Cuatro libros singulares
Tanto Alejandro Zambra (1975) como Juan Pablo Villalobos (1973) son ya mucho más que dos jóvenes promesas
En la fiesta ritual de la Feria del Libro de Madrid en 1986, en casa de Miguel y Mari Paz (es decir, Antonio Machado Libros), estábamos sentados Carmen Martín Gaite, Lali y yo con Adelaida García Morales y, si bien recuerdo, Víctor Erice, cuando Carmiña, ya autora de excelentes novelas y magníficas obras de indagación histórica, empezó a hablar con gran entusiasmo de su futuro libro, Usos amorosos de la postguerra española, que me había ofrecido para publicarlo. Yo acogí la noticia con entusiasmo algo impostado: pensé que el tema quedaba ya muy remoto para los más jóvenes y poco interesante para los de la época. Y, claro está, me equivoqué rotundamente: el libro, además de ser excelente, resultó un best seller extraordinario que se convirtió en long seller y ganó el Premio Anagrama de Ensayo y también el Premio de la Crítica.
Fue su primer libro después de años de silencio (dolorosísimas circunstancias familiares) y también el primero de ella que publicamos, y le siguieron Nubosidad variable y otras novelas muy celebradas que la convirtieron en una de las escritoras más prestigiosas y leídas de España. Y entre las editoriales que la traducían, su favorita era Harvill Press, dirigida por nuestro buen amigo Christopher MacLehose, quien creó un estimulante y cosmopolita catálogo en el que figuraban muy escogidos autores españoles. Cuando Carmiña, coqueta como siempre, lo conoció en Londres quedó encantada y nos escribió: “¡Y además, qué guapo!”.
Pasemos a Álvaro Pombo. Acabábamos de convocar el primer Premio Herralde de Novela, en cuyo jurado estaba Esther Tusquets. Álvaro llamó a su amiga y editora de poesía: estaba desesperado, todos los editores rechazaban sus novelas, pensaba en suicidarse, Esther le dijo que lo aplazara y que nos enviara sus novelas. Recibimos El hijo adoptivo, muy válida pero con reparos. Pero leí una entrevista con Víctor Márquez Reviriego, entusiasmado con otra novela inédita suya, El héroe de las mansardas de Mansard, que me sedujo desde el título; llamé a Álvaro, a quien no conocía, y le convencí de que nos la enviara, pese a que había sido la más rechazada, según me dijo.
Quedamos deslumbrados: un escritor fabuloso con un universo y un lenguaje (el reinado del hipérbaton) que no se parecían a ningún otro: “Un genio anda suelto”, así lo describí en un artículo. Y ganó el premio, claro. Anécdota editorial: dos años después, Álvaro Pombo fue el primer y único autor español en haber escrito el “libro de la Feria de Fráncfort”, codiciado por todos los editores. En los stands de dos editoriales prestigiosas, la sueca Bonnier y la francesa Belfond, ya estaban las respectivas traducciones, y en la misma Feria se firmaron los contratos con la italiana Garzanti y la alemana Piper, a las que siguieron otras.
Y ahora, en contraste con estas figuras tan consagradas, dos casos bien distintos, dos novelistas inéditos y desconocidos, quienes nos enviaron cada uno su primera novela, sin que los conociéramos de nada, sin ningún “padrino”.
Así, recibimos por email desde Chile un texto breve de un tal Alejandro Zambra. El título era, muy apropiadamente, Bonsái, una novela decididamente singular cuyas lecturas y relecturas son bien placenteras y no ocupan demasiado tiempo: resultó un libro de 94 páginas nada apretadas. Nos enteramos de que era un joven poeta (Santiago, 1975) y un severo y temido crítico literario. En su libro No leer escribe: “No quería escribir una novela, sino un resumen de novela. Un bonsái de novela. Borges aconsejaba escribir como si se redactara el resumen de un texto ya escrito. Eso hice, eso intenté hacer: resumir las escenas de un libro inexistente. En lugar de sumar, restaba: completaba 10 líneas y borraba 8; escribía 10 páginas y borraba 9. Operando por sustracción, sumando poco o nada, di con la forma de Bonsái”. Acertó.
La otra novela, Fiesta en la madriguera, era también breve, de un mexicano residente en Barcelona, Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, 1973). En su currículo figuraban estudios de marketing y de literatura hispánica, investigaciones sobre la ergonomía de los retretes, la influencia de las vanguardias en César Aira, los efectos secundarios de los fármacos contra la disfunción eréctil o la excentricidad de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, etcétera. En Barcelona combinaba la escritura con sus trabajos mercantiles.
Pero este currículo casi inverosímil palidecía al lado de la novela. El protagonista es un niño cuyo padre era un muy opulento narcotraficante dispuesto a satisfacer todos los caprichos de su hijo, entre ellos ir a buscar un hipopótamo enano a Liberia para su zoológico privado. La novela es un viaje entre cabezas cortadas, ríos de sangre y montañas de cadáveres, tan delirante como impasiblemente divertida: el humor, a menudo negrísimo, como elemento fundamental y recurrente de la obra del autor.
Tanto Zambra como Villalobos son ya mucho más que dos jóvenes promesas: han seguido publicando obras muy valiosas y están reconocidos entre los mejores autores de su generación, con prestigiosos premios, numerosas traducciones y una singularidad común: ambos han empezado su carrera en Anagrama. Y, finalmente, confío en que me disculpen tantos autores de magníficos libros singulares que también hemos publicado.
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