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María Gainza: “Hay cientos de escritoras mejores que yo”

La escritora argentina, convertida en fenómeno literario internacional, se desmarca de la presión del éxito

Javier Rodríguez Marcos
La escritroa María Gainza en una foto sin datar.
La escritroa María Gainza en una foto sin datar.Rosana Schoijett

“A quien los dioses quieren destruir primero lo llaman promesa”. Cuando María Gainza deslizó esta frase de Cyril Connolly hacia el final de El nervio óptico no podía imaginar la catarata de elogios que iba a recibir esa obra inclasificable a la que solo por pereza o para no asustar a los lectores miedosos unos llaman novela y otros, autoficción. Es mucho más que eso. Tal vez un género nuevo. O la promesa de un género nuevo. Gainza, nacida en Buenos Aires hace 43 años, matiza por correo electrónico: “Nunca me sentí promesa. Siempre fui un desastre para mi familia y en el colegio una alumna del montón tirando para abajo”.

La aparición de El nervio óptico tampoco parecía llamada a cambiar el juicio familiar. Lo publicó en 2014 una editorial independiente argentina –Mansalva- y su éxito solo traspasó la frontera de Chile, donde lo reeditó otro sello independiente –Laurel-. Tuvo que relanzarlo Anagrama hace dos años para que le llovieran las traducciones, entre ellas la de la editorial Gallimard, donde se publicó con un título que parece un subtítulo: Ma vie en peintures (Mi vida en cuadros). Gainza, que ejerció durante años como crítica de arte, había publicado ya una recopilación de sus escritos periodísticos, pero aquello era otra cosa: una mezcla de narración y reflexión escrita en estado de gracia. Ahora reconoce que el éxito de El nervio óptico le pesó “un poco”. De aquí que buscase una forma de quitarse el peso de encima: escribir rápido un segundo libro para pasar al tercero.

“No me gusta la exposición pública, pero tampoco me gusta hacerme la diva misteriosa porque eso también tiene algo vanidoso”

En esas estaba cuando recibió una llamada desde la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: el libro antídotoLa luz negra- había ganado el premio Sor Juana Inés de la Cruz, instituido hace treinta años para destacar la mejor novela publicada en español por una mujer. Todo estaba listo el miércoles pasado en el gigantesco auditorio de la FIL para la ceremonia, pero la ganadora anunció que no viajaría a México. Su fama de autora esquiva, su poca afición a las entrevistas y a las fotografías dispararon las especulaciones románticas: la escritora genial había vuelto a desaparecer. Ella quita glamur a la leyenda: “No me gusta la exposición pública, pero tampoco me gusta hacerme la diva misteriosa dado que eso también tiene algo vanidoso”. No obstante, le sigue pareciendo acertada la frase de una amiga: “Inflar el rol de la escritora conspira contra el producto”. ¿Se ha inflado el suyo? “Sí, es probable. Hay cientos de escritoras mejores que yo”, responde. Y lanza una lista que no para de crecer por WhatsApp: Diego Muzzio, Mariana Enríquez, Fernanda Melchor, Juan Pablo Roncone, Flavio Lo Presti, Lucia Lamberti, Mauro Libertella…

Visitantes de la FIL observan el libro de María Gainza 'La luz negra', ganador del premio Sor Juana Inés de la Cruz.
Visitantes de la FIL observan el libro de María Gainza 'La luz negra', ganador del premio Sor Juana Inés de la Cruz.Hector Guerrero

