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EL CORREO DEL ZAR
Columna
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Entre los misteriosos hombres serpiente de Tanganika

Un viejo libro resucita la asombrosa peripecia de Fred Carnochan con los wakaiola, acreditados domadores de ofidios

Jacinto Antón
Ceremonia africana con una pitón.
Ceremonia africana con una pitón.

Es increíble la cantidad de cosas apasionantes que hay en el mundo de las que no tenemos (yo al menos) ni idea. Hasta la semana pasada no sabía nada, pero nada oigan, del reino secreto de los hombres serpiente o wakaiolas de los wanyamwesi de Tanganika, ni de su rey, el gran Kalola. Ignoraba asimismo que un occidental, el naturalista estadounidense Fred Carnochan, no solo se había introducido en esa extraña comunidad sino que había llegado a alcanzar en los años treinta del pasado siglo un rango notable en su seno.

De esa historia real que parece salida de la imaginación de un Rider Haggard lo he descubierto todo no sobre el terreno —el mundo ha cambiado mucho desde que existía Tanganika y no eras nadie sin salacot—, sino, como suele suceder, en un libro. Un libro, he de recalcar, notable y apasionante, L’empire des serpents, traducción francesa (Stock, 1946) del original The Empire of the Snakes (Stokes, 1935) que adquirí en los bouquinistes de París el miércoles pasado en un verdadero acto de fe, pues el ejemplar estaba minuciosamente envuelto en plástico y la vendedora, a la que no le debí parecer un cliente fiable, no me dejó retirarle la protección, aparte de que no me sacaba el ojo de encima. Las escasas líneas en la contraportada, sin embargo, prometían. “Fred Carnochan fue el primer hombre blanco en explorar el imperio de los wakaiola. Admitido en el entorno de Kalola, el emperador de los hombres serpiente de Tanganika, fue iniciado en asuntos secretos de ese pueblo extraño y en su extraordinaria medicina”. El somero escrito añadía que “Carnochan nos arrastra a un viaje alucinante. Y si consigue hacer partícipe al lector de su asombro y fascinación por una ciencia y una cultura que inspiran el más grande respeto, esta obra habrá cumplido su propósito”. A ver: si con un texto así no te tiras de cabeza al libro es que no tienes alma aventurera. Además solo costaba cinco euros.

Fue abrirlo, tras quitarle el plástico con manos temblorosas como se desnuda a una novia, y no poder parar de leer. Yo sabía algunas cosas de los cultos y costumbres con serpientes en África, especialmente lo relacionado en Dahomey con las pitones sagradas, a las que se veneraba, se paseaba en procesión y cuya profanación era castigada con la muerte. Y también conocía a Constantine John Philip Ionides, que se movió entre serpientes en una zona y una época muy parecidas a las de Carnochan; pero de este y de su peripecia no había oído hablar.

Un manipulador de serpientes africano.
Un manipulador de serpientes africano.

El neoyorquino Frederic Grosvenor Carnochan (1890-1952) arribó a Tanganika en 1926 como parte de la expedición Smithsonian-Chrysler destinada a conseguir animales para el zoo de Washington. Tras fracasar en la empresa de atrapar serpientes (y mira que será por serpientes en África) oyó hablar de unos misteriosos nativos que eran los únicos que tenían el derecho tribal de capturarlas o matarlas. Efectivamente, los hombres serpiente. Descubrió que eran los miembros de un sacerdocio secreto que poseían un extraordinario dominio sobre esos reptiles y eran capaces de manipular hasta las especies más letales sin miedo a sus mordeduras. Se hacían invulnerables, averiguó, gracias al dominio de pócimas y ungüentos que los inmunizaban mediante una primitiva sueroterapia contra el veneno hasta de criaturas como la implacable víbora sopladora o koboko (Bitis arietans), la que más muertes causa en África, o la cobra de labios negros, que es cosa de verse. Gracias a ellos logró recolectar más de cinco mil ejemplares. En una ocasión vio cómo un hombre serpiente volteaba sobre su cabeza una sopladora con la mala fortuna de que el bicho le mordió al negro en la cara: un suceso semejante debería acarrearle la muerte casi inmediata, pero no tuvo consecuencia alguna.

