Cuando Bernstein dirigió en el Real
La visita de la Filarmónica de Viena evoca el histórico concierto del genio americano
Consciente o no, el vals de Leonard Bernstein que Gustavo Dudamel regaló como propina en el Teatro Real el pasado sábado evocaba no sólo la última visita de la Filarmónica de Viena al coliseo madrileño -entonces, solo era una sala de conciertos- sino que además desempolvaba el hito que supuso la visita del propio compositor y director de orquesta neoyorquino al frente de los "wiener".
Así fue descrito, un hito, en el ejemplar de El País del 30 de octubre de 1984, cuya portada recreaba la euforia de un espectador a quien la paciencia y la constancia habían premiado con dos entradas. Resulta que los melómanos hicieron hasta 28 horas de cola hasta conseguir el "pasaporte" para el concierto, aunque la mitad de quienes llegaron a alistarse se quedaron huérfanos de ellas.
La sugestión y los méritos artísticos predispusieron una de las noches más notables y entusiastas de la historia del Teatro Real. Y no sólo por el carisma de Bernstein y por el prestigio apabullante de la Filarmónica de Viena. Ejerció de intermediario el talento de Krystian Zimerman como artífice del Segundo concierto para piano de Brahms.
"Exagerando un poco las cosas", escribía el crítico Enrique Franco en las páginas de este mismo diario, "podríamos decir que el público fue al Real para escuchar a Bernstein y volvió del Real de escuchar a Zimerman. Es verdad que la colaboración del director y los filarmónicos vieneses fue espléndida, pero lo que hace Zimerman hay que verlo y oírlo para creerlo. No es que posea una técnica asombrosa, que la posee, ni que alardee de un virtuosismo personalista y una potencia avasalladora. Todo esto está ahí, pero por encima de ello se alza un pensamiento musical inexplicable en un muchacho de 28 años (...) Un Brahms dominado por un sentido poético admirable, en el que cada pasaje encuentra nítida y bellísima explicación".
El conciertazo engendró la inevitable pirotecnia social. Abusaron los ministros de sus privilegios institucionales y transitó por el Real toda la "fauna" arribista y snob. Quienes carecían de una entrada para escuchar -y ver- a Lenny, formaban parte de una categoría inferior, de tal manera que la reventa, los favores políticos y el tráfico de influencias coincidieron como en pocas noches de la vida del Teatro Real.
Cuántos directores generales. Cuántos famosos. Y cuánta devoción legítima y exagerada a la figura de Leonard Bernstein. Un icono pop. Un músico militante. Un fenómeno social en sí mismo. Y un puto genio sobre el podio al que se le concedían todas las excentricidades como soporte de su propio personaje.
El temperamento dionisiaco, comprometido y provocador de Leonard Bernstein le permitía, por ejemplo, besar en la boca a los miembros de la Filarmónica de Nueva York, proclamar que el éxito de West Side Story sólo podía compararse a Jesucristo, incluso justificaba aquellas reuniones en su apartamento de Park Avenue con los partidarios de Mao y Castro en plena caza de brujas.
La perspectiva que traslada el primer centenario de su nacimiento -Bernstein nació en 1918- convierte el estereotipo del viejo, ambiguo e histriónico maestro en una recurrente anécdota cuya proyección sociológica palidece frente a la dimensión insustituible del músico total.
Obviamente, West Side Story (1957) no constituye el mayor éxito conocido después de Jesucristo, pero tampoco puede frivolizarse la imagen de Bernstein como si se tratara de aquel hábil prestidigitador de Broadway capaz de convertir a Romeo y Julieta en un mayúsculo negocio del musical contemporáneo.
Leonard Bernstein, pese a haber nacido en Lawrence (Massachusetts), era un fenómeno neoyorquino, de Manhattan, en el sentido de que perteneció a una milagrosa comunidad artística frecuentada por Gore Vidal, Norman Mailer, Mark Rothko, Tennessee Williams y Aaron Copland, y convertida en una plataforma de reacción cultural y política frente a aquella sociedad consumida en el puritanismo y la discriminación social.
Babelia
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