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Escritura automática

Joanna Walsh firma un buen libro de cuentos que destaca en la literatura anglosajona por su huida de la claridad y la concisión. 'Vértigo' es deliberadamente elusivo

Patricio Pron
Joanna Walsh en el Festival Internacional de Libro de Edimburgo en 2016.
Joanna Walsh en el Festival Internacional de Libro de Edimburgo en 2016.GETTY

Robinson Crusoe es tanto el héroe como el narrador de su historia, recuerdan David Herman, Manfred Jahn y Marie-Laure Ryan; en obras posteriores en las que se emplea lo que comúnmente se denomina la “primera persona”, las cosas, sin embargo, no resultan tan claras, y Vértigo (como El opoponax, de Monique Wittig; Sabático, de John Barth, y otros ejemplos de narrativa posmoderna) vuelve a proponer todas las viejas preguntas acerca de quién o qué es el origen de la narración, qué limitaciones impone a su relato la parcialidad de su “punto de vista”, cuáles son las razones por las que habla y ante quién lo hace, qué cosa es (en última instancia) el “yo” que habita el relato.

Joanna Walsh nació en Reino Unido en 1970, es ilustradora, una figura ineludible en las redes sociales (es la creadora en Twitter del archivístico y reivindicativo @read_women, por ejemplo) y la autora de libros desafiantemente singulares como Fractals (2013), Grow a Pair y Hotel (ambos de 2015), y Worlds from the Word’s End (2017); a excepción de Hotel, todos ellos son colecciones de relatos, y también lo es Vértigo (2016), aunque la continuidad aparente de la figura de su narrador (la “primera persona” del párrafo anterior) permite pensar en el libro como en una obra unitaria presidida por la voz de una mujer que observa a las parisienses que se apiñan en Le Bon Marché un día de verano, atestigua la desidia de los camareros de un chiringuito en la playa y la impaciencia de un hombre que puede ser (o no) su pareja, visita un paisaje en ruinas habitado por otras mujeres en lo que parece un lugar de veraneo, espera con angustia que un niño regrese de la sala de operaciones, ve a su marido reflejado en las opiniones de sus amantes y desea recuperarlo, huye de varias fiestas, se mete en el mar porque “no se puede hacer nada más” en una playa, etcétera.

En la literatura de Walsh las cosas nunca se revelan por completo, ni la naturaleza de sus narradores, ni el sentido de la experiencia que narran y/o su localización precisa; por el contrario, el estilo es deliberadamente elusivo, una especie de escritura automática que de a ratos adquiere el aspecto de un poema en prosa o de un soliloquio precipitado, a veces dirigido a una segunda persona. “El vértigo es la sensación de que, si me caigo, no caeré sobre la tierra, sino en el vacío”, afirma la narradora del relato que da nombre al volumen. Al igual que ella, las “heroínas” y “narradoras” de este libro son conscientes de que “algo malo está sucediendo”, pero no son capaces de verbalizarlo.

Vértigo se plantea la dificultad inherente al hecho de afirmar qué es ese “algo” al tiempo que está sucediendo. Walsh y su libro destacan en el marco de una literatura anglosajona presidida por la aceptación prácticamente universal de los imperativos de claridad y concisión de las escuelas de escritura creativa; no es un mérito menor, pero el lector se pregunta cuánto mejor hubiera sido este (buen) libro de haber sabido su autora quién y por qué “habla” en estos relatos y/o si hubiese recurrido en ellos al equilibrio entre opacidad y transparencia, entre digresión y sentido de propósito, que preside su (excelente) ensayismo para publicaciones como The Guardian y Granta.

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Autor: Joanna Walsh.


Editorial: Periférica (2018).


Formato: tapa blanda (128 páginas)


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