Maten al bombero torero
Mario Gas dirige un correcto montaje de 'El concierto de San Ovidio', de Antonio Buero Vallejo, para el Centro Dramático Nacional
No hace tanto tiempo los espectáculos de enanos abarrotaban los ruedos españoles. Se solía llevar a los niños para que rieran con los tropiezos de los pequeños toreros al enfrentarse a las vaquillas. No hablamos de una época pretérita: el último bombero torero, personaje emblemático de las corridas bufas, se retiró solo hace siete meses. Quizá Antonio Buero Vallejo tuviera en mente este tipo de diversiones cuando imaginó una de las escenas centrales de su Concierto de San Ovidio: ese delirio que provocan en el París del siglo XVIII los desafines de una orquestina de ciegos mendigos que aceptan hacer el ridículo a cambio de una paga miserable.
Es una escena que incomoda de verdad. Dan ganas de cerrar los ojos para no ser cómplice de la burla. Pero Mario Gas, en el montaje que ha dirigido para el Centro Dramático Nacional, la hace aún más incómoda al amplificarla con una proyección en una gran pantalla con el foco puesto no tanto en los músicos ciegos como en las chanzas de los espectadores. Gas pone así a Buero en conexión con el nuevo siglo: el público de hoy ya no se atreve a ser políticamente incorrecto cara a cara, pero nada le impide entretenerse con las miserias ajenas ante el televisor. Ahí, en el anonimato del sofá, seguimos siendo cómplices de la chanza.
Mucho se habla y escribe sobre por qué Buero se representa poco actualmente. Que si no conecta con el público de hoy, que si sus obras tienen demasiados personajes y salen muy caras, que si los herederos ponen pegas. De todo un poco hay. Lo que queda claro con este montaje es que es posible traer a Buero al siglo XXI despegándose de él: los mejores momentos de esta función son los que vuelan más allá de la literalidad del texto, como la citada escena del concierto de los ciegos y también esa otra en la que se utilizan sombras chinescas.
El resto del espectáculo, un trabajo de oficio impecable, es tan correcto y respetuoso que por momentos resulta plano. La escenografía de Jean Guy Lecat, colaborador habitual de Gas, es sobria y funcional pero a la vez imponente. Los actores se desenvuelven bien, aunque entre todos destaca Alberto Iglesias, el único ciego que se rebela contra su destino de paria: imprime a su personaje tanto dolor que le impide caer en la arrogancia supina, que también sería ridícula. Lo suyo es, simplemente, dignidad.
Babelia
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