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sillón de orejas

Más que una novela

Escribirlo todo, consignar la belleza y sordidez del mundo, es el propósito de Antonio Muñoz Molina en su nuevo libro

Imagen de la serie 'Babylon Berlin'.
Imagen de la serie 'Babylon Berlin'.
Manuel Rodríguez Rivero

1. Caminante

Una tentación recorre la historia de la literatura, desde el relato apelotonado del cazador al regresar de su largo viaje de exploración hasta las construcciones quiméricas —el mapa que se superpone al mundo, de Borges, o los recuentos imposibles de Thomas Wolfe—. Es la tentación de contarlo todo, puesto que todo constituye la sustancia del mundo. Escribir —contar— absolutamente todo, lo visto, lo vivido, lo escuchado, lo soñado, lo sufrido, lo amado, lo leído: hacer que vida y literatura coincidan, se superpongan, se conviertan en la materia misma de un sueño de creación que es el de Dios: a la vez, siempre y por siempre, en todas partes. En Los principios de la matemática, Russell se refiere indirectamente a esa incontinencia narrativa por medio de la “paradoja de Tristram Shan­dy”: como se sabe, el narrador de la genial novela de Sterne tarda dos años en redactar tan solo dos días de su autobiografía y Russell demuestra que, si viviera eternamente (¿y por qué no iba a hacerlo?), podría continuar al mismo ritmo y, no obstante, terminarla, aunque su memoria necesitara retrotraerse cada vez más, sin límite: así, Shandy tendría que redactar sus días 101 y 102 un siglo más tarde, a lo largo de los años 101 y 102 de su vida, y así sucesivamente. Escribirlo todo, consignar la belleza y sordidez del mundo ha sido también el propósito de Antonio Muñoz Molina en su impresionante crónica (no es una novela, por mucho que se empeñen los paratextos, pero tampoco no lo es del todo, porque la ficción se introduce constantemente en los intersticios de lo real/vivido) Un andar solitario entre la gente (Seix Barral). Tras una profunda crisis que se adivina, el narrador/autor sale armado de lápiz, cuaderno, tijeras y grabadora al mundo, como lo hicieron otros “caminantes de la ciudad” antes que él: De Quincey, Whitman, Poe, Baudelaire, Melville, Pessoa, Benjamin y el resto de la estirpe de escritores-exploradores que entendieron que la ciudad —Londres, Nueva York, París, Madrid, Lisboa— es el ámbito indefectible del relato de la modernidad. Muñoz, él mismo robinson urbano, reinventa esa deambulología o topobiografía que a mí me recuerda las derivas psicogeográficas de los situacionistas. En su exploración solo tiene un designio: “Percibirlo todo, coleccionarlo todo”; voces, imágenes, anuncios, suspiros, retazos de conversaciones: el escritor convertido en prolijo archivero de la fugacidad del mundo —el libro es indirectamente un homenaje al barroco— que necesita salvar algo de la “gran catarata que se despeña hacia la basura”, porque, como dice un testigo y sabe muy bien Muñoz Molina, “el gran poema de este siglo solo podrá ser escrito con materiales de desecho”. La ciudad como cuerpo ferozmente tatuado ante el que el cronista-mochilero camina con ojos y oídos siempre abiertos, haciéndose (autobiografiándose) al tiempo que la capta (como la cámara de Dziga Vertov). No es que el propósito sea nuevo: ahí tienen, a su manera, el Ulyses o la trilogía USA de Dos Passos. Y tampoco estarían muy lejos determinados intentos de los objetivistas (El Jarama) o del nouveau roman. Y tampoco es nuevo en Muñoz: percibo en sus últimos libros, al tiempo de un cierto cansancio (¿desconfianza?) de la imaginación, una especie de fascinación por lo documental (propio o ajeno) y por la cultura material, por la futura arqueología de nuestros presentes de desperdicio, consumo sin límite y malversación de recursos. En este libro impresionante en el que se muestran condensadas y dispersas, como quien no quiere la cosa, cuestiones graves y urgentes que conciernen a nuestra relación con el mundo, Muñoz nos invita a mirar y escuchar de otra forma.

2. Babilonia

El infierno y sus huéspedes (obligadamente) permanentes han suscitado siempre mayor interés que cualquier paraíso. Es allí donde se sitúa secularmente el repositorio de las historias que nos han conmovido y aterrorizado, no en los infantiloides paraísos prerrafaelitas del cristianismo y del islam, Dios nos coja confesados. Es en el caos, y no en el orden aromatizado, en el que suele surgir la chispa del relato, como bien sabía Flannery O’Connor. La serie alemana Babylon Berlin ha traído a la pequeña pantalla una visión parcial pero aceptable del Zeitgeist de un momento clave de la historia del siglo XX, el del Berlín agitado, nervioso, experimental, decadente y revolucionario de entreguerras: un infierno urbano al borde del precipicio. La serie, basada en la novela de Volker Kutscher Sombras sobre Berlín (Ediciones B), ha reavivado el interés del público por un periodo al que se supone vinculado con el nuestro. Más allá de los libros más conocidos sobre la época (además de la novela Berlin Alexanderplatz, de Döblin, los ensayos La Alemania de Weimar, de Eric D. Weitz —Turner, 2009— o La cultura de Weimar, de Peter Gay —Paidós 2011—), recomiendo vivamente El café sobre el volcán (Libros del K.O.), una estupenda crónica —centrada básicamente (pero no solo) en el mítico café Romanisches de la vibrante Kurfürstendamm—. Francisco Uzcanga Meinecke ha compuesto un relato eficaz y plausible de ese templo de la bohemia por el que pasaron, hablaron, discutieron, se amaron y odiaron gentes como Brecht, Döblin, Grosz, Else Lasker-Schüler, Roth y tantos otros que aún no sabían que estaban bailando al borde del precipicio.

3. Pron

Solo tres relatos —Salon des refusés, Las luces sobre su rostro y Un divorcio de 1974— bastarían para acreditar al argentino Patricio Pron como uno de los más originales, arriesgados y audaces cuentistas de la literatura hispánica de la segunda década del XXI. Pero no son los únicos: Lo que está y no se usa nos fulminará (Random House), el libro que los contiene, destila sabiduría compositiva, sentido del pathos en la distancia corta y, sobre todo, la proverbial mirada irónica e inteligente del autor. Un gozo que dura un par de tardes y luego se queda dentro.

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