor Samsa, la utilizaron después los nazis para deshumanizar a los judíos al tratarlos de alimañas. “Sí”, aclara el pintor, tal vez el más internacional de los artistas españoles desde su irrupción en la escena en los primeros años de los ochenta, “y también los hutus llamaban a los tutsis cucarachas durante el genocidio en Ruanda”.
Pregunta. Sorprende el empleo de colores. El relato de Kafka lo imaginaba en blanco y negro y en un espacio claustrofóbico.
Respuesta. Era importante sacarlo del blanco y negro y de un lugar cerrado. En las pocas imágenes que quedan de la casa de Kafka se ve el papel pintado Jugendstil, modernista, un poco tronado, que hacía más alegre el interior de las viviendas de la pequeña burguesía de Praga. Los nuevos verdes y azules de fin de siglo XIX eran colores modernos derivados del petróleo. Las ropas de los obreros eran azules, un azul derivado del ácido prúsico que dio origen al Zyklon-B, el pesticida que utilizaron los nazis para asesinar a los judíos en los campos.
P. Usted suele crear sus propios colores, ¿qué función les da en el relato?
R. Nunca uso los colores de forma simbólica. Me interesaba el color como transformación alquímica. Tienen una lógica interna propia, casi mineral. Si miras el caparazón del escarabajo verás que son todo menos negros. Tienen efectos metálicos, azules ultrafuertes. Los colores de los insectos son asombrosos.
P. Samsa se ve como un humano con apariencia de insecto y a su familia como almas de insecto con pinta humana…
R. Es una paradoja. El único que no cambia es Samsa. Durante todo el libro aparece como un escarabajo. Quien se transforma y cambia es toda la familia.
P. A veces ha bromeado con su identificación con figuras de animales que no encajan en la manada. ¿Es Samsa el primero?
R. Lo decían en mi casa. “¡Por qué no eres como los otros!”. Cuando tienes 13 o 14 años todo cambia. Y eso se traduce en angustia y sufrimiento. Y cuando somos adolescentes todos somos monstruos. Crece el sexo, nace el incesto hacia el padre, la madre, crecen los pelos, las orejas, la nariz… La mirada familiar nos ve como monstruos y nosotros nos sentimos monstruos.
P. ¿Qué toma prestado de la literatura en su obra?
R. Mi obra no es nada literaria. Yo sí. Me gusta hacer libros, como hacer ópera, el Paso doble [un montaje en el que creaba en directo una obra con barro] o la performance con [el músico francocatalán] Pascal Comelade con una pintura que desaparece. Pinto la tela muy rápido, cinco, máximo diez minutos y él pone música durante la desaparición. Me siento a su lado para mirar cómo desaparece, un proceso que suele durar una media hora. Nunca miramos cómo desaparecen las cosas. Él lo llama “evaporación sónica”, aunque cada vez que lo hacemos, le pone un nombre distinto.
P. Desde sus cadaverinas, una de sus primeras series, allá por los setenta, le han interesado la vida que emerge de la putrefacción, la desaparición, borrar, reempezar. ¿Tiene que ver con la conciencia de la mortalidad?
R. Cuando estudiaba pintura, en las pocas clases que asistí, había una obsesión para que las cosas fueran permanentes, los pigmentos definitivos, cuando el peligro es la permanencia. Todo tiene un grado de no permanencia. Los cuadros cubistas empiezan a volverse grises, las obras en papel amarillean, todo se modifica y desaparece. Las pinturas de Lascaux ya no las veremos nunca, las de las tumbas egipcias se están borrando con el contacto humano y la luz. Muchas están siendo modificadas por el tiempo y tal vez sea mejor así. El tiempo no actúa siempre negativamente. A veces las mejora. Tal vez las de Van Gogh han mejorado. Sería interesante poder ver las obras antiguas tal como fueron pintadas. Las de Delacroix, las del romanticismo francés, son oscuras y antes eran coloristas. La gente lloraba ante La balsa de la Medusa, de Géricault. Es como si la visión de la historia del arte se viera velada por un proceso de cataratas.
