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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La secta del blues

Músicos y aficionados blancos fueron decisivos en el rescate de este arte afroamericano

Diego A. Manrique
Al Wilson, segundo por la izquierda, con Canned Heat.
Al Wilson, segundo por la izquierda, con Canned Heat.

Fue un suceso extraño. Hace ahora 50 años, apareció el cadáver de Alan Wilson en una ladera de Topanga Canyon, en su saco de dormir y junto a la casa del otro cantante de Canned Heat, Bob El Oso Hite. La zona, verdadero edén para la aristocracia hippy de Los Ángeles, no estaba habituada a la irrupción de la muerte.

Sobredosis de barbitúricos, dictaminó el forense. Pudo ser un suicidio, ya lo había intentado anteriormente, pero los que le vieron aquella noche prefirieron callar. Resultaba habitual que Wilson durmiera al raso: le encantaba conectar así con la madre naturaleza. Al mismo tiempo, se sabía que era infeliz: en aquellos años de amor libre, había sido incapaz de establecer relaciones estables, algo que se filtró en alguna de sus letras.

Sabemos que también fue una tragedia musical. Alan tenía oído absoluto y la capacidad de sacar rendimiento a cualquier instrumento. Había sido responsable de los dos grandes éxitos de Canned Heat, On The Road Again y Goin’ Up The Country, reconstrucciones audaces de añejos blues, reconvertidos en himnos generacionales por su voz aguda y penetrante, derivada del gran Skip James.

Wilson pertenecía a la secta del blues. Un joven acólito: sus mayores, a partir de los años cuarenta, establecieron los cimientos de la apreciación del blues rural, los blues mayormente creados en el delta del Misisipí con poco más que guitarras acústicas. Su revalorización fue un fenómeno internacional pero algunos núcleos de aficionados estadounidenses dieron un paso adelante. Dado que se habían perdido o destruido los masters originales, se lanzaron a la búsqueda de copias de aquellas frágiles pizarras que giraban a 78 r.p.m. que fueran aptas para escuchar y, eventualmente, reeditar.

Peinaron los barrios negros, ofreciendo comprar “discos viejos”; terminaron viajando al Sur, uno de los mercados naturales para lo que la industria llamó Race records. Hasta que surgió la chispa: dado que los artistas eran veinteañeros que grabaron, en el periodo de entreguerras, podían seguir vivos. Se inició así la Gran Caza del Bluesman Perdido (y si preguntan por las blueswomen, debemos recordar que ellas habían sido mayores vendedoras y, en general, se conocía su paradero).

Hubo quién fue localizado simplemente enviando cartas a las oficinas de Correos de los pueblos que mencionaba en sus discos. Otros requirieron expediciones peligrosas. A principios de los sesenta, unos blancos norteños o californianos en el Sur Profundo podían ser confundidos por agitadores de los derechos civiles; algunos de aquellos detectives musicales terminaron durmiendo en calabozos. También eran recibidos con sospecha en los barrios negros: unos blancos con acentos extraños solo podían ser hombres del gobierno, sobre todo si preguntaban por vecinos que no habían llevado precisamente vidas intachables.

La cosecha resultó extraordinaria: de Bukka White a Sleepy John Estes. Pero no fue fácil devolverlos a la música: aparte del deterioro tras décadas de pobreza, muchos no tenían ni instrumento. Según la leyenda, fue el propio Alan Wilson quién tuvo que instruir a Son House en cómo tocar su repertorio. El reverendo Robert Wilkins se había pasado a la música religiosa, aunque tonto no era: logró que los Rolling Stones reconocieran su autoría de Prodigal Son, inicialmente atribuida a Jagger-Richards.

Ahora, alguien hubiera gritado “¡Apropiación cultural!”. Cierto: dejando aparte a los buitres, que nunca faltan cuando huelen dinero fresco, hubo una indudable romantización del sufrimiento negro y una simplificación de su papel social. Pero, aparte de aquellos coleccionistas, nadie hubiera intentado semejante operación rescate: el público negro urbano exige novedades sonoras y rechaza instintivamente una música que recuerde los “viejos malos tiempos”. En los guetos del Norte se usa el despectivo bama (derivado de Alabama) para alguien sin estilo, evidentemente menesteroso.

La desaparición de Alan Wilson fue un golpe duro para Canned Heat. Una banda que luego contó con músicos valiosos, como el guitarrista Harvey Mandel, pero que terminaría derivando hacia el boogie de batalla. Una banda tóxica, con demasiadas muertes prematuras. Aunque –todo hay que decirlo- Canned Heat continua en activo, con Adolfo de la Parra, su segundo baterista, como único vínculo con un pasado brevemente glorioso.

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