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Columna
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Aniversario

La capacidad de duración de un museo artístico es de por sí un grado, pero además ha de acreditar el porqué y el cómo ha logrado tan rotunda marca

Muy pocos museos en nuestro país pueden superar en supervivencia los 110 aniversarios que ahora conmemora el Museo de Bellas Artes de Bilbao. La capacidad de duración de un museo artístico es de por sí un grado, pero además ha de acreditar el porqué y el cómo ha logrado tan rotunda marca. José Luis Yuste, hace ya unos cuantos años, con motivo de su ingreso como numerario en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, dedicó su preceptivo discurso al tema de los museos en nuestro país, proporcionándonos el valioso dato de que la mitad de los existentes en ese momento se habían creado tras la Transición democrática, algo, en principio, alentador. Obviamente, en el comentario crítico sobre este entusiasta auge museístico habría, como se dice, “mucha tela que cortar”. Los torrenciales flujos arrastran no pocas cosas indeseables en el aluvión, pero este es un asunto demasiado complejo para resolverlo aquí de un plumazo, aunque no estaría de más dar cuerda al paso del tiempo para comprobar cuántas de estas iniciativas se acaban consolidando.

Sea como sea, mi intención en este caso de la histórica institución bilbaína es hacer, a partir de ella, una reflexión sobre el candente tema de los museos públicos de arte en la actualidad. Porque generalmente, durante los últimos tiempos, se ha escrito mucho sobre el valor arquitectónico de su carcasa, su contenido, su presupuesto, su repercusión social o sus adecuados servicios, todo lo cual tiene un indudable interés, pero se ha cavilado bastante menos sobre algo que trasciende estos aspectos funcionales. Creados al comienzo de nuestra revolucionaria era contemporánea, en la que institucionalmente la cultura se convirtió en una suerte de educación permanente que completaba la escolarización de la población, los museos de arte se acotaron, por lo general, sus lindes temporales en una tripartición cronológica: los “arqueológicos”, que especializaban su contenido en todo lo anterior al renacimiento siendo su índice de valor la antigüedad de sus piezas; los llamados “históricos”, que cubrían el área entre el siglo XV y el XX, basados todavía en categorías estéticas y, finalmente, los denominados “contemporáneos”, que abarcaban el siglo XX hasta hoy pero sin estar estos necesariamente lastrados por el criterio de gusto y acortando cada vez más el pasado.

Frente a este panorama de compartimientos estancos fragmentarios, ¿no ha de asombrarnos acaso el despliegue de la alfombra mágica del Museo de Bellas Artes de Bilbao, que ha tenido la feliz ocurrencia de exhibir 110 obras de su paisaje histórico, una por cada año cumplido, entre las que se entremezclan, en el dilatado curso de sus fondos, los extremos de un Cristo románico probablemente catalán, del siglo XII, con el video Tetsuo, Bound to Fail (1998) de Sergio Prego (Hondarribia, 1969). Más: resulta que en ese conjunto, anillados armoniosamente, vemos convivir el fuste del arte vasco, español e internacional sin problemas. Y para rematar esta feliz coyunda comprobamos que un hermoso busto de Jorge Oteiza, Retrato de mi mujer (1947), avanza retrocesivamente hallando mejor acomodo según el tope cronológico es más antiguo. Este es el singular don del arte, que encuentra, cuanto más vanguardista, el mejor asiento en lo remoto del pasado. Porque solo se comprende el arte del pasado desde el contemporáneo y viceversa. En resumen: el quid del arte y, por tanto, el de sus eventuales contenedores consiste en la ruptura de los límites espacio-temporales puntualmente convenidos, porque la inspiración es ese chispazo que se obtiene viajando por el tiempo para descubrir que el hombre no está condenado a aprisionarse en el presente, ni en el amado terruño donde nació, sino en la permanente excavación de su propio misterio y en lo insondable del más allá de sí mismo.

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