P. ¿Le interesa el libro como objeto?
R. Yo leo mucho en digital. Me gusta el olor del libro físico, sus tintas, el tacto, y compro aquellos que quiero releer. Antes viajaba con 50 kilos de libros, se los comían las termitas, el agua los destruía, pero ahora puedo ir al Himalaya con cien libros digitales. Y me gusta escuchar audiolibros; Proust, en lugar de música, para trabajar.
P. ¿Y tiene algún canon?
R. Me fascina Simon Leys y su relato del naufragio del Batavia [Los náufragos del Batavia, Acantilado, 2011]. Él fue uno de los primeros en denunciar los desastres del maoísmo y fue destrozado por la intelligentsia francesa. Él decía que su mundo literario iba de Kafka a Orwell. Yo añadiría a Borges y Sciascia. De Buenos Aires a Sicilia, de Londres a Birmania, China y Australia, por marcar una brújula literaria de Norte a Sur, de Este a Oeste. No agotan la biblioteca del mundo, pero señalizan el siglo XX.
P. ¿Y prefiere la novela o la poesía?
R. Novela o prosa para descompresión. Cuando trabajo es como si hiciera submarinismo en aguas muy profundas y al emerger necesito un tiempo de descompresión. Leer me sirve. En cambio, la poesía alimenta la zona del cerebro más próxima a la pintura. Es más pictórica que la novela. Me encantan Tólstoi, Proust… Lezama Lima es muy visual. Cuando describe una mesa hace un bodegón. También me gusta mucho Gimferrer.
P. ¿Cómo cree que afectará la pandemia al mundo del arte?
R. Va a haber cambios muy profundos, como sucedió con la gripe española [de 1918]. Desde la arquitectura a las relaciones sociales. En cuanto a los museos, bueno, el Picasso de París le da la misma importancia a una página de [la revista] Paris Match de 1957 que a un cuadro del mismo tamaño. El documento igual a una obra de arte. Es una pequeña moda temporal, que por suerte durará poco. Me recuerda ese chiste de dos planetas que se encuentran en la inmensidad del universo. Uno de ellos está resfriado. “¿Qué tienes?”, se interesa el otro. “Que he cogido un bicho”, responde. “¿Qué es?”, se alarma. “El homo sapiens”. Y el planeta amigo respira tranquilo: “Ah, nada, no te preocupes, durará poco”.
P. Hay una vieja discusión sobre la función social del arte, si el arte ha de crear espacios libres del mercado y de los poderes hegemónicos para ejercer un poder transformador, una discusión que atañe a la visibilidad de su obra en los museos.
R. Es una discusión un poco naíf. Yo distingo entre marxismo y comunismo. Mis amigos de más edad fueron comunistas por generosidad, pero yo, por fortuna, llegué tarde. Cuando asistí en los setenta a las asambleas del PSUC en Barcelona me acordaba de los curas que iban a los pueblos en busca de carne joven. Les enseñaban instalaciones con piscina y les prometían paraísos, pero enseguida vi que allí había una trampa. Acaba de salir en Francia Le partage de l’oeuvre, de Anne Sauvageot, que habla mucho de mi obra y que eligió para la portada imágenes de mi vitral de la catedral de Palma. La obra de arte es una obra de colaboración, de relación con la gente que la hace posible. En el caso de los vitrales es evidente. Toda obra de arte es colectiva o acabará siéndolo con el tiempo. Vemos las pinturas de Chauvet como una obra colectiva porque no sabemos quién las pintó. Si te acercas a ellas verás que fueron pintadas por una sola mano y un gesto, un pensamiento, un espíritu común, e intuyes cómo la gente aupaba sobre sus hombros al pintor para que llegara más arriba. Los cuentos populares también nacen de ese espíritu colectivo. El buen arte siempre tiene una función social, incluso a pesar del propio artista. Incluso el más onanista, incluso el que tenga lepra y no salga nunca del taller, acabará teniendo un poder de transformación.
P. Como Kafka...
R. No hay nadie más individual que Kafka y con más poder transformador de mentalidades. Hace unos días visité la exposición de Matisse en el Pompidou que explora las relaciones de la pintura con la literatura. Pude disfrutarla porque estaba solo en las salas, vacías como suelen estar casi siempre las salas del Macba y del Reina Sofía. Han demostrado que son inmunes a la pandemia: tienen los mismos visitantes que antes.
Babelia
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