Muerte y resurrección en Aldeburgh
Propuestas originales, infrecuentes y conectadas singularizan la programación del festival británico
Un festival de música no debería ser nunca un calco de lo que otras instituciones ya ofertan a lo largo del año. No basta con presentar una serie de conciertos en un lapso comprimido de tiempo, sino que habría que aspirar a conjugar verbos diferentes –complementar, innovar, indagar, arriesgar, relacionar– y poseer rasgos identificativos propios, algo que siempre ha caracterizado al festival “de música y las artes” de Aldeburgh desde que lo fundaran Benjamin Britten y Peter Pears en 1948 como mucho más que una mera sucesión de conciertos.
De una u otra manera, la muerte ha estado presente en los últimos días en este apartado reducto de la costa de Suffolk. El pasado lunes, por ejemplo, se reconstruyó con precisión una larga velada musical ofrecida en Viena el 26 de marzo de 1828. No fue aquel un concierto cualquiera: fue el único concierto público integrado monográficamente por sus obras que conoció Franz Schubert en sus 31 años de vida. El compositor moriría pocos meses después, en noviembre de ese mismo año, víctima de la sífilis, y la fecha no estuvo elegida al azar: un año antes, en idéntica fecha, había muerto en la capital austríaca Ludwig van Beethoven, tan admirado por Schubert que es posible que ni siquiera llegara a acercarse a él, a pesar de vivir a pocas calles de distancia y de saber uno y otro que ningún otro compositor podía hacerles sombra. En dos de las canciones interpretadas entonces y ahora hay incluso homenajes solapados al autor de Fidelio: el ritmo dactílico de Die Sterne, que remite inequívocamente al Allegretto de la Séptima Sinfonía, o el arco melódico de la segunda estrofa de Auf dem Strom, que remeda casi al pie de la letra el que suena al comienzo de la Marcia funebre de la Sinfonía “Heroica” y que fue compuesta específicamente por Schubert para aquel concierto con el insólito añadido de una parte obbligato para trompa. El mensaje era, por supuesto, doble: honrar al genio ya fallecido en su primer aniversario y, al mismo tiempo, proclamarse implícitamente su heredero natural.
Es aquí donde encontramos uno de esos espacios que debe buscar y llenar un festival, ya que para reproducir –o resucitar– aquel concierto vienés de 1828 hacen falta nada menos que un cuarteto de cuerda, un trío con piano, al menos dos cantantes (tenor o barítono y contralto), otro pianista, un trompista y un coro masculino, imprescindible en Ständchen y Schlachtgesang. Y no es esta una plantilla fácil de reunir en un concierto al uso, porque, entre otras cosas, su presupuesto se dispararía. Y aquí ha sabido configurarse con excelente criterio: en el mismo orden, el Cuarteto Diotima, el Trío Isimsiz (del que forma parte desde su fundación el violinista madrileño Pablo Hernán Benedí), el barítono Roderick Williams, la mezzosoprano Fleur Barron, el pianista Roger Vignoles, el trompista Richard Watkins y el Coro de Cámara de Londres. Se unió a la fiesta uno de los artistas residentes de esta edición del festival, mutiatareado como intérprete y profesor, el tenor Mark Padmore, que se reservó justamente la magnífica interpretación de Auf dem Strom, la pieza más relevante del programa desde un punto de vista simbólico, ya que nació por y para aquel concierto, además de esconder en su seno la oración fúnebre beethoveniana. Casi todos los intérpretes repitieron actuación con otros programas antes y/o después, un nuevo aviso para navegantes: un festival ha de nacer como fruto de un proceso de reflexión, no como una simple acumulación de conciertos a fin de ir completando cruces en el calendario. Para que el círculo –y la felicidad– fueran completos, la conferencia previa al concierto corrió a cargo de Richard Stokes, un sabio en cuestiones schubertianas y un traductor inigualable: para que el público comprendiera y sintiera la música que habita en los poemas alemanes originales, animó a leer uno en voz alta a todos los asistentes.
