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Los que hacen la revolución y los que la sufren

Llega 30 años después la traducción al español de la crónica de Simon Schama sobre el episodio de 1789 que convulsionó la historia universal

Retrato de María Antonieta (1773), de François-Hubert Drouais, en el Victoria And Albert Museum.
Retrato de María Antonieta (1773), de François-Hubert Drouais, en el Victoria And Albert Museum.Heritage Images / Getty Images

Simon Schama alcanzó celebridad por su disección del Siglo de Oro de la cultura holandesa publicada en 1987 bajo el sugestivo título de The Embarrassment of Riches. Su segundo éxito editorial fue la obra que ahora nos ocupa, publicada en 1989 y que ha tardado 30 años en aparecer en España. Y ello a pesar de las entusiastas adhesiones que suscitó en su día: Richard Cobb, Bernard Levin, Antony Beevor, George Steiner, etcétera.

En cualquier caso, lamento no poder sumarme a esa lista de fervorosos partidarios, pese a reconocer sus indudables méritos, singularmente el sobresaliente esfuerzo de erudición, el perfecto conocimiento de los aspectos más controvertidos, el loable intento de no dejarse arrastrar por posiciones extremas, la inclusión individualizada de los personajes secundarios y de los distintos grupos en presencia, la atención a las preocupaciones cotidianas de los hombres y las mujeres que vivieron los episodios revolucionarios, la brillante pluma que dota de prestigio literario a la narración.

Destaca el esfuerzo por conciliar la grande et la petite histoire, la que mueve el corazón de los individuos particulares

Y uso este último término con propiedad porque, como el autor declara desde el primer momento, su obra es un relato que asume las formas de las crónicas del siglo XIX. Así, recogiendo literalmente sus propias palabras, el lector puede saber desde la página 25 qué clase de libro tiene entre las manos: “Apenas necesito señalar que lo que sigue no es ciencia. (…) Aunque de ningún modo es ficción (pues no hay invención intencionada), puede impresionar al lector como relato más que como historia. Se trata de un ejercicio de descripción viva, un diálogo con la memoria de 200 años sin ninguna pretensión de cerrar definitivamente el tema”.

En una serie de acontecimientos que abarca todas las regiones de Francia y que se extiende al menos a lo largo de cinco años muy intensos y llenos de acontecimientos, una crónica tiene naturalmente que escoger bien sus temáticas y sus personajes. En este sentido, el autor se decanta por poner en primer plano los asuntos más sugerentes para un público extenso, unos muy conocidos (el collar de María Antonieta), otros muy poco tratados y por eso más sorprendentes (el elefante de yeso de la Bastilla), otros muy insólitos (como la visita del sacerdote Talleyrand a Voltaire, el incansable debelador del “infame” catolicismo). Sin embargo, de esta misma elección se deriva una narración algo caótica que pasa de una temática a otra sin un hilo conductor suficientemente nítido, que se adorna de una proliferación de nombres propios que poco dicen a quien no esté muy familiarizado con el contexto general y, sobre todo, que muchas veces deja en penumbra las grandes transiciones entre unas etapas y otras en el transcurso de la revolución.

En todo caso, la animada crónica ofrece el atractivo, deliberadamente buscado por el autor, de la imbricación entre lo público y lo privado, entre las grandes declaraciones de los discursos políticos y las modestas acciones de la vida privada, que sin embargo se refieren a cuestiones tan trascendentes como los sentimientos, las creencias, el amor y la muerte. Como ejemplo, el jacobino Camille Desmoulins ¿nos interesa más por su adhesión al proceso revolucionario y sus crónicas periodísticas o por su amor apasionado hacia su esposa añorada hasta el último instante en su cautiverio y ante la guillotina? Forma parte del haber de la obra su esfuerzo por conciliar la grande et la petite histoire, la que traza el giro de la evolución de la humanidad y la que mueve el corazón de cada uno de los individuos particulares. De ahí que resulte un acierto observar de cerca las emociones de los que hacen la revolución y de los que sufren bajo la revolución.

Ahora bien, el autor no se queda en este plano, sino que, pese a sus declaraciones iniciales, llega a unas conclusiones sobre el sentido de la revolución, se define a favor de una determinada teoría de la revolución. Y resulta que finalmente su lectura de los documentos manejados, su formación académica y, cómo no, sus opciones personales le llevan a posicionarse a favor de la visión más conservadora de la Revolución Francesa, muy contraria a la que condujo a la celebración de su bicentenario en 1989. Por un lado, se muestra partidario de la “revolución innecesaria”, porque la evolución favorable de la Francia del siglo XVIII (en el terreno económico y cultural) hubiera conducido a una reforma que hubiera logrado los mismos objetivos que pretendían los patriotas de 1789. En honor a la verdad, en un rasgo de honestidad intelectual, el autor se permite una única duda en la página 923: “La pregunta puede volverse contra sí, ya que si, en la práctica, la reforma era todo lo que se necesitaba, no habría habido una revolución”.

Otras afirmaciones son todavía más discutibles. Según el autor, los reformistas ilustrados caminaban decisivamente por el sendero de la modernización económica y cultural al menos desde la segunda mitad del siglo XVIII, mientras que los revolucionarios estuvieron en contra de esa modernización. Lo primero puede ser cierto, siempre que añadamos que esa modernización no alcanzaba al terreno social ni al terreno político, que se mantenían dentro de las coordenadas del Antiguo Régimen: sociedad estamental y absolutismo sin representación de los ciudadanos (aspecto clave en el desencadenamiento de otra revolución: la de los Estados Unidos de América). Lo segundo no lo es en ningún caso, pues los cuadros revolucionarios se nutrieron por lo general de esos mismos reformistas, aunque ya radicalizados social y políticamente.

Y el debate podría continuar. ¿La violencia, como sostiene el autor, fue el motor y la razón de ser de toda la revolución? Y, por último, ¿la revolución fue un fracaso? Si nos detenemos en el 9 termidor de 1794 puede pensarse así, pero si vemos su continuidad entre los mismos protagonistas de la “reacción termidoriana” y, sobre todo, su consolidación bajo Napoleón, opinaremos lo contrario, pues los ideales revolucionarios se impusieron no sólo en Francia, sino finalmente en toda Europa (aunque en muchos lugares tuvieran que desencadenarse otras revoluciones en los años 1830 o 1848). Frutos de la revolución fueron la primacía de la Constitución, la separación de poderes, la igualdad de todos ante la ley, la garantía de los derechos individuales, la proclamación de un Estado laico frente a toda religión y al mismo tiempo tolerante con las creencias, el propio concepto de ciudadanía que inspira el título del libro de Simon Schama.

Ciudadanos. Una crónica de la Revolución francesa. Simon Schama. Traducción de Aníbal Leal Fernández. Debate, 2019. 1.020 páginas. 39,90 euros.

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