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El hombre que fue jueves
Columna
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La formación secreta

Vicky Peña cuenta cómo se educó como actriz a la sombra de sus padres, reputados intérpretes teatrales

Marcos Ordóñez

Le pregunto a Vicky Peña cómo aprendió a ser actriz. Me dice: “Al principio sin darme cuenta, porque no quería serlo. Aprendí de mis padres, Felip Peña y Montserrat Carulla, y de todos sus compañeros, y de los cientos de funciones que vi entre cajas. Mi hermana Marina era mejor público que yo. Viendo ambas Romeo y Julieta, corrió hacia el escenario gritando: ‘¡Mamá, no te mueras!’. A mí me maravillaba que interpretaran tantos personajes, que se convirtieran en tantas personas distintas. Mi mente de niña no analizaba pero percibía, asimilaba. Fue una formación secreta. Entre cajas aprendí capacidad de juego, de transformación, de afinación. Viendo varias veces la misma obra, había días que me hipnotizaban y otros que pensaba: ‘Hoy hablan raro’. También vi muchas veces equivocarse a los actores, y salir del hoyo, y seguir. Nunca pensé en dedicarme al teatro. Yo quería ser pediatra, pero me suspendieron Química y Matemáticas en Preu y no pude matricularme en Medicina. Lo hice en Enfermería, y estuve cuatro años trabajando en el Clínico”.

“El teatro me parecía un mundo lejanísimo. Una tarde volví a sentir aquella emoción de infancia viendo a María Fernanda d’Ocón haciendo la Benina de Misericordia, con Bódalo. Aquel verano me fui a estudiar inglés a Londres. A Notting Hill, en una residencia de monjas irlandesas. Antonio Canal, un actor amigo de mi madre, me llevó a ver La madre, de Gorki, al Old Vic, y al día siguiente La sombra de un pistolero, de Sean O’Casey. La emoción volvió con más fuerza. Me quedé fascinada, enamorada. De golpe decidí que quería ser actriz. A la vuelta entré en el Instituto del Teatro, pero era muy difícil compaginarlo con el hospital. Y, además, me di cuenta de que lo que yo quería era actuar, no estudiar. Comprendí que ya había estudiado mucho viendo tanto teatro, función tras función y entre cajas”.

“Duré tres meses en el instituto. Empecé a hacer el meritoriaje, que duraba entre seis y ocho meses, y luego te daban el carnet del sindicato vertical. Debuté en unas tragedias resumidas, para niños, que Esteve Polls montó en el Español barcelonés. Paquita Ferrándiz era Clitemnestra. Carme Elías era Ifigenia. Yo estaba en el coro. Mi segundo gran aprendizaje fue en el Salón Diana, que fundamos y autogestionamos entre muchos. Allí hice Enrique IV de Pirandello, dirigido por Carlos Lucena, y allí conocí a Mario Gas. Podría hablar de aquella época durante horas. Aunque, ahora que lo pienso, a Mario le conocía de antes, porque era muy amigo de mi padre, y también frecuentaba su tertulia en La Luna, el café teatral barcelonés por excelencia. ¿Lo que más recuerdo del teatro de mi infancia? Un olor: el de la esponja para sacar el maquillaje, cuando le daba un beso a mi madre. Y que todavía había apuntador, susurrando en aquellas conchas doradas”.

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