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El cachorro (des)obediente

Las casi 2.000 páginas de la poesía completa de Robert Lowell permiten recuperar en su centenario a un autor imprescindible que pasó del hermetismo a la transparencia

Robert Lowell en el despacho de su casa en 1956. 
Robert Lowell en el despacho de su casa en 1956. ALFRED EISENSTAEDT (GETTY)

Se cumplen ahora 100 años del nacimiento del poeta estadounidense Robert Lowell (1917-1977). Con diferencia, fue el más renombrado y encumbrado de los que empezaron a asomar la cabeza en los cuarenta (Elizabeth Bishop, ­John Berryman, Randall Jarrell, entre otros). En los sesenta fue una auténtica luminaria que recibió portadas estelares y llegó a ser amigo de John Kennedy, a quien apoyó en sus campañas. Tuvo una vida desastrosa en lo personal, con un alcoholismo desatado, matrimonios hundidos e ingresos psiquiátricos para poner remedio a sus tendencias depresivas y sus obsesionas maniacas. Murió a los 60 en el taxi que le conducía a la casa de su ex en Nueva York. Desde entonces, su reputación se ha resentido en beneficio de Elizabeth Bishop, su íntima amiga, con la que compartió afanes pero no soluciones tanto poéticas como vitales.

Lowell fue un estricto seguidor de las ideas de los llamados Nuevos Críticos, una serie de profesores y poetas —John Crowe Ransom, Robert Penn Warren, Allen Tate, Cleanth Brooks, entre otros— que siguieron a rajatabla los predicamentos teóricos y prácticos de T. S. Eliot, el dios de la poesía anglo­americana desde finales de los veinte en adelante. Esos críticos —cuyo poder duró casi 40 años: desde los treinta hasta los sesenta— adoctrinaron al joven Lowell, que pasó a ser un cachorrito obediente de sus dogmas. Eliot había dicho, entre otras muchas cosas, lo siguiente: “La poesía no debe dar rienda suelta a las emociones, sino que debe escapar de las emociones”. O también: “La poesía debe ser difícil”. Reinterpretado por esos críticos aludidos, la poesía debe ser densa, compleja, difícil, impersonal, capaz de favorecer la ambigüedad extrema y la interpretación esquiva, además de resaltar la dimensión esencialmente lingüística y retórica de su trama. En definitiva, para entendernos, la poesía es un puro y duro formalismo o, también, un puro y duro ataque y demolición de los descubrimientos románticos.

Por desgracia, Lowell no pudo seguir explorando este prometedor y accesible camino porque murió cuando apenas tenía 60 años

Dicho y hecho, y ahí vemos al joven Lowell escribir una poesía ajustada a esas normas, dispuesto a complacer a quienes llegaron a ser sus profesores (Robert Penn Warren, por ejemplo). Así que los poemas de los primeros libros de Lowell —El castillo de Lord Weary (1946), Los molinos de Kava­naugh (1951)— son densos, complejos, desorganizados, fragmentarios, impersonales, muy diestros en rimas y métricas, con centenares de alusiones culturales, extremadamente difíciles, por no decir impenetrables, con un metaforismo de raíz ingeniosa y barroca, muy siglo XVII (Marvell, Herbert, Góngora y Quevedo…). Además, las voces se multiplican siguiendo el ejemplo del stream of conciusness de Joyce o se ficcionalizan, vía el monólogo dramático de Browning.

Como es imposible huir del todo de uno mismo, lo lógico es que la indeseada persona que siente y padece —el Lowell de carne y hueso— se cuele por aquí y por allá, y entonces nos topamos con revelaciones autobiográficas por donde tímidamente asoma la emoción de la que era obligatorio escapar. Así, el poema ‘El Sr. Edwards y la araña’ tiene un arranque magnífico y sumamente prometedor: “Vi las arañas marchar por los aires, / flotar de árbol en árbol aquel día enmohecido / de finales de agosto, cuando el heno / entraba crujiente en el granero…”. Sin embargo, enseguida retorna el hermetismo antipático para un lector que busca al hombre y no a sus máscaras lingüísticas y retóricas.

Este panorama empieza a hacer aguas a partir de Estudios de la vida (1959), (o Estudios del natural, como ha preferido Andrés Catalán, muy bueno y arduo trabajo el suyo), Por los muertos de la Unión (1964), Junto al océano (1967) y se acentúa en Historia (1973), Para Lizzie y Harriett (1973), El delfín (1973), hasta llegar al relativo desnudamiento que se produce en el que es para mí, con mucha diferencia, su mejor libro, Día a día, el último que publicó. Si no al cien por cien —el poema que lo abre, ‘Ulises y Circe’, es claramente de la vieja guardia—, en este libro se produce una renuncia a los predicamentos antes mencionados, la transparencia empieza a abrirse camino, el lenguaje se despoja de su artificialidad, la pompa se desintegra, la experiencia real asoma, la emoción empieza a circular por los vasos sanguíneos y se enciende la electricidad lectora que sintoniza con ese universo donde asoma un hombre real.

Ese hombre real se ocupa de la vida sin salida: “Si vemos la luz al final del túnel / es la luz de otro tren que se echa encima”. O del espíritu que vuela alto: “Hubo un lugar en que tu espíritu / vivió la vida más alta; / todos los lugares comparados / con ese lugar / no significan nada”. O del dolor y de la muerte: “Pido una muerte natural, / sin dientes por el suelo, / sin sangre derramada… / No es la muerte a quien temo, / sino al infinito, ilimitado dolor”. O de las salvajes pérdidas: “La locura procede de algún sitio:… / es la infección de lo desaparecido”. O de la felicidad: “Estuvimos / tan solos y tranquilos este verano, / que me hubiera gustado vivir para siempre, / como el niño pequeño en el embarcadero / que marchaba solo, por delante de todos los demás, / que aún batían inquietos / sus velas multicolores en la calma”.

Por desgracia, Lowell no pudo seguir explorando este prometedor y accesible camino porque la muerte le hizo caso cuando apenas tenía 60 años: “Pido una muerte natural, / sin dientes por el suelo, / ni sangre derramada…”.

Poesía completa. Tomo 1 (1946-1967). Tomo 2 (1967-1977). Robert Lowell. Traducción de Andrés Catalán. Vaso Roto, 2017. 1.725 páginas. 29 euros

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