Pocas horas después, en la iglesia de Aldeburgh, el Cuarteto Diotima tocó no solo el primer movimiento del Cuarteto D. 887 (el único programado en aquel concierto de 1828), sino la obra en su totalidad, completando su muy atractiva propuesta con el Cuarteto núm. 2 de Karol Szymanowski y el Cuarteto núm. 4 de Thomas Larcher, compositor residente este año en Aldeburgh y que, desde la inauguración con la representación de su ópera Der Jagdgewehr, ha dejado incontables muestras de su talento. El Diotima, volcado en el repertorio contemporáneo, lució estas credenciales en estas dos últimas obras, mientras que su Schubert fue más desigual, con ocasionales problemas de afinación en el Allegro assai final (fue un programa largo y exigentísimo) y una elección no siempre convincente de tempi, como el lentísimo y casi aletargado Trío del tercer movimiento.
En un festival fundado por Benjamin Britten y Peter Pears, la canción tiene garantizada, año tras año, una presencia destacada. También el lunes, en este caso por la mañana, Barbara Hannigan y Reinbert de Leeuw ofrecieron un concierto dedicado íntegramente a la música de Eric Satie, otra rareza muy difícil de encontrar en las programaciones al uso. Se alternaron canciones juveniles, piezas para piano y el “drama sinfónico con voz” Sócrates, cuya tercera parte describe en boca de Fedón la muerte del filósofo griego. Viendo a Reinbert de Leeuw acercarse al piano situado en el centro del escenario del Britten Studio, con pasos cortos e inestables, parecía imposible que pudiera llegar a tocar las teclas justas. Extremadamente delgado, pálido, frágil, casi una aparición espectral, el pianista y director holandés se asemejaba a una estatua de Alberto Giacometti a la que se hubiera insuflado la vida justa para realizar ese recorrido que iba desde las tres Ogives que abría el programa hasta la Mort de Socrate que lo cerraba. Pero no solo tocó todas las notas, por más que la apariencia visual fuera que sus dedos no podrían acertar a dar con la tecla justa en el momento justo (y lo hizo de memoria incluso en las piezas para piano solo), sino que corroboró que no hay mejor alter ego actual del excéntrico compositor francés. A sus anchas en esas piezas despojadas de casi todo (barras de compás incluidas), fue también un acompañante atento y empático de la soprano canadiense, que tendrá una presencia destacada en los últimos días del festival (donde, además de cantar, dirigirá la misma puesta en escena de The Rake´s progress que se estrenó en diciembre en Gotemburgo, en este caso al frente de la Orquesta Ludwig). Para respetar la indicación de Satie en la partitura de Socrate, que pide a la soprano interpretar su parte “en lisant” (leyendo), Hannigan se situó a la izquierda del pianista, en el lugar ocupado normalmente por el pasapáginas, y fue ella quien realizó este cometido al tiempo que cantaba e iba desgranando con suavidad los textos de Platón traducidos al francés por Victor Cousin. No es Socrate una obra cualquiera: en su estreno en la librería de Adrienne Monnier en la rue de l’Odéon de París en 1919 se encontraban presentes, entre otros, André Gide, Paul Claudel, Paul Valéry, Pablo Picasso, Georges Braque, André Derain e Igor Stravinsky.
El día siguiente se vivió otro de esos momentos que justifican la existencia de un festival. En el tercero de los cuatro ciclos de canciones con piano de Britten concebidos como veladas tanto musicales como poéticas, escuchamos una de las grandes obras maestras del compositor inglés, sus Canciones y proverbios de William Blake, creadas en 1965 y estrenadas aquí en ese mismo año por Dietrich Fischer-Dieskau y el propio Britten al piano. Se trata de una sucesión de brevísimos proverbios procedentes de El matrimonio del cielo y el infierno intercalados con poemas visionarios extraídos de las famosas Canciones de inocencia y experiencia de Blake, con un poema final incluido en los Augurios de inocencia: “Cada noche y cada mañana / algunos nacen para la miseria. / Cada mañana y cada noche / algunos nacen para un dulce deleite”.