Lo que cuenta Carnochan, que logró introducirse en la sociedad secreta, es en buena parte un relato de iniciación, curiosamente muy parecido al del ínclito Carlos Castaneda con el chamán yaqui Don Juan (Una realidad aparte, Viaje a Itxlán, Relatos de poder, ¿recuerdan?), y también, como este, una hermosa historia de amistad: la que desarrolla el estadounidense con, primero, el príncipe Nyoka ("serpiente" en swahili), que es como el Umbopa de Las minas del rey Salomón, y luego con su tío, el emperador o mutemi Kalola mientras asciende siete de los ocho grados de la sociedad secreta, incluido el de “hacedor de lluvia”. Kalola es un personaje sensacional , anciano y enjuto, viste un sombrero verde coronado por una pluma de avestruz, un manto de piel de león y un viejo cinturón con cartuchera de las fuerzas imperiales alemanas que luce el lema “Got mit uns”. La gente se lanza al suelo en señal de respeto cuando pasa.

Los hombres serpiente (de los que no pueden formar parte mujeres excepto una, la que les prepara su cerveza, la así llamada madre de las serpientes o Ni nabo (!), tienen una hermandad paralela femenina, la Bagota, consagrada en plan Me Too avant la lettre a envenenar a los malos maridos que maltratan a sus esposas. De esta segunda cofradía solo pueden ser miembros mujeres o hermanos varones gemelos de una mujer, pues los wanyamwesi creen que los gemelos poseen una sola alma y no saben en cuál de los dos está. Los wakaiola tienen un lugar donde se castiga terriblemente a los traidores que airean sus secretos, lubuga wa wasasi, "el dominio de los imbéciles".

Carnochan oye hablar de un poderoso B’wana Zoka o Señor Serpiente al que mencionan con respeto hasta en el tam-tam de los tambores. Descubre que se trata de él mismo.

Kalola adentra a Carnochan en los secretos de los hombres serpiente y pone a su disposición la farmacopea que emplean y los hace temidos, pues también pueden sujetar la voluntad de una persona hasta convertirla en algo parecido a un zombi o un robot. El neoyorquino prueba una sustancia, el kingo, que durante tres horas le hace incapaz de controlar su cuerpo y su mente. De manera más prosaica, aprende que las plumas rojas del turaco pulverizadas son un magnífico expectorante por su contenido en sal de cobre. Las glándulas anales del cocodrilo, en cambio, son muy peligrosas, y se las ha de manipular con cuidado (imagino que sobre todo cuando el animal está vivo).

Con el tiempo, Carnochan oye hablar de un poderoso B’wana Zoka o señor serpiente al que mencionan con respeto hasta en el tam-tam de los tambores. Descubre que se trata de él mismo. Su nombre secreto de hermandad será sin embargo otro: Ndilema, Joven Pitón.

El naturalista devenido miembro de la sociedad secreta se despedirá de África y de su amigo Kalola en una escena inolvidable en la que al viejo y correoso rey de los hombres serpiente le saltan las lágrimas. “Mi corazón te acompaña, mi espíritu marchará contigo”, dice al blanco tras regalarle su posesión más preciada, una estatuilla que había pertenecido al rey zulú Chaka y a un brujo wangoni. “Supe mucho más tarde de la muerte de Kalola”, escribe en un posfacio Carnochan; “la noticia me entristeció pero siento que de alguna manera su espíritu, como el de los grandes hombres de todas las razas y de todas las creencias, prosigue su camino”. Una historia muy hermosa. ¿Se puede pedir más por cinco euros?

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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