Otro motivo para limitar los viajes y la vida pública es la enfermedad neuromuscular autoinmune que padece. “Hace dos años que estoy estable”, cuenta, “gracias a las pastillas mágicas del doctor Kohler, el único neurólogo que lee con fruición a Stephen King”. ¿La enfermedad enseña algo? “A diferenciar lo esencial de lo accesorio”. Su ausencia de la FIL también tiene que ver con la salud, esta vez con la de su hija Azucena, de 12 años: el día en que su madre iba a subirse al avión la ingresaron en el hospital aquejada de una neumonía con derrame pleural. María Gainza, viuda desde hace cuatro años, no iba a dejarla sola. La feria ha convocado un comité que en enero decidirá si le paga los 10.000 dólares del premio, ya que considera “indispensable” que acuda a recibirlo. Anagrama se ha ofrecido a organizarle el viaje el año que viene. María Gainza ha dejado el asunto en manos de la editorial y de su agencia literaria, la barcelonesa Casanovas & Lynch, la misma de Javier Marías, Juan José Millás o Cristina Fernández Cubas. “Yo tengo la cabeza en la salud de mi hija”, explica la premiada, que, respecto a la decisión de la FIL, añade: “Como decía Perón, aunque algunos se lo atribuyen a Napoleón: ‘Si querés que algo no se resuelva, llamá a un comité’. Quizás para los mexicanos funcione distinto y mejor. Hay que esperar”. Algo que, añade, es una prueba difícil para su “personalidad ansiosa”.

“La autoconmiseración y la nostalgia asociadas a la tristeza de niña rica me parecen pringosas e irritantes”

Fue esa personalidad la que, para escándalo de su madre, la llevó a intentar ser bailarina de danza contemporánea o a no terminar la carrera de historia del arte pese a que sería esa la disciplina que la llevaría a publicar en Página 12, un periódico en las antípodas del que todos asociaban a su apellido, el conservador La prensa, propiedad de su padre. Llamarse Gainza, dice, nunca le pesó al escribir: “Incluso quizás me haya ayudado y yo no me di cuenta. Cuando empecé a escribir el diario de mi familia ya se había vendido. Que yo colaborase en Página 12 parecía un gesto de niña-bien-zurdita [de izquierdas] que quiere escandalizar a sus padres de derecha. Pero estaba lejísimos de eso. Yo quería escribir en Radar, el suplemento de Página 12, porque ahí estaban las mejores plumas. Era una elección estética no política, aunque por supuesto, la estética también es una política”. María Gainza estudió en el elitista colegio inglés Northlands –igual que Cayetana Álvarez de Toledo- pero nunca ha sentido lo que ella misma llama tristeza de niña rica. “Soy mucho más áspera y nerviosa que dulce y melancólica”, afirma. “La autoconmiseración y la nostalgia asociadas a la tristeza de niña rica me parecen pringosas e irritantes”.

En su museo imaginario Paul Cézanne ocupa el lugar de “artista superior”. En su biblioteca ese lugar es para Samuel Beckett: “Me parece el Cézanne de la literatura por su depuración, su organización, su intento por captar esa petite sensation. Y tiene sentido que sea un escritor posterior porque las artes visuales muchas veces van dos baldosas adelantadas a la literatura”. En su caso también fue así a pesar de que dejó la crítica cuando más reconocimiento tenía y su firma aparecía en revistas como Artforum o ArtNews. El mismo mundo que la había encumbrado por su mira heterodoxa, empezaba a pedirle “críticas de verdad”. Abandonó.

No parece que vaya a dejar la narrativa por ahora, pero tampoco lo descarta: “Con la literatura me pasa algo distinto. Me siento mucho más en casa escribiendo estas cosas torpes, errantes y facetadas que me salen. Pero aún así, podría dejar de hacerlo, sí. Todo se puede dejar. No forzaré la máquina. El día que sienta que ya no tengo ganas de escribir me iré silbando bajito sin hacer ninguna escena y nadie lo notará dado que sobran los libros. Además, no creo que escribir sea mi única vocación. Me gustaría ser doctora también, pero no sé si me dan los tiempos”. Ya se lo había advertido la madre en sus años de universitaria volátil: “Vos cambiás mucho”. Fue, sin embargo, su progenitora quien la disuadió de seguir su primer impulso: estudiar literatura. ¿Cómo reaccionó cuando empezó a tener éxito como escritora? “Me dijo: ‘Te perdono”.

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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