Al igual que en las sesiones anteriores, el concierto estuvo prologado por una conversación entre Kate Kennedy, un poeta (en este caso Patience Agbabi) y cantante y pianista (Roderick Williams y Andrew West). Nada más salir al escenario, Williams empezó a cantar Jerusalem, un poema de William Blake que se ha erigido, con la sencilla música de Hubert Parry, en el auténtico himno oficioso de Inglaterra, "una tierra verde y agradable" convertida en la nueva Jerusalén. Todo el público se puso espontáneamente a cantarlo y lo que siguió fue una apasionante conversación a cuatro voces sobre los poemas de Blake y la música de Britten, coronada por la lectura de un texto de Agbabi que ayudó sin duda a muchos a comprender lo que escucharon a continuación, que fue una interpretación magistral de Roderick Williams, uno de esos cantantes que sabe imprimir una dificilísima naturalidad a cuanto hace: recita cantando, o canta recitando. Situado muy cerca del público, con los movimientos corporales justos, una dicción cristalina y una atención constante por la dinámica y la expresión justa de cada palabra, de cada sílaba, la media hora que nos regaló el barítono inglés (con una buena, aunque no extraordinaria, prestación pianística de Andrew West) fue una de las glorias de esta semana de festival. El cromatismo torturado de A Poison Tree, la “temible simetría” de El tigre, las resonancias sobrenaturales de Ah! Sun-flower o el monotono que emplea el niño deshollinador cuando le “enseñaron a cantar las notas de dolor” (un emblema de la inocencia infantil perdida, un drama que obsesionó a Britten toda su vida): Williams supo dar siempre con el tono preciso y no parecía estar cantándolas al público que llenaba el Britten Studio, sino a todos y cada uno de nosotros, individualmente, casi al oído.
La muerte volvió a hacer presencia, y de qué manera, en la tercera y última participación de Vox Luminis en el festival, ya que en la segunda parte de su concierto interpretó las músicas que sonaron en las exequias fúnebres de la reina Mary en 1695. Al igual que hizo en el Festival de Utrecht hace cuatro años, el grupo belga calentó motores haciendo que los dos cuartetos de viento (cornetas y trompetas por un lado, oboes y fagot por otro), al ritmo marcado por un tambor, interpretaran en el perímetro exterior de la sala de Snape Maltings las dos marchas en Do menor de James Paisible y Thomas Tollett (The Queen’s Farewell, la despedida de la reina) que sonaron en su día cuando el carruaje fúnebre que transportaba el ataúd de la soberana se acercaba a la abadía de Westminster. La presencia de los instrumentistas que habían tocado dos días antes en su segundo concierto (otro guiño a las sinergias que debe saber construir un festival) permitieron plantear una primera parte contrastante, en la que se interpretaron músicas ceremoniales compuestas en vida de la reina. Su tono celebratorio las convirtió de inmediato en piezas ligeras y cortesanamente intrascendentes en comparación con las honduras que llegaron en la segunda, cantadas por Vox Luminis con esa combinación única de intensidad, pureza y concentración expresiva que se han convertido en su seña de identidad. Y, como sucede siempre en sus conciertos, la excelencia musical venía arropada por una atención minuciosa a la escenografía que va siempre, o debería ir, aparejada a un concierto: la ubicación precisa de cantantes e instrumentistas, las entradas y salidas al escenario, el ritmo con que se producen, la música (o el silencio) que las acompaña, detalles nimios pero que ayudan a sumar (las mujeres del grupo, por ejemplo, prescindieron de sus habituales pañuelos azulados y cantaron la segunda parte de negro riguroso) y contribuyen no poco al efecto global. En la pieza ofrecida fuera de programa en su concierto del viernes, el motete Unser Leben währet siebenzig Jahr, de Johann Michael Bach, las cuatro sopranos interpretaron su cantus firmus situándose en las cuatro esquinas de la sala, logrando un fabuloso efecto cuadrafónico y envolvente. Después de la elegía O dive custos, cantada milagrosamente por Zsuzsi Tóth y Stefanie True, con el violonchelo infalible de Jonathan Manson (cuyo nombre no figuraba sorprendentemente en el programa), no había propina posible y así lo entendió Lionel Meunier, el director del grupo. Las Sentencias fúnebres de Purcell se interpretarían en sus propios funerales, ya que fallecería pocos meses después que la reina.
