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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gran estafa

"No debemos olvidar que el mandato de los tiempos venideros será impedir que nunca más Venezuela viva una tragedia como la actual", defiende el autor

Fotograma del documental.
Fotograma del documental.

Cada vez que se aborda la crisis venezolana, el interlocutor que seguramente escucha asombrado no tarda en hacer la misma pregunta: ¿cómo es posible que la democracia más sólida de América Latina se haya desintegrado de esta manera? Es nuevamente la reacción que se genera en el espectador cuando absorbe las imágenes de la película documental El pueblo soy yo, que en estos días el cineasta venezolano Carlos Oteyza ha estrenado en Madrid y otras ciudades españolas. Valga recordar que en diciembre de 2018, se cumplen 20 años de la llegada de Chávez al poder, y el accidente es más que propicio para que Oteyza haya hecho un balance difícil de estructurar por todo lo que ha acontecido en esas dos trágicas décadas.

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¿Hay razones para pensar que la democracia venezolana de 1998 se había debilitado? Si se recuerda que en ese año de elecciones presidenciales, los candidatos que más descollaban eran una exmiss y un exgolpista, se convendrá en que estábamos en el muy riesgoso campo de la antipolítica, fecundado por intereses económicos sectarios, medios pocos responsables y unos llamados “notables” que venían de la academia y de la política rancia. Había razones para rectificar y, sobre todo, para alarmarse ante el flagelo de la corrupción, pero no al punto de acabar con las instituciones, el sistema de partidos y mucho menos con una noble constitución que desde 1961 había normado el país durante todo el período democrático. Quizás en el fondo, pese a la respuesta de militares institucionalistas que abortaron las dos asonadas de 1992, todo se ha resumido a la ascensión del militarismo, que creíamos bien enterrado, y que Chávez tradujo en el plano político a populismo puro y duro. La excusa del pueblo –esa anomia que no tiene cara– fue suficiente para reinterpretar los deseos ocultos, y como Chávez se ungía como único traductor, era de esperar que el pueblo se fundiera con él. Bastó rematar con una neolengua del poder, que ha echado mano de toda la quincallería extremista (“patria, socialismo o muerte”), para construir un proyecto fascista donde el poder se retiene o nunca se entrega.

Ocurre con la democracia lo que a nivel biológico experimentamos con la respiración: sólo notamos que nos falta cuando ya no tenemos aire. Es decir, nos parece algo tan natural, tan propio, que nos olvidamos de las reservas. Y a veces, hasta en las democracias más sólidas, las reservas se agotan y los populismos se asoman dando zarpazos. Todo sistema democrático tiene células recesivas (los cánceres ocultos de una sociedad) y basta un ligero cambio de variables para que lo más estable se vaya a pique. Ocurrió en Venezuela tal como ahora está ocurriendo en Polonia o Hungría. Cada grado de temperatura debe medirse, porque cuando el organismo ya está tomado por la fiebre, los mismos anticuerpos de la democracia fallan, y ya todo es una deriva donde ni instituciones ni leyes pesan. El pacto social se ha roto y sólo se escucha la voz del mandante. En este sentido, también es muy significativo que estos regímenes entierren el concepto de ciudadanía, que implica acatamiento de deberes y goce de derechos, y prefieran acogerse al muy moldeable de pueblo, que ajustan en función de sus caprichos.

Como balance, el documental demuestra que toda la retórica chavista fue una gran mentira, o más bien una gran estafa si se mide contra las promesas incumplidas. Sin duda que los años de petrodólares amortiguaron la caída, pero ahora la pesadilla es mayor cuando se descubre que nunca hubo sueño. Los rostros desahuciados de madres con críos o de ancianos que rebuscan en la basura son inenarrables. Se trata de gente que ha llegado al grado cero de humanidad: irreflexivos, inanimados, que miran sin centro. Nunca se había explotado tanto la retórica en torno al pueblo y nunca se había desechado tan a fondo como ahora: los que se postulaban como provenientes de la tierra terminaron enterrando su imaginario, si es que alguna vez lo tuvieron. Ante estas imágenes, lo sorprendente es que se siga mintiendo, de manera sistemática, y que el poder enceguezca hasta el punto de acabar o expulsar a los venezolanos.

El nivel de destrucción es inconmensurable, porque tiene una dimensión material y otra inmaterial. Queda también por ver cómo hacia futuro se debería reconstruir una cultura ciudadana inmune a los embaucadores. Si el voto a Chávez en 1998 fue un acto de ceguera, de decrepitud democrática, ¿cómo impedir que se repita en elecciones futuras? Se me dirá que la hora es de emergencia, y es enteramente cierto, pero no debemos olvidar que el mandato de los tiempos venideros será impedir que nunca más Venezuela viva una tragedia como la actual.

Antonio López Ortega es narrador, ensayista y editor venezolano residente en España. Su último libro es La gran regresión (UCAB, 2017)

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