Inmune a su dolor y algunos destellos de gloria
Admitiendo la identificación que pueden provocarme los universos centrados en la pérdida y el sufrimiento, no logro que el cineasta que encarna Banderas me remueva el alma ni poco, ni mucho, ni nada
Es tan ingeniosa como discutible la frase de Oscar Wilde: “Señor, líbrame del dolor físico, que del moral ya me encargaré yo”. Puede ocurrir que ambos se alíen con efectos devastadores para la víctima. Y si quedan fuerzas o puro instinto de supervivencia ante los depredadores se intentará atenuarlos, pedirles una tregua, enmascararlos. Mediante heroína, los analgésicos más fuertes, el buceo en el desolado espíritu, en los recuerdos de un remoto esplendor en la hierba, la recuperación de las personas, sensaciones, sentimientos que otorgaron sentido e incluso fugaz plenitud a la existencia.
DOLOR Y GLORIA
Dirección: Pedro Almodóvar.
Intérpretes: Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz.
Género: drama. España, 2019.
Duración: 113 minutos.
Pedro Almodóvar se propone en Dolor y gloria hacer la crónica de los múltiples pesares, anhelos, memoria sentimental, impotencia creativa, necesidad de redención, asfixia, insomnio, tortura interior, enfermedades lacerantes y amenaza de que se haya instalado la definitiva peste en un personaje transparentemente parecido a él. Evidentemente, su físico no es el de Antonio Banderas, pero esa es la libertad que se permiten las ficciones, por muy realistas que pretendan ser. Y no dudo de su sinceridad, de la liberación que pretende ese desgarro, de la verdad que quiere imprimir a lo que cuenta, de su presunta complejidad emocional, de la fuerza que precisa el impudor de desnudarse en público, de la inaplazable necesidad de ajustar cuentas con el pasado cuando en el presente todo es incertidumbre, desolación, soledad y miedo.
Admitiendo la fascinación, la identificación y la angustia que pueden provocarme los universos protagonizados por la pérdida, el sufrimiento, el fracaso y la evocación, no logro que el tormento, los reencuentros trascendentes y la necesidad de curación de este director tan universalmente famoso y admirado como íntimamente perdido me remuevan el alma ni poco, ni mucho, ni nada. No me carga tanto como su obra posterior a la excelente y verdaderamente emotiva Volver. Incluso tiene algunos momentos que me parecen hermosos, pero el calvario interno del tal Salvador Mallo, que así se llama el personaje, me resulta bastante indiferente. Esas cosas del cine o del arte con intenciones de ser mayúsculo, o sea, que conectas con él, te deja poso, vive en tu memoria durante mucho tiempo o te amenaza el tedio ante lo supuestamente profundo y sublime y te desentiendes sin esfuerzo de lo que te han narrado a los cinco minutos de su desenlace.
Tres cuartas partes de esta película (sí, película, aunque ya pretendan colocarla en el templo más sagrado de la cultura, del arte universal, del clasicismo intocable engendrado en toda la historia de este país, de la Biblia en verso) van siguiendo al torturado artista, a la labor franciscana que ejerce la entregada asistente con el océano de problemas, a la aparición imprevista o buscada con antiguos amores que el viento no se llevó del todo, que dejaron imborrable huella a pesar de los pesares, de los inolvidables abrazos que dona el caballo pero también las coces mentales y físicas que puede arrear si falta o se intenta abandonarlo. Todo ello amenizado como es habitual en el cine de Almodóvar con los fetiches literarios, pictóricos, musicales y danzarines que ama el autor en ese momento. Y cantidad de diseño lujoso. Como siempre.
Pero también existe otra parte en la que aparece la hermosura, en la que nada me resulta impostado, con capacidad para conmoverme. Es la reconstrucción en el cerebro y en el alma de ese acorralado anciano de su niñez, el mareo que le provoca el descubrimiento de su sexualidad, el irrenunciable amor al cine que se proyectaba en una pared y donde olía a jazmín y orines mientras soplaba la brisa, las mujeres que lógicamente le cautivaban y a las que deseaba lo mejor (tal vez presintiendo sin razones su trágico final), como Natalie Wood y Marilyn Monroe. No son reflexiones empalagosas o forzadamente líricas. Me las creo. Y encuentro admirables los retratos que hace de su madre cuando era joven y en su crepúsculo. En esos momentos, entro en la historia. Me cautiva la belleza estética y sentimental de esa secuencia en la que su madre y las vecinas lavan la ropa en un río y la tienden al sol. Y cómo no, suena Rosalía, la cantante que mola a los paladares de exquisitos y plebeyos, interpretando la copla A tu vera. Y me parece honda, cálida y luminosa la interpretación de Penélope Cruz. También la de Julieta Serrano, temerosa, reflexiva y protectora con ese hijo del que intuye que no es feliz. ¿Qué más me atrae? Está bien el monólogo teatral que interpreta Asier Etxeandia y el sorprendente y brillante cierre de esta película.
En la entusiasmada e inacabable promoción de Dolor y gloria, terreno en el que Almodóvar ha demostrado siempre que es un virtuoso, Antonio Banderas repetía hasta el mareo su trascendencia histórica. También el riesgo y la inmensa calidad que atesora. Y entiendo que debe de haber realizado modélicamente lo que le ha pedido Almodóvar, que se ha metido en su piel y en su espíritu, su gestualidad y su tono, su expresividad y su enigma, su intensidad y su amargura. No me sorprendería que le llovieran merecidos galardones. Todo está previsto para el éxito académico y una venturosa carrera comercial. Mi problema con su interpretación es que el personaje me deja frío o me huele a la eterna impostura. Cada uno se divierte como quiere o como puede.
Babelia
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