Un portento que se eleva en medio de la campiña de Suffolk, la iglesia de Blythburgh, fue el escenario del concierto en que, el miércoles por la tarde, Alisa Weilerstein tocó cuatro de las seis Suites para violonchelo solo de Bach (completará la serie el próximo viernes, compartiendo programa con Noche transfigurada de Arnold Schönberg y Quatre chants pour franchir le seuil de Gérard Grisey, que cantará y dirigirá Barbara Hannigan: otro guiño de festival audaz y transfronterizo). La estadounidense ha ascendido muy deprisa a la elite de su instrumento, y no le faltan virtudes para ello, aunque su Bach exhibe aún demasiadas aristas y se encuentra alejado de las versiones de referencia. El principal problema radica en el concepto: segurísima técnicamente, Weilerstein toca todas las notas, pero le falta situarlas cronológicamente, plantearse con seriedad y buenas fuentes (como los dos libros de Anner Bylsma) cuestiones de estilo y autenticidad y, de resultas de ello, dotarlas de una traducción sonora en consonancia con la época que las vieron nacer.
No tiene sentido, por ejemplo, abusar de los armónicos como lo hizo en la Suite núm. 6, en la que no logró hacer olvidar que se trata de una pieza escrita para un violonchelo piccolo de cinco cuerdas y que, tocada en el instrumento normal, obliga a realizar unos malabarismos sobre el mástil casi estrafalarios. Weilerstein abusó también de los tempi muy lentos, pero la profundidad buscada se revirtió más bien en muchos momentos en ausencia de fluidez (la Courante de la Suite núm. 5, en la que renunció a la scordatura, fue un caso paradigmático en este sentido). No hubo verdaderos ritmos danzables como tales y la articulación parecía estar siempre en un segundo plano, aunque en el haber de Weilerstein hay que dejar constancia de la flexibilidad y de la ausencia de veleidades románticas. Segurísima en la afinación, al joven portento estadounidense le falta perfilar el concepto y acercar las obras al momento histórico en que las imaginó Bach, algo perfectamente posible aunque se utilice un violonchelo moderno, como demuestra una y otra vez uno de sus máximos intérpretes actuales, Jean-Guihen Queyras. Weilerstein, aplaudidísima, es aún muy joven y profundizará sin duda en la esencia de estas obras para cuya comprensión plena una sola vida parece demasiado corta.
Aldeburgh, en fin, también llora a sus muertos. Muy pocos días después de que dirigiera en la edición del pasado año, moría el compositor y director de orquesta Oliver Knussen, que vivía muy cerca de Snape Maltings, la antigua fábrica de maltear cebada que es, desde 1967, la sede de la mayor parte de los conciertos del festival. La ausencia de Olly, como lo conocían todos sus amigos, pesa aún como una losa, de ahí que haya querido atenuarse el dolor bautizando con su nombre a una orquesta de cámara que ha hecho aquí su presentación y que tocará también este verano en los Proms de Londres. Hasta once de sus composiciones han sonado asimismo en varios conciertos y el pasado jueves pudo verse en el cine de Aldeburgh el documental (Sounds from the Big White House) que Barrie Gavin realizó de Knussen en 2002 con motivo de su quincuagésimo cumpleaños. Presentó la proyección el propio director y la emoción era visible en gran parte del público: amigos, vecinos y admiradores de aquel niño grande, tan excesivo en su cuerpo como en su talento. Un ejemplo más del ritual de muerte y resurrección que tanto se ha prodigado estos días en Aldeburgh, una cita imprescindible para quienes entiendan un festival de música como una invitación a pensar, mirar, escuchar y sentir, no como un cajón de sastre en el que se apilan obras e intérpretes sin orden ni concierto. La presente edición también morirá el próximo domingo, pero al duodécimo mes, a buen seguro, resucitará.
Babelia
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