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tribuna libre
Columna
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Sartre lapidado

En sus últimos años el propio Sartre se reconocía preso de una dura hipoteca. Se le pedía que sus actos concordaran con lo que escribía

Antonio Soler
Jean-Paul Sartre, durante una manifestación en Francia.
Jean-Paul Sartre, durante una manifestación en Francia.

Hace poco le pregunté a un editor francés por la cotización de algunos de los clásicos del siglo XX de su país. La respuesta fue previsible. ¿Sartre? El editor dibujó en el aire una línea descendente. ¿Camus? Línea ascendente. ¿Raymond Aron? Una línea recta. En este caso, el editor añadió un comentario: “Él igual que siempre”.

Podríamos decir que en España la valoración es parecida, aunque en el caso de Aron la línea recta tendría más que ver con la apatía que con una irónica crítica a sus dotes de supervivencia intelectual, o de mero equilibrista. En cualquier caso, Jean-Paul Sartre, el hombre al que amaron todas las mujeres, el líder estudiantil, el guía de los trabajadores que rechazó el Premio Nobel y fue recibido por los caudillos revolucionarios de todo el mundo, ha sido el gran derrotado.

Sobre Sartre se montó un cliché. Mal costurero del existencialismo con el humanismo, observador miope de la realidad política, pensador meritorio y, lo más raro, mediocre novelista. El tópico lo crearon en Francia sus descendientes directos. Esos intelectuales que de un modo o de otro crecieron a la sombra de la “familia” —como a Simone de Beauvoir le gustaba llamar a su cogollito— y que, una vez desaparecido el cabeza de la ilustre parentela, sintieron la irrefrenable necesidad de matar al padre. Y de enterrarlo muy hondo. En sus últimos años el propio Sartre se reconocía preso de una dura hipoteca. Se le pedía que sus actos concordaran con lo que escribía. Algo que no se le demandaba a ningún otro escritor pero sí a él. Tal vez porque él, soberbio en sus tiempos de mayor gloria, así lo había propiciado.

Sobre Sartre se montó un cliché. Mal costurero del existencialismo con el humanismo, observador miope de la realidad política y, lo más raro, mediocre novelista

En España no existía la necesidad de ser tan severos en el juicio póstumo, pero se importó el soniquete. Y ahí es donde, en lo estrictamente literario, está la diferencia. Lo que en Francia pudo ser injusticia, en España tal vez fuese ignorancia. Aquí la obra narrativa más importante de Sartre, la trilogía Los caminos de la libertad, fue conocida básicamente a raíz de su publicación por Losada allá por los años cincuenta y en sucesivas reediciones por parte de esa editorial argentina que tanto aportó a la raquítica cultura de la larga posguerra española pero que al novelista Sartre le hizo un flaco favor.

La traducción de los dos primeros volúmenes, La edad de la razón y El aplazamiento, la hizo un desafortunado Manuel R. Cardoso, que sembró los dos libros de despropósitos y puso la prosa sartriana a precio de saldo. El tercero, a cargo de Miguel de Hernani, no ayudó demasiado a elevar el listón. Algo que sí hizo la posterior traducción de Miguel Salabert. Pero para entonces el veredicto ya se había dictado. Sartre había muerto, su pipa estaba en una casa de empeños y su obra empezaba a ser celosamente apedreada.

En España, la obra narrativa de Sartre más difundida fue La náusea. De hecho se difundió tanto que pudo haber quien pensara que ese era el elemento esencial, y casi único, de su novelística. Puede que sea casualidad o que uno transite por callejones poco concurridos, pero en lo que va de siglo solo he oído hablar elogiosamente de Los caminos de la libertad a Andrés Barba. Nada raro en un escritor de tanta independencia creativa y tanto talento.

Los caminos de la libertad supone un reto literario de primer orden. Y no sólo por el análisis histórico al que se enfrenta

Los caminos de la libertad supone un reto literario de primer orden. No sólo por el análisis histórico al que se enfrenta —guerra civil española y II Guerra Mundial— contemplado desde muy distintas ópticas y por medio de personajes muy diferentes. La estructura narrativa, su vertiginoso contrapunto, la profunda carga psicológica son valores que no deberían ser echados así como así al saco de los desperdicios literarios.

La guerra. El hombre frente a la mayor contingencia. Una guerra para Sartre absolutamente ideológica, la española, y otra, la mundial, que según él tiene un carácter netamente kafkiano. Al menos en sus primeros nueve meses, cuando la drôle guerre, la guerra de broma, le hace escribir en una carta dirigida a Jean Paulhan que a Kafka “le habría gustado esta guerra”. Y añade que K. habría creado un personaje buscando esa guerra “por todas partes, sintiendo su amenaza por todas partes, y no encontrándola nunca. Una guerra con la sentencia en suspenso, como algunas condenas de El proceso”.

Pero “la broma” daría paso a la verdadera guerra, y con ella a la que tal vez sea la palabra clave en la vida de Sartre. El compromiso. En Los caminos de la libertad se describe detalladamente esa evolución desde la indolencia hasta un compromiso moral que desemboca en la Resistencia. En ese viaje hay un protagonista clave en la novela, Gómez. Un personaje inspirado en Fernando Gerassi, el pintor español del que Sartre llegó a decir: “Nadie ha influido tanto en mí”. Gerassi fue un artista admirado por Picasso, líder de las Brigadas Internacionales que al caer Barcelona inició un periplo que lo llevaría a saltar en paracaídas en Francia para unirse a la Resistencia y acabó trabajando como espía para Estados Unidos. Una vida de la que podría escribirse una novela de aventuras. Pero esa es otra historia. Esta es la de Sartre, un escritor apresuradamente lapidado.

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