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café perec
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Independencia individual

Erasmo solo hay uno. Y equidistantes, en cambio, muchos

Enrique Vila-Matas

En el siglo segundo antes de Cristo, Terencio dijo: “Ya no hay nada que decir que no haya sido dicho”. No iba muy equivocado que digamos. Pero desde entonces ha llovido mucho. De equívocos, que no de equivocaciones, y de lluvia hablaba una bella frase del añorado Antonio Tabucchi en Pequeños equívocos sin importancia: “Le debo mucho a una tarde de lluvia, a una pequeña estación de la costa y al rostro de una actriz desaparecida”. Me habría gustado que Tabucchi hubiera ampliado lo que ahí decía, pero el día en que lo intenté un equívoco lo frustró.

El mundo está tan lleno de equívocos que, aunque solo fuere porque quedan millones de ellos por enderezar, se ha vuelto difícil pensar que no quede nada por decir que no se haya dicho antes. Precisamente una de las virtudes de Las manos de los maestros, de J.M. Coetzee, está en su destreza, en medio de análisis de las obras de sus escritores favoritos, para desmontar equívocos y otros tópicos que se han ido creando en torno a estos. Entre los que Coetzee desenreda, destaca el que atañe a Erasmo de Rotterdam, el hombre que instado a elegir bando entre el Papa y Lutero, decía que preferiría morir a unirse a una facción.

Erasmo fue el “equidistante” –como se llama ahora a los representantes de la razón– más famoso del siglo XVI. Hallándose en la cúspide de la fama por su Elogio de la estupidez, tener que elegir entre la iglesia católica y los luteranos le sentó como una patada en el estómago. Lo que ni unos ni otros comprendían era que para su mentalidad individualista ponerse de un lado o del otro le resultaba igualmente repugnante, pues le importaba más su libertad de pensamiento y su independencia individual e intelectual.

El equívoco de que se puede ser erasmista o discípulo de Erasmo nace ya de esos días y alcanza su apogeo en los años 30 del siglo pasado cuando Stephen Zweig le elige como ayuda en la adversidad porque es “el hombre de la razón, triturado entre las piedras de molino del protestantismo y el catolicismo del mismo modo que lo estamos nosotros entre las grandes fuerzas opuestas de hoy”.

Ante el “procés” catalán ha habido también “equidistantes” –palabra a la que algunos le han colocado un absurdo matiz despectivo– que han buscado el amparo de Erasmo, pero que yo pienso que han caído en lo que ya advierte Coetzee a propósito de Zweig: en el error de no captar que Elogio de la estupidez ofrece una extraordinaria resistencia a ser interpretado en el marco de otro discurso, porque, entre otras cosas, se enfrenta a poderes de interpretación que pretendan “someterlo” a su propio significado. Solo el esfuerzo más denodado, dice Coetzee, es capaz de hacer caer el discurso de la Estupidez proteica de Erasmo (“que cambia de formas”, según apuntara ya Stephen Dedalus) en el terreno de la política. Porque en realidad el poder del texto de Erasmo radica en su movimiento perpetuo y renuncia jocosa y seria a la condición de gran falo, su evasiva (no) posición “dentro y fuera de todo”. Dicho de otro modo: Erasmo solo hay uno. Y equidistantes, en cambio, muchos.

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