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El hombre que fue jueves
Columna
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Ligereza en tiempo de zozobra

Los actores Lluis Homar y Adriana Ozores muestran una inesperada sensualidad en ‘Alba y palabra. San Juan de la Cruz’

Marcos Ordóñez
Lluís Homar, Adriana Ozores y el pianista Emili Brugalla, en un ensayo de 'Alma y palabra. San Juan de la Cruz' en junio
Lluís Homar, Adriana Ozores y el pianista Emili Brugalla, en un ensayo de 'Alma y palabra. San Juan de la Cruz' en junioSergio Parra

Domingo 18, Gerona, Temporada Alta. Un domingo cerrado (casi iba a escribir clausurado), tiendas con las puertas bajadas. Seis de la tarde. El Teatro Municipal, con perfume de misa sagradamente laica. Claridad de voces y luz. Dramaturgia de José Carlos Plaza. Alba y palabra: San Juan de la Cruz, que el Clásico madrileño presentó el pasado verano en el Festival de Almagro. A la derecha, Adriana Ozores. En el centro, Lluís Homar. Tras San Juan, el Cristo de Velázquez. A la izquierda toca el piano el virtuoso Emilio Brugalla, desgranando una selección de la Música callada, de Frederic Mompou. Escucho al poeta carmelita y el cruce entre la música de Mompou y el eco de Casa sosegada me lleva, curiosamente, al Poema a la duración de Peter Handke. San Juan no me resulta fácil de comprender, pero sí acercarme a la piel de una de esas “certidumbres inexplicables” que rastreaba Valéry. Al escuchar a Homar, que a menudo es un gran narrador, recuerdo su Teramene dirigido por Ollé, relatando la muerte de Hipólito con la fuerza tranquila de los viejos contadores de leyendas. Adriana Ozores puede ser feroz y desbordante de sonrisa y ligereza; pasar de personajes de Chéjov a La cantante calva. Su risa arde, como cuando el mejor Homar no busca oírse porque así nos hace escucharle.

Estaba equivocado con la losa del arte mayor. Temía ecos pomposos o austeros y me han regalado la risa de la belleza del arte; el goce del placer, de la cercanía: la inesperada sensualidad de Homar y Ozores, ahora cara a cara en los altos del teatro. Se han perdido por un camino vertiginoso, hacia el silencio. No me cuesta imaginarles así, pero nunca lograría saber cómo lo han hecho. Despojarse de lo ajeno, de lo externo. Mira bien. Tampoco cuesta ver a ese hombre y esa mujer que pueden ser viceversa: “amada en el amado transformada”.

Buscan la serenidad “contra ese desasosiego que viene de lejos”. Brotan (o creemos percibir) más sensaciones que conceptos. Un verso que tiene algo de engarce de adivinanzas; el Cántico espiritual unido a un trazo tao. Tres músicas. Una, en las voces, ecos como gotas de agua carnal: Amado, gemido, herido, dejaste, ciervo, ido. Segunda, la Música callada de Mompou, hermanando los espíritus del músico, el poeta, sus encarnaciones en las puntas de los dedos del gran Brugalla. Finura chopiniana. Y los silencios ¡qué bien levitan! Son una suma. Más que la música callada, quizás la melodía de la calma. De la intimidad. El silencio del público, revivido. Alguien dice que el Cristo ha quedado como un testigo, planeando, calmo, en el templo solitario. ¡Qué hambre nos ha entrado! Una extraña experiencia, una sonora soledad de medianoche. Y luego, ya en la calle, carcajadas gloriosamente brotadas, sin motivos aparentes, como el regalo de un cumpleaños sin fechas. La risa como una ventana recién abierta. La risa de nuestra felicidad en el coche, de vuelta. Quién nos lo iba a decir.

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