La acentuación del melodrama
En el fascinante lugar de la readaptación del melodrama folletinesco pretende situarse el brasileño Karim Aïnouz con esta película
Las novelas río y el melodrama suelen constituir una conjunción mágica de vehemencia narrativa y visual. Colores y dolores, dramas vitales sin freno, caídas y subidas, emociones desde dentro hacia fuera para colmar al espectador. Un subgénero que, desde los maestros clásicos John M. Stahl y Douglas Sirk, no pocos han intentado reinventar, Rainer Werner Fassbinder, Pedro Almodóvar, Lars Von Trier, a veces con logros absolutos. Y es en ese fascinante lugar de la readaptación del melodrama folletinesco donde también pretende situarse el brasileño Karim Aïnouz, veterano artista visual y director cinematográfico, que con La vida invisible de Eurídice Gusmão ha logrado este año el premio a la mejor película de la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes y cuatro galardones en la Seminci de Valladolid.
LA VIDA INVISIBLE DE EURÍDICE GUSMÃO
Dirección: Karim Aïnouz.
Intérpretes: Julia Stockler, Carol Duarte, Fernanda Montenegro, Gregório Duvivier.
Género: drama. Brasil, 2019.
Duración: 139 minutos.
Basada en una novela de Martha Batalha, Aïnouz ha variado el marco temporal (desde los años treinta hasta los cincuenta) y también el tono del libro, ambicioso aunque algo más desinhibido, para revertirlo en una constante solemnidad que, a veces, no le beneficia. Ya desde la primera secuencia, de corte onírico y metafórico, de gran expresividad artística, rotundos colores y bella puesta en escena, pero que conforme avanza el relato y se revelan sus tramas y subtextos, se antoja de un énfasis y un simbolismo tan subrayados como elementales. Y es en esa excesiva insistencia donde se mueve la (solo en parte) atractiva película de Aïnouz, que se hace cuesta arriba tanto por tiempo de metraje como por el interés de éste, y que culmina con un controvertido y (de nuevo) excesivamente dilatado epílogo.
A su favor, en cambio, juega la fuerza visual del director, sobre todo en la filmación de las secuencias de sexo, de una rotunda perversidad, bellamente turbias, dolorosas hasta el desmayo y desplazándose muy bien entre la explicitud de ciertos momentos y la sutileza del fuera de campo de otros. En la historia de dos hermanas separadas por los hombres, el machismo y la degradación moral y social en el Río de Janeiro que va de la década de los cincuenta hasta la actualidad hay denuncia, cierto esplendor formal y buenas interpretaciones.
Pero, en el empeño de Aïnouz por salirse del carril marcado, y eso es muy bueno, también hay descabalgamientos. Y el principal, pese a la presencia de Fernando Montenegro, es ese incomprensible giro estilístico en el paso final de la película, ya en la contemporaneidad, donde el director cambia sus modos de puesta en escena y las peculiaridades fotográficas, hasta entonces basadas en la iluminación tenue, la textura de grano duro y los colores contrastados, por un carácter visual más naturalista cercano casi al documental, y sin acentuaciones artísticas.